Este artículo fue publicado originalmente en el número 42-43 de GACETA, en 1998.
Los años veinte en Colombia, como en el resto del mundo, fueron tiempos de cambio. La década empezó con una transformación silenciosa en casi todos los campos de la vida nacional. El siglo XIX y sus costumbres quedaron atrás en forma definitiva. Lo mismo pasó con los viejos periódicos decimonónicos de estilo partidista, cuya prosa de corte panfletario fue arrasada por la aparición del telégrafo y la difusión de nuevas formas narrativas como el cable, la entrevista y el reportaje.
La década empezó con un ritmo de fiebre. A todo lo ancho y a todo lo largo del país se construían puentes, carreteras, ferrocarriles, fábricas. Las compañías petroleras de Estados Unidos empezaban a extraer de nuestro suelo miles de barriles de crudo. Aprovechando la desaparición, a causa de la reciente guerra mundial, de las compañías alemanas establecidas en Sautatá y en el golfo de Urabá, las multinacionales bananeras norteamericanas consolidaban su dominio sobre las plantaciones de Ciénaga y otras poblaciones de la costa norte. La navegación por el río Magdalena lograba unir el centro del país con los puertos de la costa atlántica. Las locomotoras de vapor desafiaban las montañas para llevar el café recogido en las haciendas de Antioquia, Caldas y el occidente de Colombia hasta los puertos del río Magdalena y el océano Pacífico. Las principales ciudades lograban comunicarse al instante, por primera vez, gracias al telégrafo sin hilos. Los teléfonos y el alumbrado eléctrico se expandían por las ciudades de la periferia. Estallaban las primeras huelgas obreras. Y los adelantos logrados en la radio preparaban el advenimiento de nuevos medios de comunicación.
Durante esos años felices de la nueva década, el ritmo de fiebre llegó a los periódicos de la mano de un grupo de cronistas y reporteros que provocaron la más grande revolución en el estilo ocurrida en el periodismo de Colombia durante el siglo XX. Ésta fue el reflejo que aparece en la superficie de cambios aún más profundos en la economía, las costumbres, la política y la cultura del país.
Aunque la figura del repórter ya se conocía desde los tiempos de Jerónimo Argáez y su periódico El Telegrama, de 1886, la revolución iniciada en los veinte significó la implantación definitiva del estilo informativo en casi todos los periódicos del país y la adopción de la primera página noticiosa en los diarios. También significó la consolidación de géneros nuevos del periodismo, como la entrevista y el reportaje, que antes de la década se habían dado en forma esporádica en la prensa, y la difusión de un nuevo estilo de crónica moderna, de corte francés, que también alimentó con su estilo narrativo al reportaje y a la entrevista.
Muchos de los protagonistas de estos cambios fueron poetas, periodistas e intelectuales nacidos a fines del siglo XIX y comienzos del XX. En el campo de la crónica, Luis Tejada fue una de las figuras claves de esta generación, de la cual también hicieron parte los poetas Luis Vidales, Rafael Maya, Germán Pardo García y León de Greiff, el caricaturista Ricardo Rendón y los periodistas Alejandro Vallejo, Alberto Lleras y Germán Arciniegas, entre otros. Algunos de ellos fueron conocidos luego con el nombre de generación de Los Nuevos, por oposición a la antigua generación del Centenario, integrada por poetas y periodistas nacidos en la segunda mitad del siglo XIX.
Durante la década que comenzó en 1920, los periodistas más destacados en la introducción de nuevas formas narrativas como la entrevista y el reportaje fueron Guillermo Pérez Sarmiento, Luis Enrique Osorio, Eduardo Castillo, Luis Carlos Sepúlveda y José Antonio Osorio Lizarazo.
Aunque escribió muy pocos reportajes, Tejada también fue fundamental para la consolidación del nuevo estilo narrativo ya que despojó a la crónica de la retórica heredada del siglo XIX. Su pluma aguda, precisa y veloz alivió la prosa narrativa de los periódicos de la pesada carga del pasado que todavía soportaban sobre sus hombros y sus plumas los poetas y periodistas de la generación de Centenario. Tal vez por eso su estilo marcó a los reporteros que se vieron obligados a inventar nuevas formas de narrar que captaran todos los matices del nuevo país que por los años veinte empezaba a salir de su letargo decimonónico y de sus largas guerras civiles.
Otros cronistas como Carlos Villafañe y Joaquín Quijano Mantilla, de estilo más clásico, al igual que Tejada se convirtieron en figuras importantes para la nueva generación.
