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Anémonas y milenios

9 de agosto de 2025 - 1:31 pm
La evolución como carrera hacia la cima nos ha hecho olvidar que no hay cima. En nuestra obsesión por el progreso, hemos vaciado el presente y empobrecido la literatura. ¿Y si el tiempo no corre hacia delante, sino que simplemente es? Este ensayo del ganador del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2025 fue publicado por GACETA en 1997.
Tomás González. Imagen de Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2025.
Tomás González. Imagen de Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2025.

Anémonas y milenios

9 de agosto de 2025
La evolución como carrera hacia la cima nos ha hecho olvidar que no hay cima. En nuestra obsesión por el progreso, hemos vaciado el presente y empobrecido la literatura. ¿Y si el tiempo no corre hacia delante, sino que simplemente es? Este ensayo del ganador del Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas 2025 fue publicado por GACETA en 1997.

¿Hacia dónde corre el tiempo? Los gráficos científicos que ilustran la evolución de la vida en la Tierra la presentan como una escalera, un proceso de perfeccionamiento que empieza con los protozoarios, humildes y casi despreciables en el primer peldaño, y se va complicando y mejorando. Después que aparecen los protozoarios pasan los milenios y se forman las almejas, los camarones y los peces. Pasan otra vez los milenios. Los peces salen del agua. Pasan los milenios. Los peces empiezan a caminar y se convierten en caimanes; y a caminar y a alejarse de la orilla y se convierten en armadillos, perros. Pasan los milenios. Se forman los macacos y los chimpancés. Los chimpancés aprenden a aplastar nueces con las piedras. Pasan los milenios. La perfección suprema ya se empieza a presentir, como los amaneceres. Ya casi termina Dios de formar a su criatura. El chimpancé se ha convertido en un ser de frente estrecha que camina erguido y que además de aplastar nueces sabe cazar toros, cabras. Les entierra palos en las costillas. A ése la ciencia lo llama hominoideo y es, como su nombre lo indica, provisional; es todavía feo y bruto y existe sólo para darle paso a lo que sigue. La frente del hominoideo se va enderezando, aprende a dominar el fuego, aprende a fabricar instrumentos y subyuga a la Naturaleza. Ahora sí. Apareció por fin la inteligencia. La evolución culmina en nosotros, lo más cercano a la perfección, el clímax de la creación.

Esta imagen espectacular es la que aceptamos todos, la de Cecil B. De Mille, la visión de la calle. Con esa estructura mental nos movemos por ahí, compramos piñas, vamos al banco. Después de ocho horas de repetir en el mismo sitio un único movimiento, el obrero no duda por un segundo que el chimpancé que ve en la televisión tumbado en un claro tomando el sol con un palito entre los dientes es su inferior. Y el vicepresidente de pupilas de cuarzo, que sube y baja en los ascensores y entra y sale de sus oficinas tapizadas de Broad Street hinchado como pavo por el orgullo de ser instrumento de la conversión de las selvas en papel higiénico, nunca duda de que es el triunfador final.

Lo arraigado de este punto de vista nos ha permitido llamar despectivamente a las anémonas «organismos rudimentarios» sin crear dudas sobre nuestra cordura. O aniquilar cientos de miles de búfalos en menos de una semana y dejarlos pudriéndose hasta donde alcanza la vista, y jamás dudar de nuestra cordura. O afirmar, sin que nadie se tenga que amarrar los zapatos para disimular la risa, que es la inteligencia la que ha hecho al hombre el guardián y gerente de la creación, contra la evidencia de que es justamente la inteligencia la que está en proceso de aniquilar a la Naturaleza completa.

Otro milenio está ahora a punto de acabarse. Los seres humanos, únicos sobre el planeta dotados de inteligencia, gracias a nuestra disciplina e ingenio nos la hemos arreglado para quedar flotando, medio asfixiados, en la masa revuelta de nuestros propios desperdicios. Pero todos, curiosamente conservamos la firme creencia de que somos la imagen de Dios y los reyes de la creación.

Y es esta noción, o estructura mental, producto y causa del desarrollo desarmónico, hidrocefálico, de la ciencia y de la técnica, la que cada vez ha acelerado más el tiempo, lo ha hecho, especialmente durante los últimos siglos, irse de bruces, derrumbarse hacia adelante.

En Los Ángeles, por ejemplo, cuna de la Metro Goldwin Meyer, aquella compulsión se hace ciudad. Allí todo el mundo va, nadie está. Como el «aquí» es provisional, como nadie está aquí sino que va para allá, el universo ha tomado la forma de un entrevero de autopistas. ¿Quién tiene espacio allí para pensar en una gota de lluvia moviendo una hoja de laurel? Lo que había pasado con el tiempo pasó con el espacio, pero ahora la imagen se hace más nítida, más paradójica: por llegar al lugar de destino nunca se está en el camino; pero el lugar de destino en realidad no se ve nunca por ninguna parte, las autopistas llevan a otras autopistas. La codicia por la velocidad ha producido su contrario; ha hundido al mundo en un caldo insulso y estancado, en la pesadilla que se produce cuando se inhala continuamente disolvente o gasolina.

