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Pornoelitismo: dos o tres cosas sobre Un poeta

4 de octubre de 2025 - 12:59 pm
Frente a la tradición de cineastas de clase media alta que explotan la figura del artista desde la superioridad y el cinismo, la película de Simón Mesa Soto utiliza la comedia para comprender el error más allá de las imágenes fatalistas y facilistas.
Fotogramas de Óscar Restrepo, interpretado por Ubeimar Ríos, en
Fotogramas de Óscar Restrepo, interpretado por Ubeimar Ríos, en <Un poeta (2025), de Simón Mesa Soto.

Pornoelitismo: dos o tres cosas sobre Un poeta

4 de octubre de 2025
Frente a la tradición de cineastas de clase media alta que explotan la figura del artista desde la superioridad y el cinismo, la película de Simón Mesa Soto utiliza la comedia para comprender el error más allá de las imágenes fatalistas y facilistas.

El artista

Hace casi una década, Lucrecia Martel diagnosticaba una perversión endémica del cine contemporáneo: «El cine padece un mal, está en manos de una sola clase social. A lo largo y a lo redondo del globo, está en manos de la clase media alta. Aun con el abaratamiento de la tecnología, sigue siendo una deficiencia que deviene en una homogeneidad bastante evidente».

La directora argentina señalaba algo crucial sobre la representación: existen una cantidad de reiteraciones al representar las clases sociales, sobre todo las populares, desde un lugar muy enajenado y poco autocrítico, desde la culpabilidad o la redención. Martel sumaba esto a su respuesta:  «Y después, cuando representamos a la propia clase, con mucha indulgencia, se recurre a “el artista”, como si este hecho salvara a los personajes de las maldades propias del humano».

En Argentina, esta recurrencia a «el artista» ha sido explotada sistemáticamente por el trío conformado por el guionista Andrés Duprat junto a los directores Gastón Duprat y Mariano Cohn. Desde hace casi dos décadas, este exitoso equipo ha creado una verdadera maquila cinematográfica para explotar el arte y sus descontentos. Su filmografía es extensa y comprende un arco creativo que pasó de ser novedad a un fatigado ejercicio del cliché: filmes como El artista (2008), El hombre de al lado (2009), El ciudadano ilustre (que representó a Argentina en los premios Oscar) y Mi obra maestra lograron ser primicias, pero, gradualmente, la seriedad del humor se tornó solemnidad y se dedicaron a producir falsos originales bajo un molde predecible de gags recurrentes. Pruebas del desgaste de esta rutina cinematográfica son Competencia oficial, el reciente éxito de taquilla Homo Argentum y la serie Bellas Artes, comisionada para Disney.

Una constante atraviesa casi toda esta obra: burlarse de la fauna del arte y de la corrupción política que la circunda, y pretender hacer una sátira social que promete no dejar títere con cabeza. Sin embargo, como señala Diego Lerer en su crítica a la serie de Disney, el problema no es la sátira en sí, sino hacia dónde apunta.

En Bellas Artes no hay sutilezas ni ambigüedades. Salvo las burlas a una ministra y la mordacidad de una sesión de coaching ontológico empresarial, ningún dardo se dispara hacia arriba. No aparecen en detalle los patrocinadores que lavan su imagen con filantropía cultural, ni los coleccionistas multimillonarios que especulan con el arte contemporáneo en subastas y comités de adquisición, ni sus parejas con «fundaciones» que reciben subsidios y se eximen de pagar impuestos disfrazando fortunas detrás de la cortina de la función de beneficencia y, en últimas, de ignorancia. Esto apenas se vislumbra en Bellas Artes y pasa por debajo del radar del guion.

Casi todos los tiros son para abajo. Como señala el crítico Lerer: «No alcanza con hablar de misantropía sino de algo que se acerca bastante a la maldad. No porque no puedan existir artistas chantas, pretenciosos o falsos, sino por elegir como responsables de eso a los más desprotegidos, a las minorías y a los jóvenes».

Bellas Artes explota a un sector del público reaccionario que se siente interpelado por el tipo de protagonistas que escogen como vehículo para sus parodias: «hombres blancos heterosexuales» enojados, gruñones, miserables, que creen que todos los males del mundo los causan las mujeres, los empleados, los marginados, los pobres, los inmigrantes y los artistas pretenciosos. Esta visión coincide con la de una larga serie de sociópatas y patriarcas que hoy dirigen varios países del mundo o quieren volver al poder bajo una persona interpuesta.