Los cambios que sufrió Colombia en los años veinte podían entreverse no sólo en los periódicos: también en las tertulias de cafés como el Windsor, que reunían en un mismo sitio de Bogotá a poetas, políticos, negociantes y reporteros. Luis Vidales, uno de los poetas del grupo de Los Nuevos evoca esa historia de este modo: «En aquel ambiente del Windsor, al lado de los hacendados y los negociantes, comenzó a aparecer un nuevo tipo de hombres. Empezaron a ocupar diariamente las mesitas, sin acuerdo previo, sin una reunión anterior por medio de la cual se declarará fundada, con estatutos y reglamento, la nueva generación colombiana. Iban apareciendo allí nuevas caras, trayendo el aporte de su propio mensaje, y sin saberse cómo ni cuándo quedó establecida una nueva generación colombiana, sin mensajes ni manifiesto al país, movida indudablemente por la misma fuerza espontánea que le quitaba al país su cáscara del siglo XIX y lo incorporaba, al transformarlo, en el XX, que llegaba retrasado a Colombia en todos los órdenes».
Hablando sobre las causas del surgimiento de esa nueva generación, Vidales decía: «Indudablemente, algunos factores que nada tenían que ver con la transformación que se operaba en Colombia contribuyeron a aproximarnos unos a otros. Carlos Pellicer, el poeta mexicano, había sido enviado a estudiar en Colombia por la federación de estudiantes de México, en un rasgo de aproximación americanista, que, por supuesto a nosotros se nos hacía insólito, como era lógico que ocurriera en el ambiente de un gobierno conservador que ni siquiera se dio cuenta de la presencia de Pellicer».
«Tejada aún no había llegado a la capital. Allí sellamos amistad con León de Greiff, Rafael Maya y Rafael Jaramillo Arango, que ya tenían obra y habían publicado versos».
«Tejada llegó a Bogotá ya bien avanzados los fenómenos que nos arrojaban por los caminos de una nueva promoción de literatos y artistas, aunque es bueno advertir que de esos profundos hechos no nos dábamos cuenta, y sólo ahora se nos presentan con la claridad que jamás tuvieron para nosotros. Nada sabíamos de la conexión existente entre el palpitar angustioso del mundo de la postguerra y nuestra aparición en la escena colombiana. Aún hoy mismo no ha sido estudiado en qué forma aquel periodo de ansiedad universal vino a perturbar la tranquilidad de muerte de la vida nacional, arremansada en siglos pretéritos. Aún hoy mismo no se han analizado esos resortes ocultos que sacaron al país de su marasmo y lo colocaron desde entonces en una línea de progreso que lo llevó a la transformación política del año 30. Pero nosotros (hoy lo comprendemos) veníamos como nuncios de esos hechos. Fuimos la generación que, a pesar de carecer del idioma político apropiado, vaticinamos con nuestra sola actitud de iconoclasticismo literario la ruina de la hegemonía. Quizás ninguno de nosotros hubiera podido explicar en qué momento los fenómenos de la postguerra nos colocaban ante una tarea que solamente podíamos resolver en el campo estrictamente literario».
Vidales explica así el impacto de los cambios económicos que se presentaron en esta década: «A raíz de la clausura de la guerra, el país adquirió, como otros, una importancia de mercado para el reinicio de la producción industrial de los pueblos avanzados, que necesitaban expandir su radio de acción económica, en previsión de la crisis, que al fin llegó, señalada por vastos sobrantes de mercancías. Fue entonces cuando llegaron, en equipos para ferrocarriles y en instrumentos para carreteras, no menos que en pianolas, en ortofónicas y en toda clase de chucherías, los veinticinco millones de indemnización por Panamá. Fue entonces cuando se abrieron infinidad de bancos y algunas de las principales industrias, especialmente las textiles. El país se puso en marcha. La actividad nacional se multiplicó y se diversificó. El trabajo tomó nuevos cauces e infinidad de labriegos convertidos en peones de carretera y de ferrocarril comenzaron a buscar en las ciudades las oportunidades de absorción de su trabajo, atraídos por los salarios urbanos, y ya para siempre zafados de la órbita del campo que eternamente los había constreñido a salarios de hambre. Los problemas sociales comenzaron a cobrar volumen en el país. La intranquilidad social, las huelgas, iniciaron su labor invisible de socavamiento del viejo angarillaje feudal de la hegemonía. Con todas las dificultades presentadas por las circunstancias; con la inmadurez de nuestros procesos acumulativos; con las limitaciones e interferencias que se quiera, pero allí había ya dos economías en pugna, la una gastada e incapaz en la campiña, y la otra más avanzada, más liberal, en las ciudades y en las obras públicas. Y ese fue, indudablemente, el telón de fondo sobre el cual se proyectó la actividad de nuestra generación, la misma que ahora está llegando al poder».
