Todas las fotos son de Juan Felipe Rubio.

Bajo el volcán y sobre las ruinas

Autor: Sinar Alvarado

Cuarenta años después, el turismo, el café y el ciclismo comprenden una nueva economía en el norte del Tolima, donde la tragedia una vez detuvo el tiempo. Ahora, los pueblos vecinos de Armero miran hacia el futuro sin dejar de ver el Nevado del Ruiz.

De Armero la gente huyó en masa, pero hoy crecen los viajeros que llegan. De aquí muchos se desplazaron heridos, trastornados, y solo unos pocos decidieron volver. Ahora este lugar atrae a turistas desde diversas regiones del país, e incluso desde más allá de nuestras fronteras. Aquí un estallido de fin de mundo arrasó una ciudad próspera y la sepultó bajo una explanada fangosa salpicada de rocas y árboles tronchados. Hoy los visitantes recorren las calles antiguas y observan las viejas casas en ruinas, tomadas por troncos y ramas que prosperan salvajes. Después todas esas personas vuelven a sus vehículos y comentan con asombro una destrucción que ya resulta lejana, mientras viajan animadas hacia el volcán que la provocó.

—Es un contraste significativo, porque aquí hay mucha belleza alrededor. Eso y también la tragedia sigue atrayendo a la gente. Para mí es bonito levantarme por la mañana y ver el Nevado del Ruiz desde el patio, pero es paradójico saber que ese paisaje tan espectacular puede venir y acabarnos en cualquier momento.

Miguel Sandoval, un superviviente de 44 años, tenía solo cuatro en noviembre de 1985, cuando un deslave colosal golpeó su casa con la ira de un dios severo. En aquel tiempo los armeritas vivían confiados en su porvenir, ajenos a la amenaza que pendía en lo alto de la Cordillera Central. Ahora —sentado en el Parque Temático Omaira Sánchez, una obra que combina memoria, prevención del riesgo y promoción del turismo en el norte del Tolima— Sandoval dice que su familia y sus vecinos aprendieron por las malas una lección crucial. 

Miguel Sandoval.

—A partir del desastre estamos pendientes de las alertas y sabemos que debemos evacuar hacia lugares elevados. Pero a superficies naturales: montañas. Ya vimos que hasta los edificios más grandes se pueden caer.

Aquí el mayor aprendizaje lo resume una palabra de moda: resiliencia. Los supervivientes de esta comunidad devastada sanaron sus heridas y volvieron para instalarse en Guayabal, a solo diez kilómetros de los escombros, en un caserío que creció casi tan rápido como se vació la ciudad antigua. Sandoval ha visto ese proceso durante los últimos cuarenta años.

—Hubo adaptación de los que vivían aquí y de los que llegamos. Los locales entendieron que era una buena oportunidad para que el corregimiento creciera. Guayabal se ha beneficiado con el turismo: hospedajes, comidas, transporte. Y nosotros aquí recibimos muchas cosas para volver a empezar. Con la solidaridad de los otros pudimos sobrellevar esta situación y seguir adelante. 

 

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Se habla sólo de Armero porque sufrió el golpe más mortífero, pero el desastre en esta zona afectó también a otras comunidades que han vivido en un intercambio permanente. En Chinchiná, Caldas, la avalancha mató a más de mil personas. En Murillo, Tolima, cayeron rocas sobre varias casas, fincas y cosechas. En Casabianca, Villahermosa y Líbano llovió ceniza. A Mariquita, Honda y Ambalema llegó lodo. Y los pescadores del río Magdalena padecieron las aguas contaminadas durante varios días. En el centro brillaba el viejo Armero, que irradiaba hacia la periferia el impulso de su actividad agrícola y ganadera. Ahora, en paralelo, ese sistema ve crecer el turismo como una alternativa irresistible.

El cambio que hoy vive esta región se debe en buena medida a un ansiado hito de la infraestructura pública. Desde los años sesenta del siglo XX, los vecinos de la cordillera pedían una capa de pavimento para la trocha que conectaba el punto más elevado del Tolima con el vecino Caldas y el resto del Eje Cafetero. Hacia arriba, alrededor del Ruiz, esa vía pedregosa dificultaba los viajes y encarecía el transporte de los productos que se cultivan sobre estas laderas fértiles. Murillo, un municipio situado por encima de los 3000 metros, era casi una calle ciega y permanecía aislado entre las montañas. Mientras Líbano, su vecino de media altura, se esforzaba por comunicarse con los pueblos bajos junto al río Magdalena. 