Un dato no menor: el guionista Andrés Duprat es el director del Museo Nacional de Bellas Artes y tiene una larga carrera museal, pero esta experiencia sólo parece servirle de cantera para extraer material bajo una ironía circular que, como serpiente, se muerde la propia cola. Ya lo decía Max Horkheimer: «el cinismo bien informado no es más que otro modo de conformismo».

La prueba de esta resignación es la coincidencia entre algunos postulados de la serie y las tesis que propugna la «guerra cultural» convocada por el gobierno de Milei.

En el campo del cine argentino esto ha sido evidente en el desmonte gradual del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), bajo un recorte feroz que ha paralizado la industria cinematográfica local en apenas año y medio de gestión: no aprobó ninguna película de ficción, suspendió indefinidamente el sistema de «ventanilla continua» que permitía presentar proyectos, disolvió el Comité de Preclasificación que evaluaba la viabilidad de los proyectos, redujo la cuota de pantalla que garantizaba la exhibición del cine nacional y eliminó subsidios para festivales y apoyo institucional. El 60 % de los actores tuvo que buscar trabajos ajenos a su profesión para sobrevivir, mientras el INCAA sigue recaudando fondos de la industria que, por ley, deben destinarse al fomento del cine, pero que permanecen sin ser utilizados.

La consecuente pérdida de identidad cultural y el control del acervo nacional dejan la producción audiovisual argentina en manos de las grandes empresas que se benefician de este embate: Netflix y Disney. Una vez sometida la imaginación, el resto del control, desde los cuerpos hasta las riquezas de un territorio, es dominio por extensión.

La respuesta pública del exitoso trío emblemático del cine argentino al desmonte del INCAA ha sido apocada: Mariano Cohn y Gastón Duprat emitieron críticas centradas en los problemas estructurales, en la burocracia y la «dependencia zombie» que generaron los subsidios, mientras que Andrés Duprat —aún activo en su rol museal— ha preferido no pronunciarse públicamente. «Es difícil conseguir que una persona entienda algo cuando su salario depende de que no lo entienda», decía Upton Sinclair.

Lerer concluye así su crítica: «Series como esta parecen, a su modo, abogar también por el cierre de los museos (…), de los fondos que apoyan a las artes (…) y de cualquier institución de ese tipo que, según ellos, haya sido cooptada por el “marxismo cultural”, la “cultura de la cancelación”, empleados que no trabajan y funcionarios demasiado temerosos de quedar en la mira de la opinión pública». La serie tiene una solución para esto, y con eso cierra un capítulo de esta historia: tratar de estúpidos también a los que van a los museos. «Nadie se salva acá. Ni los espectadores».

Fotograma de Un poeta (2025), de Simón Mesa Soto.

Un poeta

Frente a la tradición de cineastas de clase media alta que explotan la figura del artista desde la superioridad y el cinismo emerge Un poeta (2022), del colombiano Simón Mesa Soto. 

Si en Argentina este proceso de «pornoelitismo» cumple ya casi dos décadas, ahora, con el marcado aumento de la producción nacional, es previsible una oleada de películas autorreferenciales y cosmopolitas que transiten por el diagnóstico señalado por Lucrecia Martel sobre el tratamiento cinematográfico por la vía purgativa de «el artista».

Sin embargo, Mesa y su equipo actoral y de rodaje esquivan ese trajinado camino. Un poeta se desvía apenas un grado de ese derrotero y, a medida que avanza, transita hacia un terreno radicalmente distinto. Aquí, la comedia —en vez de destruir a los personajes, rociarlos con la gasolina de la risa y entregarlos a la hoguera de la sátira para el disfrute de las masas— se convierte en un recurso para abrir la puerta trasera de la mente y depositar ahí otros mensajes.

«Esta es mi película más personal. El poeta también soy yo. Hay mucho de mis frustraciones como escritor, de los años intentando hacer cine en Colombia», confiesa Mesa. La película nace de un momento de crisis existencial: «Pensé en dejar de filmar hace unos años, cuando terminé mi primera película. Al llegar a los treinta, me encontré en un punto donde sentía que tenía que alcanzar la estabilidad económica que el cine no me estaba dando».