Uno de los pioneros de la modernización de la prensa colombiana en los años veinte fue el periodista Guillermo Pérez Sarmiento, un joven repórter que había vivido en Estados Unidos y Europa y estaba al tanto de todas las innovaciones puestas en marcha por los grandes diarios metropolitanos del mundo.
Pérez, nacido en 1897, había abandonado los estudios de Derecho, cuando era muy joven, para vincularse al periodismo con la ayuda de su hermano José Manuel, uno de los editores de El Diario Nacional fundado por Olaya Herrera en 1915.
Cuando vivía en Nueva York, Pérez fue contratado por Cromos para escribir crónicas, entrevistas y reportajes sobre temas de actualidad. Así publicó, uno tras otro, relatos magistrales como La ciudad seca, sobre la implantación de la prohibición de la venta de licores en las grandes ciudades norteamericanas; La bomba de Wall Street, sobre un atentado terrorista ocurrido en una céntrica avenida de Manhattan; Vicente Blasco Ibáñez en Nueva York, una entrevista con el reconocido escritor español; y La silla eléctrica, el mejor invento para matar en nombre de la ley, un reportaje con la madre de uno de los primeros condenados a morir por electrocución en los Estados Unidos.
Así escribió Pérez sobre la cárcel de Sin-Sin y la cruel silla eléctrica: «En Sin- Sin es costumbre morir con valor. El edificio, lleno de luces eléctricas, de trampas y cables escondidos, donde vibra la corriente mortal, presenta por las noches un espectáculo hermosísimo. Semeja una colmena de luz. Y los pacíficos patriarcas habitantes de Ossining están acostumbrados de vez en cuando, de diez a once de la noche, a elevar sus oraciones a Dios cuando todas las luces de la prisión se apagan y la enorme mole se confunde con la sombra. Es sólo un momento. Toda la fuerza eléctrica de la cárcel se concentra en la silla, donde en ese momento muere un hombre».
Desde Nueva York, Guillermo Pérez Sarmiento envió además algunos cuentos. En ellos se relataban episodios de la vida de Paco Hermida, un pianista colombiano que se había radicado en Nueva York y trataba de sobrevivir en el ambiente bohemio de la metrópoli. La excelente prosa de Sarmiento también se distinguía enseguida en sus relatos. Uno de ellos empezaba de este modo: «Se llamaba Olga y era el tipo auténtico de la bohemian girl. Tenía la nariz acaso demasiado brusca, aunque graciosa; los labios muy gruesos y la color intensamente pálida, como de iniciada en los paraísos de las drogas».
Años más tarde, Pérez dejó a un lado su vocación literaria y se entregó por completo al periodismo: participó en la fundación del periódico Mundo al Día, en 1924; fundó la primera agencia de noticias colombiana: el Servicio Informativo Nacional (SIN), en 1929; dirigió el semanario Buen Humor y fue gerente y director durante 29 años de la oficina de la agencia de noticias United Press International en Bogotá. También fundó El Repórter Esso, uno de los primeros noticieros de radio del país, y la revista Clarín, un semanario que llegó a tener una circulación de más de 130 mil ejemplares en los años cuarenta y cincuenta. Pérez terminó su carrera como corresponsal de los periódicos Chicago Tribune, de los Estados Unidos, y El Mundo, de Puerto Rico.
Otro de los pioneros del nuevo estilo de Cromos fue el repórter Luis Enrique Osorio, un escritor apasionado por el teatro que además era editor de La Novela Semanal, una revista que difundía folletines y novelas de autores extranjeros traducidas al español.
Osorio fue, junto con Eduardo Castillo, el inventor de la entrevista en Colombia, y a este género consagró sus esfuerzos desde que empezó a publicar sus primeros perfiles y entrevistas en Cromos, en 1922.
Una de ellas la escribió en Panamá, cuando encontró en esa ciudad al poeta Julio Flórez. El relato empezaba así: «Ya no tiene bigote, se ve igual de joven, como si no le hubiese pasado el tiempo. Hablamos de versos, de publicaciones, de su vida y su satisfacción con ella (…) De pronto, una voz femenina llama desde el balcón vecino. Cuando nos asomamos, vemos una linda latina de doce años que pronto será poetisa, aunque Julio se ría».