Por fin en octubre de 2023 se inauguró la nueva vía, que bordea la cintura del volcán y atraviesa 53 kilómetros de páramo entre caídas de aguas diáfanas y un extenso bosque de frailejones. Numerosas notas en los medios y en las redes sociales promocionan hoy este trayecto como la carretera pavimentada más alta y más linda de Colombia. La primera afirmación es verificable: la cima de la ruta está en una curva discreta junto a un aviso que confirma su elevación: Alto El Sifón, 4149 metros sobre el nivel del mar. La segunda es debatible, pero no exagerada: allí, en un silencio de convento, confluyen las montañas cubiertas por el musgo y las rocas, perfiladas por un helado viento antiguo; las nubes densas discurren veloces; raras veces amaina la llovizna; y la cresta del volcán duerme coronada bajo nieves perpetuas. Por su belleza potente y surreal, el paisaje puede resultar extraño, como si no fuera de este mundo. Aunque es exactamente lo contrario: un pedazo naturalísimo que concentra la más pura esencia de esta tierra.

El espectáculo atrae a miles de turistas cada mes: gente sensata que prefiere subir bien abrigada dentro de un automóvil. Pero el ansia de coronar la montaña ha contagiado con mayor virulencia a los ciclistas, que en Colombia vivimos obsesionados por la desmesura de los ascensos andinos. En 1950, cuando Efraín «El Zipa» Forero coronó por primera vez el Alto de Letras desde Mariquita, la Cordillera Central se convirtió en un desafío obligatorio: para graduarnos de ciclistas tenemos que treparla. 

Ahora que el pavimento volvió accesible El Sifón, un millar de entusiastas hemos pedaleado ese largo recorrido desde el valle del Magdalena: casi 4000 metros de escalada en poco más de cien kilómetros. El punto de partida hacia este reto mayor está en Armero Guayabal, donde los ciclistas nos apertrechamos, dormimos temprano la víspera y empezamos a rodar antes de que amanezca. El viaje se inicia en la misma carretera que quedó sepultada el 13 de noviembre de 1985. Con maquinaria pesada reabrieron entonces el camino, que ahora discurre sobre el sedimento varios metros por encima de su nivel original. Por esa calzada avanzamos los ciclistas todavía a oscuras, y en sus márgenes vemos surgir las sombras de la vieja población arrasada.

 

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Aquí, en este pueblo fantasma tomado por un bosque nuevo, cada fin de semana se parquean vehículos particulares y algunas vans con una hilera de bicicletas sobre el techo. Aquí, en este calor bochornoso, entre las viejas calles cruzadas por ejércitos de hormigas laboriosas, los turistas apagan el aire acondicionado y bajan a caminar bajo el sol, asombrados entre los vestigios del acabose: fachadas que dan paso a viviendas desvalijadas y herrumbrosas; el esqueleto de la iglesia; una roca inmensa que rodó varios metros; lavamanos, inodoros y albercas secas; tumbas con sus cruces aquí y allá; los nombres de las familias escritos en las paredes; y las vallas modernas que exponen fotografías aéreas con información precisa sobre la catástrofe: cien millones de metros cúbicos que bajaron como una tromba a 17 metros por segundo.

En efecto, como dice Miguel Sandoval, la desventura de este lugar y la belleza que lo circunda atraen cada vez a más y más viajeros curiosos. Existe un beneficio concreto para la economía local, pero también un perjuicio potencial.

—Hay que hacer turismo de forma respetuosa, consciente, sin perder de vista que eso puede volver a ocurrir. El turismo puede ser una fuente de ingreso para las personas que trabajan en Armero y en los alrededores. Pero hay que tener en cuenta el riesgo en cualquier proyecto.

El Servicio Geológico Colombiano acaba de poner a disposición de cualquiera la posibilidad de observar en tiempo real la actividad del Ruiz. Es una información valiosa que era fantasía futurista en 1985, cuando la ignorancia, la desinformación y la negligencia costaron 25 mil vidas. La erupción desde entonces sirvió para crear una serie de instituciones que dieron origen a la actual Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres. 

—Esto es peligroso y hay que tener cuidado —insiste Sandoval—. Aquí ha habido cambios en las alertas, de amarillo a naranja, y nos ha tocado estar atentos por si tenemos que evacuar. Ese tipo de vigilancia nos ha permitido detectar los cambios del volcán para reaccionar con tiempo.