Este fenómeno del tiempo que se va de bruces se refleja en todo, en la forma de las ciudades, en el aspecto de los supermercados, donde la velocidad le congela la belleza a las flores y le roba el olor a las naranjas, en la manera de criar a las gallinas y ordeñar a las vacas. Y por supuesto en la literatura.

La literatura que más posibilidades tiene de leerse es hoy la que participa de la fiebre de la velocidad industrial. Escribir, no para estar yendo, sino, como en Los Ángeles, para llegar. El camino mismo, el ahora, es secundario. Lo que se busca no es que el lector pueda sentir la maravilla de cada segundo, sino lanzarlo en la búsqueda del segundo que aún no ha llegado, aturdirlo con la expectativa de los hechos por venir. Las cosas suceden entonces, no por el maravilloso hecho de su propio suceder, sino, tal como vivieron los hominoideos, para dar nacimiento a otras. El ritmo narrativo se dispara. La narración no busca que el lector se sumerja en el mar de formas de cuya creación participa. El escritor, crispado, ha agarrado al lector por el cuello, no lo deja ni desayunar, le da de palos, lo aturde, le busca la yugular. Enteros atardeceres se convierten así en parpadeos. El amor se hace cópula rápida. Las selvas intrincadas e infinitas se hacen manchón verde y todo deja de ser lo que está siendo para buscar lo que será.

Con el fin de lograr la máxima velocidad se inventaron técnicas y fórmulas, recetas más o menos precisas, más o menos matemáticas, para aturdir al lector y hacerlo ir hacia delante como al burro con la zanahoria. Debido a que las fórmulas y técnicas son las mismas, las novelas, como las ciudades, como las autopistas, terminan pareciéndose las unas a las otras. La aventura se acaba. Los fracasos literarios se producen ahora, no porque el escritor se imponga sueños imposibles, sino por su torpeza en aplicar las fórmulas. Pero como las fórmulas pueden aprenderse, el fracaso grande casi nunca se produce. Y como las fórmulas imponen su camisa de fuerza, tampoco abundan las aventuras triunfales, las obras maestras. La literatura tiende a quedarse en un término medio, en la causalidad sin riesgos, en el vértigo fácil.

No se trata aquí de hacer el elogio de la lentitud. Entre los muchísimos momentos deslumbrantes de Pedro Páramo, novela que no podríamos llamar lenta, ni mucho menos, uno de los más deslumbrantes llegó, para mí, poco después del comienzo, cuando la narración de pronto se detiene y se deja ir, toda, en el agua que gotea de las tejas. «Sonaba: plas, plas, y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos», dice Rulfo. Y es que difícilmente se puede ser lento cuando en cada palabra, frase, en cada línea y párrafo están contenidos el fin y el principio de la narración.

De lo que se trata es de defendernos de Hollywood, del empobrecimiento de la literatura que se produce cuando cada escritor escribe con la intención, a veces inconsciente, de que su novela llegue a ser película. No sólo se dejan de utilizar entonces los innumerables recursos de la palabra escrita, imposibles de llevar a la pantalla, sino que se acepta servilmente aquella noción rudimentaria del transcurso del tiempo, la causalidad esquemática en la que los hechos son provisionales, están subordinados al final y van hacia él como por entre un tubo. Se empobrece el escritor, se empobrece el texto y sobre todo se corrompe y empobrece a los lectores.

Es la noción de que el tiempo se forma de milenios, y de que los milenios conducen a Dios, lo que está en la esencia de aquella lógica enloquecida. La idea de que 2000 es un número posterior y más completo que 1000.

No siempre el tiempo corre hacia delante. No siempre hacia atrás. A veces se queda inmóvil y lleno de vida, como los colibríes. Tal vez esté llegando la hora de rendirnos otra vez a la evidencia de que ninguna criatura es más completa, ni más perfecta, ni más adelantada que otra.

Es de esperar que el desolador paisaje creado por la hasta hace poco tan cacareada conquista de la Naturaleza (y aquí se podría recordar a Hemingway haciendo el ridículo con su botaza de cazador sobre un majestuoso leoncito muerto) poco a poco nos abra los ojos; que recobremos la cordura y podamos otra vez vivir y escribir con la consciencia de que la forma del movimiento del tiempo no es la del río sino la del mar y la certeza de que en cada segundo están contenidos todos los milenios.

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