Esta clase de entradas narrativas en un relato dominado por el diálogo, hasta la aparición de las entrevistas de Osorio y Castillo, eran muy escasas en el periodismo colombiano. Hasta ese momento, el único género parecido eran las interviews, que sólo se limitaban a registrar el diálogo en preguntas y respuestas, sin agregar párrafos narrativos o descriptivos, con detalles del ambiente y peripecias ocurridas durante la entrevista.
Osorio, quien ya era un escritor consumado de obras teatrales, estaba obsesionado por crear un nuevo relato periodístico basado en el método narrativo de las escenas. Estas, sumadas al registro completo del diálogo, pensaba él, podrían dar al lector una idea completa del personaje entrevistado. Sobre éstas y otras inquietudes suyas versó el diálogo que sostuvo en Buenos Aires con el famoso periodista uruguayo Juan José Soiza Reilly, un célebre escritor de interviews que también había sido corresponsal de guerra en Europa en 1914. Osorio habló con Reilly, sin pedir cita previa ni hacerse anunciar, en mitad de la redacción de la revista Caras y Caretas, que se publicaba en Buenos Aires.
De acuerdo con el texto de Osorio, publicado en la sección «Grandes de América», Juan José Soiza había sido el primer periodista literario que había introducido la entrevista como nuevo género en la prensa argentina, en 1904. «Yo me propuse, en efecto, fundar una entrevista amena, que fuera, no como un estudio metódico de cualquier celebridad, sino algo así como una pintura. No me concreto por tanto a sus palabras, sino al ambiente que la rodea», dice Soiza, al responder a una pregunta del repórter colombiano.
Luego, Osorio añade: «Puse en práctica la regla y observé todo lo que había en nuestro alrededor: un foco cubierto por pantalla verde, que reducía su luz amarillenta sobre las cuartillas; en el centro de la habitación una araña apagada. Contra las paredes, estantes de libros».
A lo largo del relato, los dos periodistas comparten sus puntos de vista sobre el nuevo género. Soiza dice que muchos lo critican porque no transmite taquigráficamente las palabras de los entrevistados. «Pero yo lo que me propongo dar, agrega, es la impresión del conjunto. Si usted ve de cerca un cuadro al óleo, al pretender analizarle el ojo, ¿qué descubre? Un borrón, una raya. Se retira usted un poco, y entonces halla una mirada expresiva… Eso es lo que yo me propongo: retratar… Y como retrato fielmente, ya comprenderá usted cuántas iras se desencadenan contra mí… Aquí se me dice de todo. Tal cosa, sin embargo, me facilita el trabajo; porque me irrito, y entonces escribo más y mejor».
En el resto de la historia, por medio del diálogo, Osorio cuenta la vida de Soiza Reilly, quien emigró de Uruguay, y desde los ochos años empezó a trabajar como «gorrión» en la prensa de Buenos Aires, vendiendo periódicos.
En su conversación, Osorio y Soiza no mencionan la palabra «reportaje». Sin embargo, ese era el nuevo género del que estaban hablando. Aún no se había popularizado con ese nombre en la prensa latinoamericana, pero las entrevistas que agregaban al diálogo «la impresión de conjunto», introduciendo detalles del ambiente y retratando al personaje en su entorno, estaban creando entre nosotros el reportaje moderno.
Osorio escribió durante varios años en Cromos entrevistas que, poco a poco, se fueron convirtiendo en reportajes. Algunas de las más importantes son las de la serie «Grandes de América». En ella incluyó reportajes con José Vasconcelos, José Ingenieros, Leopoldo Lugones, el general Pedro Nel Ospina, el poeta Guillermo Valencia, el escritor Miguel de Unamuno y el general Benjamín Herrera, el último caudillo liberal que sobrevivió después de la Guerra de los Mil Días.
El estilo de Osorio era punzante. Así empezó a narrar, por ejemplo, su encuentro con el General: «El General Herrera tiene algo de tigre; se halla agazapado en el edificio colonial del Hotel Franklin con cierto aire de grandeza aparentemente adormilada, pero en constante acecho… Las palabras le resbalan muy lentamente por sus mostachos grises caídos sobre la boca, hasta confundirse con la perilla… Los ojos negros y pequeños se humedecen bajo la frente despejada. Su voz pretende ser humilde y acariciadora. Las frases salen poco a poco, después de ser muy pensadas, haciendo una despaciosa arquitectura».