El parque Omaira Sánchez, donde charlamos una mañana de octubre, tiene piscinas e instalaciones interactivas para que los niños se diviertan. Pero también ofrece información técnica sobre el volcán e imágenes de archivo que muestran cómo era Armero antes de desaparecer. Sandoval considera que todo este despliegue memorioso es necesario.

—Hay que mostrarle al turista lo que ocurrió y cómo se debe convivir con el riesgo, para generar conciencia y compartir conocimiento con las nuevas generaciones que no vivieron el desastre.

 

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A unos pocos metros del viejo Armero está El Cruce, la intersección donde empieza el prolongado ascenso a la Cordillera Central. La ruta avanza por 33 kilómetros de curvas sinuosas, siempre hacia arriba, hasta Líbano, entre cultivos de café que se multiplican sobre la orilla del camino. Quienes suben en carro puede que no lo perciban, pero en bicicleta son muy evidentes los olores que desprenden esos arbustos y otras plantas sembradas por los campesinos para agregarle distintas notas de sabor al grano: guanábana, maracuyá, mandarina. 

Líbano se salvó de la avalancha por un simple giro de la topografía: el cauce del río Lagunillas —el que arrastró toneladas de tierra, árboles y piedras— baja directo hacia este pueblo, pero en el último momento se desvía hacia el norte. Muchos vecinos recuerdan con horror el bramido hosco que oyeron de cerca aquel 13 de noviembre, y agradecen que su pueblo se haya erigido sobre un punto que esquivó el holocausto. Hoy Líbano vibra con la actividad comercial, entre cafés y restaurantes que cada fin de semana se llenan de forasteros. Por las noches la fachada de la iglesia frente a la plaza se ilumina con lámparas amarillas. Y por la mañana frente a los hoteles, muy temprano, los ciclistas comedidos que separan el ascenso en etapas alistan sus bicicletas para continuar.

En mis últimos viajes he parado aquí para visitar a Mallerly Salazar, una cafetera de tercera generación que produce café y lo vende bajo su marca: Énosi. Mallerly pertenece a una familia que creció a 1600 metros de altura, a mitad de camino entre Líbano y Armero. En los años más cruentos estuvieron a punto de irse, porque a la furia del Ruiz se sumaron otras.

Mallerly Salazar.

—Muchos vecinos sí se fueron. Aquí cada generación sufrió una violencia: la bipartidista, las guerrillas, los paras. A mi papá lo mató el ELN por no pagar vacuna.

Pero los tiempos han cambiado. La pavimentación de la carretera trazó un eje fluido entre Armero Guayabal y Manizales, pasando por Líbano y Murillo. El súbito trasiego de los turistas y el acceso más fácil a los mercados de afuera le dio a Mallerly y a centenares de caficultores de esta zona una oportunidad que están aprovechando. 

—Es desmedida la cantidad de gente que empezó a llegar por la nueva vía. El turista aprecia mucho el filtrado. Una vez fui a una feria en Murillo y la gente hacía fila para comprar mi café. Muchos llegaban desde Caldas y no sabían que más abajo estaba Líbano. Llegaban hasta ahí —dice ella.

También ocurría lo contrario: los visitantes subían hasta Líbano desde el Tolima y no sabían que más arriba está Murillo, y más allá el páramo y eventualmente Manizales. Durante décadas, la incomunicación y el pavor de la guerra mantuvieron a estas comunidades aisladas entre sí y miopes en su desconocimiento mutuo. 

 

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La ruta que sale de Líbano sigue trazando curvas que arden en las piernas, y a ratos permiten ver cuánto se ha subido desde el Magdalena. Cada tanto se ven ciclistas solitarios o en grupos que se paran en pedales para sortear las rampas más empinadas. A ratos se acercan motociclistas locales que ofrecen bebidas, algo de comer, aire para las llantas o cualquier reparación menor: otro mercado que crece para satisfacer la demanda de los foráneos. La vegetación cambia paulatina y la temperatura ronda los diez grados o menos en los días más fríos. Si hay suerte, poco antes de llegar a Murillo se puede ver el Ruiz en las escasas mañanas despejadas. 

Un domingo de puente festivo las calles del pueblo lucían llenas y animadas. Junto a la plaza instalaron una veintena de quioscos con comida y productos locales a la venta. Las familias caminaban despacio o se sentaban en los porches de las tiendas para ver pasar a los demás. Un grupo de motociclistas venía desde Manizales; y otro de ciclistas reponía alimentos y bebidas antes de acometer el tramo final hacia El Sifón.

