¿Qué es?
GACETA no es un accidente. Su regreso no es un capricho ni un acto de nostalgia, sino una reflexión y una acción transformadora que hemos querido iniciar a partir de la llegada al Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes. Obedece a una idea que parte de la certeza de que debemos examinar con curiosidad crítica y sentido constructivo el pasado de las instituciones y la función de lo público en nuestra sociedad, que se quiso convertir durante estos últimos treinta años en una idea calamitosa —lo público no debe editar, no debe intervenir, debe privatizar y ser apenas un árbitro del destino de quienes puedan hacerlo—, borrando así de un tajo la experiencia y el saber de miles de mujeres y de hombres que nos antecedieron y que, a través de la cultura y las artes, propusieron ideas modernizadoras, virtuosas y dispuestas a examinar con inteligencia este país cuyo entramado nos han querido confundir, hacer olvidar o tergiversar, y que en consecuencia no hemos podido descifrar del todo.
Después de sus dos etapas iniciales, la primera entre 1976 y 1984, y la segunda, con dos momentos entre 1989 y 2001, esta tercera etapa, veintitrés años después de aquel cierre en la antesala del régimen privatizador de Álvaro Uribe, y a un año y medio transcurrido desde la llegada de Gustavo Petro y Francia Márquez al poder, como el símbolo de un sinnúmero de luchas sociales en este país que no solo no pudieron ser acalladas, sino que se proyectan ahora hacia el cambio con base en la justicia y la verdad, desde este Ministerio hemos decidido revivir aquellos empeños hasta ahora convertidos en una figura fantasmal, pues creemos que honrar esa historia es una buena manera de imaginar nuevos puentes entre los colombianos, y avanzar hacia el nuevo país que este gobierno viene proponiendo y conquistando.
Su mirada tendrá la misma intención de sus primeros creadores: no será este un medio de propaganda institucional, sino de debate, denuncia, apertura democrática, y una idea de la cultura que no solo incluye las prácticas artísticas de todo tipo, sino que va mucho más allá, hasta el fondo del modo de ser y vivir de los colombianos. Por todo ello, asociado a los propósitos actuales de adaptaciones al cambio climático y de cambio profundo de nuestro modelo de desarrollo, la metáfora de La vorágine sigue siendo un referente simbólico y material para los nuevos empeños culturales y de transformación política, por la persistencia de las amenazas de la violencia que no cesan desde las décadas anteriores y, de modo especial, por la conmemoración del centenario de la publicación de la novela de José Eustasio Rivera.
GACETA se publicó por primera vez en 1976. El país de entonces transitaba el gobierno de Alfonso López Michelsen, un liberal con ideas progresistas que había terminado por domesticarse haciendo un gobierno poco reformista y algo reaccionario que fue contestado por miles de estudiantes, trabajadores y campesinos que removieron los cimientos de una sociedad que no cabía en las lógicas dominantes impuestas tras veinte años de Frente Nacional.
La década se había iniciado con un acontecimiento que tiene una profunda conexión con el presente que vive Colombia. Las elecciones de 1970 fueron reclamadas por la Alianza Nacional Popular (anapo). Se hizo fraude. El conservador Misael Pastrana y el mismo López lideraron la contrarreforma agraria, y volvieron a cerrar los espacios necesarios para hacer otro tipo de política en el país.
En la selva, centenas de guerrilleros se habían atrincherado. Las farc-ep habían nacido en 1964. El eln en ese mismo año. Mayo de 1968 estaba aún en la conciencia de millones de jóvenes que se sentían desesperados ante la idea de un mundo cuyos valores imperantes cerraban los caminos. El 19 de abril de 1970, cuando se produjo el fraude electoral, nació el m-19, cuyo lanzamiento oficial se daría cuatro años después.
Una revista es, sin duda, producto de su época. Por eso, aquella GACETA provenía de ese país donde la Alternativa de García Márquez y Fals Borda ya circulaba, Eco prolongaba a Mito, se habían producido los dos grandes paros nacionales de 1971 y 1977, algunos jóvenes se habían emancipado a través de sindicatos industriales y agrarios, asociaciones estudiantiles, agrupaciones feministas, grupos de estudio e iniciativas culturales y artísticas, se proyectaba cine de calidad en diversos teatros del país, se realizaban los salones nacionales de artistas, se investigaba de nuevo en el país excluido, y el Instituto Colombiano de Cultura había transitado sus primeros siete años de la mano de Jorge Rojas, pionero de la colección popular de literatura, cuyos tirajes alcanzaron la impensable cifra hoy de 100.000 ejemplares, sucedido por Gloria Zea, quien asumía la dirección creando esta revista, junto a Juan Gustavo Cobo Borda, Jorge Eliécer Ruiz, el diseño de Marta Granados, la edición de Santiago Mutis, y un grupo de colaboradores que la proponían como un espacio distante de ser un órgano oficial para transmitir políticas y programas estatales, como un reflejo de la actividad artística y cultural del país.