Cuando entrevistó al escritor Miguel de Unamuno en 1925, en París, Osorio escribió: «habita una pulcra pensión de familia de la Rue La Perousse, una pieza pequeña de forastero, como la de cualquier estudiante, decorada muy al gusto de París. Unamuno está allí como un óleo genial que careciera de marco y ambiente; como estaría el Moisés de Miguel Ángel en el compartimiento de un ferrocarril».
En los años treinta, Osorio abandonó el periodismo y se entregó de lleno al teatro, que era su verdadera vocación: fundó la Compañía Dramática Colombiana, la Escuela de Arte Dramático y la Compañía Bogotana de Comedias. También participó en la construcción del Teatro La Comedia, en Bogotá. Después viajó por Europa presentando obras del teatro colombiano en distintos escenarios.
Otra figura importante en la redacción de Cromos fue el poeta Eduardo Castillo, quien muy pronto se hizo célebre entre los lectores con el seudónimo de «El Caballero Duende». Castillo inició su carrera de periodista desde que apareció la revista, en 1916, y junto con Luis Enrique Osorio fue uno de los primeros repórters que trató de introducir en la entrevista la descripción de los rasgos psicológicos y físicos de los personajes, la pintura de los ambientes y los detalles de los hechos que se presentaban en medio del diálogo.
Leyendo sus relatos, los lectores respiraban el humo del cigarrillo que fumaba su personaje y tenían la sensación de estar en su casa y estrechar su mano: «Sobre una cómoda que hay en la habitación, y colocado en un jarrón de cristal, se ve un estupendo ramo de rosas rojas, blancas, delicadamente azufradas. El joven cantante las contempla embelesado con su frescura húmeda, fragante, en que está todo el encanto de nuestros jardines. Y, con palabras fervorosas, de artista, se pone a hacer un elogio de estas bellas flores. Su rostro se aclara súbitamente. Sonríe». Así describe Castillo, por ejemplo, la habitación del hotel de Bogotá donde entrevistó por última vez al cantante de tangos Carlos Gardel.
Tres años antes, El Caballero Duende describía así las manos de la famosa declamadora Berta Singerman: «Mi quiromanía inveterada me hace fijarme, ante todo, al acercarme a Berta Singerman, en las manos de la grande artista. ¿Hay algo que revele más un temperamento y una sensibilidad que las manos? Las de Berta son pálidas, hostiáricas, del más puro tipo aristocrático. Y en la punta de los dedos fuselados, las uñas cintilan como diez rubíes sangrientos, como diez gemas talismánicas».
Castillo escribió además muchas reseñas de libros, crónicas, evocaciones y notas necrológicas. También firmó durante varios años la columna «Tinta perdida» y ocupó su pluma en célebres debates públicos, como el que sostuvo con el escritor José Eustasio Rivera, a raíz de unas declaraciones del novelista sobre la literatura colombiana, publicadas en un periódico de Lima. Sin embargo, fueron sus reportajes y sus entrevistas las que lo hicieron famoso entre periodistas y lectores de su época. Con ellos introdujo en el periodismo colombiano, junto con Osorio, una nueva voz narrativa que se adentraba en los personajes, que no tenía miedo al uso del yo, que se dejaba cautivar por el entrevistado a medida que transcurría el diálogo.
A pesar de que era uno de los miembros de la generación del Centenario, Castillo estaba alejado por completo de la ampulosidad de casi todos sus escritores y era un observador implacable. Por eso sus relatos estaban llenos de informaciones, datos concretos, antecedentes, balances, observaciones y reconstrucciones.
Según cuentan varios amigos, el célebre Caballero Duende pasó los últimos años de su vida soltero y en completa soledad, dedicado a aspirar los sabores y los sinsabores del opio con la única compañía de un ratón morfinómano y una paloma. Su excelente obra poética fue reunida en el libro El árbol que canta, que con el paso del tiempo se convirtió en uno de los clásicos de la poesía colombiana.
Dos figuras más, ambos escritores, fueron decisivas en la renovación del estilo periodístico provocada por la aparición de la revista Cromos. La primera de ellas es el poeta y reportero Luis Carlos Sepúlveda. La segunda figura es el escritor José Antonio Osorio Lizarazo, quien con el tiempo se convirtió en el novelista más importante de su país, después de Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera.
Luis Carlos Sepúlveda, el más olvidado de los dos, había nacido en un pueblo perdido en las montañas de Antioquia y tenía cara de hombre triste: frente ancha, nariz filuda y ojos rasgados.
Parecía descendiente de hindúes. Quería ser escritor. Hablaba con las actrices de películas mudas de Hollywood como se habla con la vecina de enfrente. Se hacía tomar fotos a su lado.