Mesa se proyectó dos décadas hacia el futuro: «¿Quién sería si dejaba atrás la locura de hacer cine? El peor escenario que visualicé era convertirme en uno de esos profesores que quizás tuvieron algún destello de genio en su juventud, pero ahora son solo viejos frustrados viviendo de sus memorias. Ahí fue cuando decidí que debía hacer una película sobre la peor versión de mí mismo en unos años, como forma de evitar convertirme en eso».

A diferencia de ese amplio bestiario donde la mirada sobre el artista es externa, despectiva y punitiva, Mesa observa desde dentro: «Quería retratar lo que soy, la estética de la fealdad, de lo que no se señala. Allí abracé el error».

La elección de filmar en Super 16mm no fue meramente estética, sino profundamente personal: «En este oficio no se sabe cuál va a ser la última película porque es muy complejo, toma tiempo, tal vez no haya energía para una próxima. Yo decía: si esta va a ser mi última película, la voy a hacer como quiero hacerla».

En la proyección en salas se puede apreciar cómo los bordes del encuadre se ven sucios por gracia del marco irregular de la cámara, pero esa rusticidad es la huella digital única de cada aparato y cada toma fílmica. Lo que podía parecer al comienzo un filtro vintage propio de Instagram pronto revela su razón de ser en la química que este modo de filmar imprimió al rodaje.

El uso de celuloide sirvió para múltiples propósitos: «Como este poeta vive un poco del pasado, de esos libros que escribió cuando tenía veinte años —hace treinta años—, como que todavía está por allá en los ochenta o los noventa, entonces queríamos crear una estética que representara un documental sobre poetas del pasado».

En el proceso había más de alquimia que de romanticismo: «Hay una magia en filmar en cine, en el rodaje, porque sabemos que hay muy poco material, muy poco tiempo para rodar, muy pocas tomas. Con el digital puedes filmar todo lo que quieras y nunca parar. Pero con el fílmico estábamos muy concentrados en lo que había que filmar. Eso crea una armonía de trabajo que es muy bonita. Ver una cámara, escucharla, era muy bello».

Mesa Soto rodó un promedio de dos o tres tomas por plano. La meta era que los actores llegaran al rodaje con un entendimiento profundo de su personaje. «Mi intención era que todos disfrutáramos el proceso. Fue muy divertido. El hecho de que fuera una comedia ayudó».

No solo es divertido. Filmar en cine también es angustioso: hay que enviar a revelar, algo puede pasar en el camino, no se ve el resultado final hasta semanas después, y cuando una escena o una toma no funciona, hay que eliminar un plano o ajustar una secuencia para rodar al día siguiente. Esto impone sobre el equipo una presión casi coreográfica para prever cualquier fallo y aceptar el azar.

Este ambiente concentrado tiene un efecto particular sobre las actuaciones: se vuelven más intensas, desquiciadas, hipnóticas. Hay personajes. Esta búsqueda radical es importante en una época donde los hábitos de la gran pantalla educan bajo estereotipos sensibleros importados por una poderosa cadena distribuidora y cuando la educación de las pequeñas pantallas de las redes sociales está centrada en el individualismo de influencers y opinadores.

Fotogramas de Óscar Restrepo, interpretado por Ubeimar Ríos, en

Comprender

En su primer tercio, Un poeta salta desde su propia sombra y le escupe al viento. Simón Mesa encontró en Ubeimar Muñoz a su alter ego. En el casting apareció este profesor de filosofía de secundaria que, sin ser actor profesional, organiza un festival de poesía y lidera una banda de hard rock llamada Poyesis (poesía con rock). «Un amigo me envió el perfil de Facebook de su tío y me dijo: “este es tu poeta”. Mi primera impresión fue que era demasiado particular, demasiado cómico. Fui a su casa para una prueba rápida. Su forma de hablar, de moverse y su personalidad me impresionaron de inmediato, y le entregué el personaje por completo. Él cambió a Óscar, lo hizo suyo. Lo hizo más entrañable».