Repasando los cuarenta y tres números publicados entre 1976 y 1984, son incontestables el valor de sus enfoques y las brechas que abrió en aquellos años en los cuales el Instituto había logrado una autonomía, pero cuyo carácter de adscrito al Ministerio de Educación Nacional seguía limitándolo institucionalmente en su ejecución y en la posibilidad de incidir en los planes de desarrollo de los gobiernos sucesivos.
Aquella GACETA atravesó al país proponiendo debates sobre arqueología, literatura, hizo parte de la inmensa tarea editorial que continuó el propio Cobo en las colecciones Popular y de Autores Nacionales, la cual fue contestada por Rojas llamándola «libros para burgueses», pues sus tirajes eran mucho menores y sus precios un poco más altos. Dicha revista fue testigo del lanzamiento de escritores como Jaime Manrique Ardila, cuya novela El cadáver de papá se adelantó por mucho a una serie de sensibilidades literarias lgbtiq+ que asomarían la cabeza —a riesgo de ser defenestradas socialmente—; o de la aparición de una serie de libros que intentaban hacer algo que, a nuestra manera de ver, tendía puentes entre las tensiones del presente de los años setenta y ochenta, y la potente tradición cultural de ese siglo xx que comenzaba a enfilarse hacia su final, también reprimida y violentada durante los años cincuenta y sesenta. Por allí pasaron compilaciones de otras revistas, y autoras como Alba Lucía Ángel y Beatriz González, entre muchas otras, antologías del ensayo y del cuento, los libros de la nueva historia, los debates sobre los salones regionales, las discusiones de urbanistas como Sergio Trujillo, las jornadas de cultura popular de Gloria Triana, la tarea de divulgación de la librería La Alegría de Leer, el festival de Teatro de la Corporación Colombiana de Teatro…
Al recorrer dichas páginas desde este 2024 creemos que fue un trabajo admirable en un país que seguía enredando sus ciclos históricos en vorágines sucesivas. Al gobierno de López lo sucedió el de Turbay Ayala y durante su presidencia se desencadenó una ominosa represión. Se recrudeció la guerra. Y la selva, que recorre este primer número de la tercera etapa de GACETA, se hundió más en la guerra: Jaime Bateman Cayón formó columnas en las selvas del Caquetá; las farc-ep se asentaron en el Yarí y, poco a poco, el narcotráfico, la política y su posterior gobernanza paramilitar se fueron convirtiendo, ante los ojos complacientes de una sociedad cada vez más cerrada, en la moneda de cambio en las selvas, repitiendo historias como las de los cincuenta y dos pueblos indígenas de la Amazonía, cuya diezmada población se redujo a 76.000 personas sobrevivientes del holocausto del caucho, acaecido a finales del siglo xix y comienzos del xx.
La paz fue el gran tema desde 1981, cuando Belisario Betancur Cuartas venció a Alfonso López Michelsen, por cuenta de una división liberal. De repente, GACETA había entrado en los años ochenta sin la compañía de las revistas mencionadas, aun cuando los suplementos de El Espectador, el «Magazín»; de El Tiempo, «Lecturas»; de El Pueblo, de Cali, «Estravagario», y el «Suplemento literario», de Van-guardia Liberal, de Bucaramanga, entre otros, cumplían la tarea de ampliar horizontes para el país que pujaba por expresar sus nuevas sensibilidades.
La segunda etapa de GACETA se dio en el gobierno de Virgilio Barco y dentro de una suerte de crisis institucional que se produjo tras la salida de Gloria Zea de Colcultura. A ella, que había estado diez años en la dirección, como a muchos funcionarios públicos poco dados a reconocer los logros y conquistas de sus antecesores, le pareció una afrenta la tarea de la nueva directora del Instituto, la caleña Aura Lucía Mera, según lo relata en un dosier publicado en su primer número.