Entrevistó a Edison, para el periódico Mundo al Día, y a Chesterton y a Pirandello para Cromos. Era notoria su debilidad por las poetisas españolas de cara triste, como la suya. Vestía trajes a la medida y calzaba zapatos italianos hechos a mano, como cualquier capo italiano de tiempos de la Prohibición. Hablaba cada semana con los escritores de habla hispana más vendidos en el mundo. Era corresponsal de las dos publicaciones más importantes de Colombia en los años veinte. Estaba escribiendo un libro de versos.
Fue una especie de Nuevo, solitario, a quien alguna historia oscura lo obligó a vivir en Nueva York.
Sepúlveda empezó su carrera de periodista en 1923, cuando después de viajar durante varios años por Estados Unidos, México y Centroamérica, y oír hablar a mucha gente de la obra del poeta Luis Carlos López, fue hasta Cartagena para tratar de entrevistarlo. El poeta huyó del lugar donde se habían dado cita cuando se enteró de que Sepúlveda era reportero y pensaba escribir sobre él. A pesar de su fracaso como reportero, Sepúlveda envió un relato a Cromos en el que narraba la experiencia y éste apareció publicado en la última edición de enero de ese año.
El reportero, finalmente, pudo hablar con el poeta y compartir sus bromas de niño. Cuando el periodista iba a dejar a Cartagena para viajar de nuevo a los Estados Unidos, López le obsequió un retrato autografiado.
A partir de 1927, Sepúlveda se convirtió en uno de los reporteros más leídos de Cromos después de la aparición de sus excelentes crónicas, sus entrevistas y sus reportajes, gracias a su vinculación a la revista como corresponsal en Nueva York.
En sus relatos. Sepúlveda retrataba con exactitud a sus personajes y hacía gala de un estilo cultivado que con los años fue perfeccionando. De este modo pasaron por su pluma figuras como el escritor inglés Chesterton, el inventor norteamericano Edison, el escritor español Blasco Ibáñez, el poeta hindú Rabindranath Tagore y la actriz de cine Gloria Swason.
Una muestra de su estilo puede verse en los párrafos de entrada que escribió para un reportaje sobre el entonces famoso y adinerado novelista Blasco Ibáñez, después de una gira por México: «Alto, gordo, pesado, con la apariencia de un afortunado negociante en fincas raíces, Vicente Blasco Ibáñez me abrió la puerta de su habitación en el hotel de segunda categoría que ocupaba en Nueva York (…) Blasco Ibáñez, el hombre del momento, era como cualquier otro mortal. Lo acompañaba un individuo de pequeña estatura, aspecto delicado y rostro extraordinariamente pálido. Blasco lo llamaba “General”, e inmediatamente me hizo la presentación. Aquel individuo pequeño, de rostro pálido y aspecto delicado, era nada menos que el General Francisco Mújica, el revolucionario mejicano que se hiciera célebre por haber hecho fusilar a sesenta y cinco personas cinco minutos después de haberse tomado una plaza enemiga. Aquel mismo día Mújica se auto ascendió a General».
Con sus historias, en las que priman los detalles del ambiente y los rasgos de los personajes dibujados con una prosa delicada, fina, irónica, de alta factura literaria, Sepúlveda se convirtió en otro de los pioneros del reportaje en Colombia.
El joven escritor falleció en forma temprana en Roma, en 1933, después de escribir varios reportajes y crónicas sobre la costa azul, Mahatma Gandhi y La Galería de Milán.
Su última entrevista publicada en Cromos fue la que hizo con el escritor Luigi Pirandello. A pesar del anuncio de la publicación inminente de sus entrevistas recogidas en un libro, Just as they are («Tal como ellos son»), este libro jamás circuló en Colombia ni fue traducido. Sus versos, apenas conocidos por unos pocos amigos, se editaron, sin pena ni gloria, en Nueva York, con el título de Instantáneas neoyorkinas y fueron relegados al olvido.
Él mismo anunció en las páginas de Cromos su aparición inminente con estas palabras: «A lo largo de 31 años he resistido con una heroicidad de paraguayo a los imperativos ancestrales de mi colombianismo, absteniéndome de hacer versos, o por lo menos, de publicarlos. Pero ya no puedo más. iNo puedo más! Todos los siglos de tradición colectiva fueron más fuertes que mi resistencia aislada, y he sucumbido. El primero de diciembre próximo aparecerá en las librerías del continente mi primer tomo de versos que ni siquiera tienen la defensa de que los llame los poemas de mi adolescencia. iNo! Se llaman, como estas crónicas, Instantáneas Neoyorkinas, y son eso, visiones de la gran ciudad puestas en líneas cortas y con consonantes en las puntas».