Pero no solo más entrañable: entre todos lo volvieron más feo, más grotesco, más exagerado, más ambiguo, como corresponde a la naturaleza del arte. En la dirección de arte le subieron el pantalón saltacharcos con un cinturón apretado a la altura del ombligo, le acentuaron el gesto adelantado de la quijada con su barba peliaguda, lo hicieron más enjuto, encorvado, sin cuello. Se rodaron múltiples tomas en las que el paisaje de su rostro ocupa toda la pantalla, obligándonos a soportar un primer plano como si acercáramos demasiado la nariz a un cuadro de Débora Arango. Un golpe directo a los hábitos quirúrgicos de la mirada que contrasta con la estética del glamour. Incomoda, por ejemplo, a quienes sufren porque el presidente de Colombia tenga una cara como la de Gustavo Petro.

Ese ejercicio consensuado de feísmo dialoga con la pobreza arquitectónica de Medellín —y de todas nuestras ciudades—: lo roto, lo mal hecho, lo ajustado a la brava; el plato nacional de la salchipapa hecho en cemento y ladrillo de bloque, las casas y subcasas pequeñas y recovecudas de donde brota gente y niños por todos lados, a las que se accede entre rejas, puertas y más rejas, con escaleritas improvisadas por maestros bizarros que reproducen, a escala barrial, las cárceles de Piranesi y las escaleras imposibles de Escher.

A ello se suma lo feo del mundo del arte en el segundo tercio: la sensibilidad, la vocación y la ilustración estética no nos eximen de ser malas personas. Una casa de poesía que pudo haber tenido un comienzo épico, organizando eventos significativos gestionados con más ganas que recursos, termina convertida en un pequeño fortín burocrático para algunos de sus fundadores, dispuestos a perpetuarse como institución y seguir como máximos sacerdotes de la rutina, repetidores del discurso de la paz y maestros del comunicado para lavarse las manos. Una comunidad de gente propensa al autoelogio en público y a la lengua viperina que se suelta con las libaciones en lo privado, machitos que andan de «pipí cogido» (en la versión original de Un poeta que fue enviada a festivales hay una toma donde vemos el plano del orinal de un baño y a dos pequeños miembros masculinos que se presentan encorvados ante la cámara).

Un poeta expone la vida social de la cultura bajo el sistema de la explotación sistemática de versos, eventos, poetas emergentes y poesía editada para recibir el apoyo de embajadas. Una versión de Agarrando pueblo de Luis Ospina y Carlos Mayolo, pero en clave intelectual y bajo un manifiesto que alterna pornomiseria con pornoelitismo. 

En una entrevista le preguntaron a Hannah Arendt por la importancia de su influencia en los demás. Ella respondió: «Usted pregunta por el efecto que tiene mi trabajo en los demás. Si me permite hablar con ironía, es una pregunta masculina. Los hombres siempre quieren ser influyentes. Yo lo veo en cierto modo como un espectador. ¿Me considero influyente? No. Quiero comprender».

Y eso de comprender lo entiende muy bien el último tercio de la película, cuando la cámara abandona al poeta. La película ya no es de él, es de las mujeres que no aparecen en el afiche promocional: la joven escolar que, aunque comparte las iluminaciones del protagonista, afirma que ese no es su camino; la hija que le pone límites a la sensiblería culposa y al lloriqueo manipulador del padre; la dignidad del cruce de mensajes entre ambas jóvenes; la madre que sufre el dilema del hijo pero le pregunta, con amor, qué va a comer; la hermana que insiste en preocuparse por el techo del poeta; la madre trabajadora y cabeza de familia que frena las pretensiones machorras y extorsivas de los hombres de la casa (ninguno el padre de sus crías) y pasa de víctima a evitar convertirse en victimaria; la madre de la hija del poeta que, cuando la ve hojeando un libro de su fracasado exesposo, es capaz de comentar sobre qué libro de él es mejor porque fue escrito con todo el amor de lo que estaba por venir.

Toda una trenza de fuerzas femeninas que salvan a Un poeta de la cuerda del ahorcado, del no futuro y así lo exorcizan, lo ayudan a arrancar de la pared la imagen fatalista y facilista de un poeta suicidado y, como cuando uno sale del cine, devuelven al espectador la posibilidad de ver cómo la vida comienza de nuevo luego de cada ilusión, en este caso, ese embeleco del siglo XX que es el cine.

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