Breyler Sanabria, un guía turístico local, había subido hacia el volcán muy temprano, con 80 viajeros repartidos en ocho carros atestados. Luego tuvo tiempo de relajarse unos minutos y se sentó sobre el andén, frente a una de tantas casas con las fachadas de tablas coloridas, para contar su experiencia como pionero del turismo. 

—Murillo es de esas joyas de los Andes que durante mucho tiempo estuvieron ocultas por el conflicto armado. En aquellos años intentamos recibir turistas, pero esta era una zona estigmatizada. Todo cambió cuando se empezó a hablar de paz en el país. Ahora la gente puede salir y conocer.

Breyler lidera Espeletia Trips, la primera agencia de turismo de Murillo, que lleva trece años empujando para convertir esta actividad en una opción laboral. En 2018 había solo dos hospedajes para 50 personas. Hoy existen 16 agencias de turismo y varios hoteles para 1200 huéspedes en un pueblo de 5000 habitantes.

 

Murillo, Tolima.

—Ahora con el turismo algunos muchachos de aquí ven en esto una alternativa de vida. Es mejor que la gente se quede en su tierra de forma productiva, pero hay una responsabilidad del Estado: que los pueblos no mueran, y que tampoco terminen afectados por la gentrificación.

Breyler sabe que vive en un ecosistema frágil, y que la nueva carretera trae riesgos ambientales. Para mitigar el impacto del turismo masivo, en octubre de 2024 el Tribunal Superior de Ibagué decretó un pico y placa ambiental que limita el acceso de vehículos al trayecto que va de Murillo hasta la carretera principal que baja a Manizales. La afluencia bajó y los comerciantes se han quejado, pero Breyler dice que entre todos deben encontrar un equilibrio.

—Conocí el páramo desde niño, cuando las montañas eran más blancas, y me di cuenta que llevar a la gente es una vocación. Aquí somos hijos del volcán, y eso nos lleva a tener una relación profunda con la montaña. Sí sentimos miedo, porque es poderosa. Pero uno aprende a convivir con su entorno.

Breyler está seguro de que Murillo y toda esta zona vivirá más cambios en su identidad y su ambiente. Dice que siempre hubo mucha relación con Armero: los armeritas subían a Murillo de visita y por interés comercial; y desde acá les enviaban papa, maíz y otros alimentos. Breyler considera que todos aquí han sido resilientes como el frailejón, una planta que sobrevive en un lugar hostil porque se adapta y aprende a convivir con esa hostilidad. 

—Aquí la amenaza no es solo el volcán: es el río que crece, el rayo que cae. Tenemos que aprender a coexistir con esos fenómenos naturales, y no estigmatizar a la montaña como si fuera un demonio. Está bien reconocer lo que pasó en Armero, pero sin vivir como si fuera una condena. Más bien pensemos cómo cuidamos la naturaleza y la aprovechamos con respeto. 

 

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Entre los escombros del viejo Armero, Miguel Sandoval, su esposa y sus dos hijos caminaban un sábado de octubre a mediodía. En su memoria recontruían las calles desdibujadas, señalaban la ubicación tentativa donde habitaron algunos vecinos y contrastaban sus recuerdos entre ellos hasta conciliar una versión común de los hechos. Los armeritas son un grupo humano que vive en un constante ejercicio de reconstrucción histórica.

Miguel Sandoval y su familia.

—Para las generaciones mayores es muy común reunirse con sus amigos de toda la vida, de Armero. Ellos se sientan a contar historias, y van alimentando la memoria de todos los sobrevivientes. Esos recuerdos hay que contarlos y conservarlos. Porque la gente de afuera llega y pregunta, y uno con mucho gusto cuenta lo que sabe y lo que recuerda.

En este nuevo aniversario las ruinas de la ciudad se llenarán de supervivientes y de visitantes que tomarán fotografías. Las familias locales llevarán flores a las tumbas y visitarán los restos de sus casas, si es que queda algo en pie. Si no, simplemente se pararán unos minutos sobre cualquier punto aproximado, y con un poco de imaginación dibujarán en sus mentes la imagen de una postal difusa. Después volverán a sus vehículos, sacudirán la nostalgia y volverán a Guayabal y a otros lugares que ahora llaman hogar. Y se pondrán manos a la obra en cualquiera de las muchas oportunidades que ven venir por la carretera.

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