José Antonio Osorio Lizarazo, el último gran reportero de los años veinte, corrió mejor suerte que Luis Carlos Sepúlveda, durante algún tiempo, gracias a que murió a una edad más avanzada, y al hecho de que publicó en Colombia varios libros de cuentos, de ensayos y novelas que lo dieron a conocer entre los lectores de su país desde 1930.
Osorio Lizarazo nació en el popular barrio Las Nieves, de Bogotá, en 1900. Su padre fue un carpintero pobre que luchó para educar a su hijo en los mejores colegios de la ciudad. Esa es la razón por la cual éste se pudo graduar a los dieciséis años en el Colegio de San Bartolomé. A pesar del deseo de sus padres de que continuara estudiando una carrera universitaria, el muchacho decidió fugarse de la casa. De este modo fue a parar a una mina de oro situada en Caldas, donde trabajó un tiempo como vigilante y administrador de la despensa. Luego, viajó a Marmato y buscó un nuevo empleo con los mineros negros que explotaban las famosas minas de oro de esa región. Allí fue herido a machetazos en una pierna, lo que lo obligó a regresar a Bogotá. El viaje tuvo que hacerlo a pie y cuando llegó, la herida estaba a punto de gangrenarse, por lo cual los médicos se mostraron partidarios de amputar la pierna. Sin embargo, al final, lograron salvarla. Esto hizo que el joven escritor empezara a cojear y lo siguiera haciendo por el resto de sus días.
Cuando se recuperó, Osorio Lizarazo regresó a Caldas y trabajó en una finca cafetera en cercanías del Volcán del Ruiz. Luego, en Manizales, inició su carrera de periodista con un artículo sobre la campaña del general liberal Benjamín Herrera, el cual le valió que un periódico liberal de la ciudad lo contratara como editorialista.
A raíz del éxito alcanzado con los editoriales, Osorio decidió fundar un periódico en la misma ciudad. Este fracasó y su dueño tuvo que regresar a Bogotá. En la capital, el poeta Delio Seraville, amigo de Osorio, acababa de fundar un diario gráfico, llamado Mundo al Día, que muy pronto lo tuvo entre sus colaboradores. En ese periódico, Osorio Lizarazo publicó sus primeras crónicas y en 1926 las reunió en un libro que se imprimió con el título de La cara de la miseria.
En 1929, Osorio viajó a la costa atlántica y a Panamá. Allí empezó a trabajar como corresponsal de Mundo al Día y como reportero de la agencia de noticias SIN, Servicio Informativo Nacional, fundada ese año por su colega Guillermo Pérez Sarmiento.
Trabajando para esa agencia, en 1929, escribió uno de los reportajes más extraordinarios de la década: «Conversando con Esteban Huertas». Esta pieza maestra de ironía y belleza fue publicada en la revista Cromos en abril de 1929. El tristemente célebre general Huertas era uno de los protagonistas de la Guerra de los Mil Días y había sido el hombre clave en la dolorosa historia de la separación de Panamá, en 1903.
«El parque Santa Ana en la hora cálida del anochecer. En las bancas, paseantes de todos los países del globo, que se airean el rostro con los sombreros. En el centro, cuatro bustos de Libertadores de la República, con la clásica leyenda en sus pedestales: «La patria agradecida». A mi lado, Esteban Huertas. Ambula conmigo a lo largo de la Avenida Central. Las vitrinas de los indostanes y de los chinos nos ofrecen con ineficacia su inútil bisutería: pipas y bibelots de marfil, sedas, perfumes falsificados. El ruido de las ciudades se desencadena sobre nuestros oídos. Ese ruido, más multiforme aquí que en ninguna parte: autos, coches del siglo pasado, camiones, tranvías y la babilónica algarabía de marinos yanquis, filipinos, españoles, franceses, que invaden la calle y procuran interpretar los gestos ambiguos de los chinos de ojos adormilados.
«Estoy frega’o», dice el general Huertas. «Todo el mundo me saluda. ¡Soy tan conocido! ¡Si pudiera cambiarme de cabeza! Es una barbaridá’».
