La compañía Cinema International Corporation (llamada por algunos “la cadena de la esclavitud”) ha tenido a bien programar un breve ciclo de Jerry Lewis, con base en una película suya y en dos más dirigidas por Frank Tashlin. En verdad, es la primera resurrección que se le hace al cómico norteamericano, uno de los más importantes directores del mundo. Teniendo su apogeo en los años sesenta, hoy Jerry Lewis le puede parecer al espectador desatento más viejo que Mack Sennett, si no fuera por los pocos que aún creemos en él, “porque es el centro que regula nuestro universo, y observar uno de sus films es una experiencia que pone en tela de juicio la cultura recibida y la moral malamente desarrollada en este tránsito doloroso…” (tal como se dijo en las Ojo al cine Nos. 3/4). En los años sesenta Jerry Lewis era la figura que regulaba nuestra impedida adolescencia: memorizábamos los colorinches de su ropa, deseábamos el rubio o el renegrido pelo de sus heroínas, nos enquistábamos en aquel pesado ambiente juvenil de sus comedias; ni nos inmutamos cuando Jerry pasó de la casi acrobacia a las muecas y al maquillaje: para nosotros seguía siendo el mismo. Y cuando malcrecimos vinimos a comprobar que su torpeza no solo era la nuestra, sino que la había inventado para nosotros, para que nosotros la copiáramos y nos justificáramos en su genio. La torpeza deviene de una conciencia de ser observado, y esta, de concederle una importancia exagerada a las personas y al mundo que habitamos: nos creemos mucho menos perfectos de lo que somos, y esto es lo que nos atemoriza y nos impele a romper el jarrón en mitad de la visita; creemos, entonces, que estamos destinados a la falta de afecto, de reconocimiento, y quisiéramos no que la tierra nos tragara, sino convertirnos en otro, en aquel que sepa aprovechar la mínima parte correcta de nuestra naturaleza: y este es uno de los temas más caros a nuestro Jerry: no solamente hizo una nueva gran versión del Dr. Jekyll en El profesor chiflado, sino que en Las joyas de la familia se desdobló seis o siete veces para llegar a la conclusión de que lo más correcto era el personaje sencillo y modesto, pero torpe también. La torpeza es, además, unas ganas inauditas de estar pidiendo perdón. Y cuando se llega a un punto ya totalmente irreconciliable con las normas de la realidad, empieza el suprarrealismo, los miembros que se estiran, brazos que llegan hasta los pies después de un esfuerzo supremo para sostener una pesa, o si no en el paciente que desaparece entre la envoltura de yeso cuando Jerry lo deja rodar y estrellarse contra un árbol en El matasanos, solo para citar dos de sus más famosos gags, situación cómica envolvente y progresiva, que Jerry inventa o extrae, sin ningún conato de conciencia, de los clásicos.
Pero esta realidad especial es desconocida para los niños y los intelectuales: para aquellos, demasiado lento; para estos, demasiado, bobo. Lo cierto es que sus comedias adolecen de puentes demasiado largos entre estallido y estallido (pero no las de Frank Tashlin, finado ya, quien les imprimía un ritmo feroz de puro cartoon o dibujo animado), pero bobo no lo es: no solamente es director, productor, guionista y actor mil veces, sino que su resultado es perfectamente cósmico y además profético: la droga-tema de El profesor chiflado entronca perfectamente con la malhadada generación del ácido en los Estados Unidos. O sea que más razón tienen los niños que los intelectuales. Las películas de Jerry Lewis encuentran su mejor público en los hombres-niños, en los hombres que no crecieron nunca y a quienes el mundo les juega más de una mala pasada por su condición infantil. Pero, ya este público no es tan numeroso, ¿a quién más puede dirigirse Jerry Lewis? En Francia, a los surrealistas, en los Estados Unidos, a los campesinos, y al público cinéfilo de la calle 42 en Nueva York. Y los hombres-niños de este trópico gozan observando las innovaciones cinemáticas, el iluminado difuso a un gran primer plano de la bella Stella Stevens mirando a la cámara, que Bergman utilizaría después con Bibi Andersson en La pasión de Ana; y la obsesión por los dientes deformes que sería después manido recurso de Pasolini; y el complejo escenográfico en corte transversal de El terror de las chicas, que Godard copiaría divirtiéndose mucho en Tout va bien. Además, está el gusto por el sonido alterado, agigantado: la escena del “guayabo” en El profesor chiflado; la cascada de piedras que uno oye descender por el esófago de Jerry cuando prueba un poco de agua mineral en El matasanos; y la locura, hasta la descompenetración total, por la música, en especial por las big bands de los años cincuenta: de hecho Jerry Lewis es el único que alquila una banda entera para que le haga fondo a una simple subida de escaleras: de allí la importancia primordial de la mímica, del ensayo ante espejo, lo cual es otro acto de desdoblamiento para quien valdría la pena preguntarle cómo es su comportamiento en la “vida real”, ya que el punto de vista de sus películas es tan disparatado, cruento y en últimas perverso.
Jerry Lewis es padre de dos niños parapléjicos y socio fundador de un centro para niños con problemas motrices. Y es el dueño de una cadena de cinemas repartidos en todo su país. Ha sido autor de un libro de metodología cinematográfica: The total filmmaker, y motivo de un extenso estudio escrito por el positivista Robert Benayoun, en donde se dice que Jerry es, literalmente, el mejor director del mundo, punto que vale la pena compartir, sobre todo ahora que se pueden observar sus films como cosa injustamente pasada, hecho que viene a ser parte de la decadencia general del cine mundial.
La perversidad presente en los films de Jerry Lewis se prolonga, si uno se pone a pensar torcido, en su actitud personal sexual: Jerry es casado pero dicen que recoge muchachitos en Westwood, Los Ángeles, y que a pesar de su caridad, es bastante difícil en cuestión de dinero y poseedor de una conciencia perfectamente capitalista. Por otra parte, ¿qué pensar del relojito de mujer que exhibe en un brazo grueso y velludo, película tras película? De todos modos, las mitificaciones que ha realizado de sus actrices evidencian un atortolado amor de adolescente culpable, y este es el rasgo más importante de sus películas. Porque nosotros también guardamos la culpa, envuelta en gozo, de admirar a un cineasta que nadie admira, al último gran cómico de nuestra época, autor y mártir de su propia sede de geniales inventos.
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