Murillo, Tolima

Iconografía campesina en Murillo, Tolima, a donde llegan campesinos de los alrededores de lo que era Armero a vender sus productos. Foto de Juan Felipe Rubio, especial para GACETA.

Las lecherías de Armero

Autor: Sara Rogelis

Una fotografía basta para que regresen los sonidos y los olores de un Armero que ya no existe, pero que no se olvida: las filas por la leche tibia, los patios con mangos y las mañanas de humo y sartenes. Un pueblo entero que hervía vida. Este testimonio hace parte de Armero Siempre, una publicación acompañada por la Biblioteca Nacional de Colombia que recoge las memorias activas y vivientes de armeritas.

Al lado de la estación de gasolina Terpel de los Castellar, en toda la esquina por la carrera 18, detrás del Helicóptero, estaba la lechería de don Ángel Martínez, su dueño durante muchos años. Allí llegaba la leche recién ordeñada y aún tibia, leche fresca que era transportada en cantinas por el dueño de la finca o parcela, y que llegaba directamente de la finca a la lechería. Recuerdo el Jeep gris que la traía.

Allí se vendía por botellas, medidas con un vaso grande esmaltado de color blanco que tenía una oreja, y a ese lugar todos los días muy de mañana me mandaban a comprar las 15 botellas que se consumían en la casa. Mi casa era una especie de finca chiquita, con su estufa de leña llena de ollas y tiestos, con su artesa y su molino y un patio rodeado con sardineles repletos de matas y helechos sembrados en materas de madera que colgaban alrededor del gran árbol de mango ubicado en el centro del patio o solar. Mi familia estaba compuesta por 15 personas: 9 hermanos, mi abuelo, mi tía, mi mamá, mi papá y la visita, por si alguien llegaba en cualquier momento.

Cuando iba a comprar la leche debía estar atenta en el momento que me despachaban las botellas, contándolas una a una. Para transportarla llevaba una caneca de manija que tenía un mango de madera para que el peso no me tallara las manos, y un cierre a presión para evitar que la leche se derramara. Esa caneca era utilizada exclusivamente para transportar la leche a la casa, y ya tenía marcada la medida exacta de las 15 botellas. Ir a comprar la leche fue la tarea diaria de mi abuelo y una de las mías durante la época de vacaciones.

Armero, pueblo ganadero y agrícola, con muchas haciendas, fincas y parcelas a su alrededor, caracterizado por su organización. En 1985, hace ya más de 36 años, la leche aún se transportaba, comercializaba y vendía a los consumidores de esta manera. Todas sus lecherías eran higiénicas, con el piso y el mostrador enchapados con baldosas blancas y las paredes pintadas del mismo color. Una bandera blanca ubicada en el dintel exterior de la puerta indicaba que allí había una venta de leche.

Cuando se demoraba el transportador en llegar, se formaba una larga fila o a veces hasta un tumulto porque la leche se acababa rápido, particularmente en verano, ya que primero atendían las contratas, como la que mi papá tenía con don Ángel. Nadie quería quedarse sin este valioso líquido para ser servido en la mesa al desayuno con café, el café con leche o con la agua de panela con leche, tradición muy de Armero por su riqueza ganadera y de la tierra tolimense.

Era una leche libre de conservantes, de la finca a la mesa. Se hervía en una olla específica y había que estar pendiente para evitar que se regara, una vez hervida. Le quedaba encima una gruesa nata aceitosa y de color amarillo que mi mamá recolectaba y batía a mano en una olla para preparar la rica mantequilla casera, aunque al primer descuido de mi mamá yo las sacaba de la olla con una cuchara y me las comía a escondidas.

Para mí la leche remplazaba el jugo, la metía en el congelador en una olla chiquita llena de hielo, y una vez llegaba del colegio, mientras me servían el almuerzo, me la tomaba. Era una delicia refrescante en el calor del mediodía. Así lo hice todos los días, hasta que me aparecieron los molestos cálculos en el riñón.

Ángel Martínez, el dueño de la lechería, tenía una familia numerosa, de muchas hijas. Yo estudié con Lucila Martínez en primero de bachillerato en el Colegio La Sagrada Familia. La lechería dejó de funcionar cuando don Ángel falleció y la familia se fue a vivir a Bogotá.

Esta foto me trasladó a la cotidianidad de la riqueza que poseía y se vivía en Armero. Hermosos momentos cotidianos que ya no volverán… no porque ya no exista Armero, sino porque la tradición de comprar la leche así desapareció en los pueblos. A través de ella afloraron todas esas vivencias de mi pueblo, momentos únicos de esta tierra que me vio nacer, llena de riquezas ganaderas, agrícolas y culturales, en la que disfruté de su rica gastronomía, de sus hermosos atardeceres y de sus paisajes coloridos… el blanco del algodón, el verde biche de las hojas del arroz incipiente, los amarillos que van del oro hasta el anaranjado del sorgo o el millo maduro por el sol, ya listo para recolectar, en los extensos cultivos que rodeaban y encerraban a mi pueblo Armero, el pueblo que conocí en todo su esplendor.

Armero, no te olvido. 

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