Así empieza el reportaje con Huertas, un relato escrito con un estilo limpio, reposado, preciso, inteligente, y a la vez lleno de ironía y color. En él se hace un retrato hondo del caudillo conservador colombiano, quien trata de mostrarse ante el reportero como un ídolo de su pueblo, a pesar de que ya no es más que un anciano que va por las calles de Ciudad de Panamá como cualquier transeúnte anónimo, veinticinco años después de haberse prestado como un títere para ocultar las maniobras sucias del gobierno americano que concluyeron con la separación de Colombia y Panamá.
El relato de Osorio Lizarazo pone en juego todas las innovaciones introducidas en las entrevistas y en los reportajes por Pérez Sarmiento, Luis Enrique Osorio, Luis Carlos Sepúlveda y Eduardo Castillo, y supera con creces el estilo de todos ellos. En esto juega un papel definitivo el largo aprendizaje literario emprendido por Osorio desde su adolescencia, y que iba a ser apreciado por sus lectores, años más tarde, con la publicación de sus novelas La casa de vecindad, El criminal y La cosecha. Todas ellas fueron escritas en Barranquilla, a partir de su regreso al país, en 1929, durante sus años de trabajo en el periódico La Prensa. Por esa época, el puerto colombiano sobre el Caribe se había convertido en un gran centro de cultura alrededor de las figuras del periodista Clemente Manuel Zabala y el escritor José Félix Fuenmayor, a quienes se sumó, luego de su regreso de Europa, el escritor catalán Ramón Vinyes. Con todos ellos, Osorio Lizarazo trabó amistad. Ese mismo grupo, ya sin la presencia de Osorio, iba a ser definitivo en la formación del escritor Gabriel García Márquez, después de 1948.
El reportaje con Huertas es una pieza madura, un producto acabado del nuevo estilo introducido por el narrador anónimo de El 10 de febrero, el libro sobre el atentado al general Rafael Reyes en Barrocolorado (una de las más tempranas y deslumbrantes muestras de reportaje en Colombia): por los cronistas que relataron el asesinato del general Uribe Uribe; por el poeta Porfirio Barba Jacob en su testimonio sobre el terremoto de San Salvador (una novela que al mismo tiempo es un reportaje); y por los reporteros de Cromos, desde 1916.
A fines de la década del treinta, Osorio Lizarazo regresó a Bogotá, después de fracasar en su intento de crear un nuevo periódico en Barranquilla y de publicar dos novelas más: Hombres sin presente y Garabato. Entonces empezó a trabajar como empleado público en la Contraloría y en varios ministerios y empezó a colaborar ocasionalmente con el diario El Tiempo y con las revistas Cromos y sábado. Durante un tiempo aceptó dirigir El Diario Nacional, el periódico de Olaya Herrera, donde escribió más de cien editoriales que luego fueron recopilados en el libro Liberalismo, partido revolucionario. También participó en la fundación del periódico Jornada, vocero del movimiento liberal que encabezaba el caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán.
En El Tiempo, Osorio publicó artículos y crónicas. En la revista sábado, en cambio, publicó una serie de semblanzas admirables de guerrilleros liberales que combatieron con las tropas del gobierno, durante la Guerra de los Mil Días. Además, escribió una novela, El hombre bajo la tierra, y algunos perfiles de bandoleros famosos de Santander, en momentos en que empezaban a presentarse los primeros choques entre liberales y conservadores que luego se extendieron a todo el país después del asesinato de Gaitán, el 9 de abril de 1948.
Ese día, Osorio Lizarazo fue testigo del levantamiento popular provocado por la muerte del líder liberal. En 1952, recogió las imágenes de los saqueos y los incendios provocados por las multitudes en su novela Los días del odio, que es considerada por los críticos su obra maestra.
Osorio pasó los últimos años de su vida viajando por diferentes países de América Latina, unas veces con cargos diplomáticos y otras trabajando como periodista.
En uno de sus viajes fue a parar a República Dominicana, donde fue contratado por el dictador Leónidas Trujillo para escribir una apología de su gobierno, la cual se publicó con el título de La isla iluminada. El extraño viraje político del escritor —que se había formado en su juventud en la izquierda liberal, muy cercana a las ideas socialistas— se completó con la publicación de otro libro escrito por contrato: el bacilo de Marx, un alegato contra la «infiltración comunista» en América Latina.
Su último libro periodístico, Colombia, donde los Andes se disuelven, fue publicado en Chile, en 1957, durante su estadía en los países del cono sur.
José Antonio Osorio Lizarazo regresó a Colombia en 1960. En 1962, recibió el Premio Nacional de Novela que otorgaba la empresa petrolera Esso, por su última novela, El camino en la sombra. Luego murió en 1963.
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