Según cuenta Guillermo González Uribe, su nuevo director, quien venía precisamente del gran equipo del «Magazín» de El Espectador coordinado por Marisol Cano y en otro momento editado por Juan Manuel Roca, la directora de entonces, Liliana Bonilla, le dio carta blanca para que hiciera una revista para los lectores y no para los gobernantes. Su paso por la dirección fue de tres años, en unas ediciones memorables y enormes —en su formato— que no dejaron de producir debates y abrieron discusiones claves. La suya fue la antesala de lo que sería Número, la revista que crearon varios intelectuales en 1993. GACETA en su segunda etapa tuvo, a su vez, dos momentos, quizá producidos por la inestabilidad de una violencia que se incrementó con la puesta en marcha del gran proyecto paramilitar y neoliberal a partir de 1990.
Precisamente en ese momento complejo se produjo la Constitución de 1991. En 1992, la revista redujo su tamaño y sus enfoques se concentraron más en las prácticas artísticas. Esa GACETA vivió el gran período privatizador del país, y luego hizo parte del intento democratizador de Ernesto Samper, quien gobernó con la espada de Damocles de las acusaciones del proceso 8.000 encima, y cuyos logros sociales fueron sacudidos por un enfrentamiento cerril de la prensa y el establecimiento. También se inició el paso de la salud pública de ser un derecho a proponerse como un servicio de mercado y acumulación financiera, y comenzó a deslegitimarse el Estado para prometer el paraíso de lo privado en detrimento de lo público, junto con el despliegue del proyecto paramilitar de la mano de las primeras Convivir en Antioquia. En ese contexto se formuló la Ley General de Cultura, de 1997, que acabamos de revisar y ajustar.
Aquella GACETA convivió con el proceso del Caguán, la profundización de un genocidio que acabó con la vida de cientos de miles de personas del país, además de la degradación de las luchas guerrilleras y la deshumanización total del conflicto armado; y se publicó hasta el 2001, en su número 48, bajo la dirección de Luis Armando Soto Boutin.
Que GACETA haya terminado en la antesala del gobierno de Álvaro Uribe Vélez nos habla desde ese vacío de lo que sobrevendría para el país de los últimos veinte años, y que excede la posibilidad de análisis de este texto, pero que produjo desde un gobierno de ocho años un profundo cambio de mentalidad en la sociedad colombiana, que siguió jugando su corazón al azar para ponerse en manos de la violencia. GACETA se silenció y el país asistió al horror de la desolación de la guerra y el conflicto. En 2010, el gobierno de Juan Manuel Santos comenzó un proceso de paz con las farc-ep, que de manera incontestable le abrió caminos a la movilización popular que terminaría por sacudir el gobierno pandémico de Iván Duque Márquez.
El gobierno del presidente Petro nombró como su primera ministra de Cultura a la dramaturga y luchadora social, fundadora del Teatro La Candelaria, Patricia Ariza. Ella, que estuvo seis meses en el cargo, hizo un gesto que a muchos les pareció demagógico, pero en el cual creemos está bien puesta la cifra de una verdadera política cultural que cuente con la selva y los litorales del Pacífico y del Caribe; que aprecie la sierra, el desierto y los territorios campesinos andinos, indígenas y afrocolombianos; que les dé poder a sus comunidades, y que entienda que la cultura no es progresiva, sino profundamente cíclica en sus renovaciones y reafirmaciones colectivas. Ese gesto, el de cambiarle el nombre al Ministerio de Cultura por el de Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes, nombra a un país que sigue excluido y que queremos incluir con decisión en nuestra gestión. Es por ello que creemos en los aportes de los artefactos culturales del pasado, y celebramos los centenarios que conmemoramos este año junto con el de La vorágine: la vida y obra de Arnoldo Palacios y la de Jorge Gaitán Durán, para recuperar sus legados y volverlos a observar con atención.
Si nos detenemos en ellos, como en aquellas primeras GACETA, quizá sigamos encontrando las claves de comprensión que necesita una sociedad para reconocerse, ya no de espaldas a una selva que seguimos desconociendo, destruyendo e idealizando; ni a través de un racismo estructural y de la exclusión de sus sabedores e intelectuales que han sido ninguneados más allá de los nichos letrados.
Así, con este nuevo empeño editorial esperamos estar a la altura de ese pasado. Y llenarlo de un sentido de futuro. GACETA tendrá que ser de todos y para todos. Por ahora, la proponemos como un retorno a la metáfora de la selva, esta vez con la convicción de que no solo no nos devorará, sino que la recuperación de su respeto proyectará caminos que contribuyan a dar paso a la justicia, la verdad y la esperanza.
Bienvenidos.
Juan David Correa