Hace 35 años soy escritora, pero hace sólo un par me atreví a describirme así públicamente en mis redes sociales. Sentía pudor de hacerlo porque a pesar de haber dedicado miles de horas a la escritura y de haber firmado más de 300 capítulos para series de televisión, suelen considerarse escritores quienes publican sus textos; los autores de crónicas, cuentos, poemas y novelas. Quienes escribimos para cine o televisión no publicamos lo que escribimos: al final del día, después de la grabación, la edición y la emisión, nuestros textos terminan en una caneca.
Sin embargo, nuestra labor se parece a la de quienes sin dudarlo se reconocen como escritores: pasamos horas investigando universos, diseñando tramas, personajes y diálogos; la diferencia es que lo que escribimos será el material de trabajo de decenas de personas más. Nuestro trabajo es sentar las bases de una obra colectiva con múltiples autores, de los cuales muchos, como actores o directores, no escriben ni una palabra. Ante todo, escribimos para que sea representado, y eso demanda una habilidad camaleónica para desprenderse de la propia forma de pensar y habitar la piel de los personajes. Por eso no recomiendo este oficio a quien tenga sed de reconocimiento, a quien el impulso de escribir viene de la necesidad de ser visto como autor o literato.
Tras llegar de Italia, donde estudié el oficio del guionista de cine y televisión, me pidieron que me uniera al equipo de escritura de Don Chinche, agotado tras varios años de la serie. En ese momento quién estaba a cargo era Héctor Ulloa, quien actuaba, dirigía y escribía los capítulos. Tenía que llegar a su casa —la casa del Chinche, como le decía todo el mundo—, sentarme a su lado y verlo escribir mientras actuaba las escenas —de él y de todos los personaje—, sugiriéndole lo que se me ocurriera. Planeábamos el argumento general, luego las escenas y yo tomaba apuntes de situaciones, chistes o diálogos. Verlo actuar y cambiar el lenguaje a medida que escribía los diálogos era ver a un camaleón. Un tipo capaz de ser el Chinche y, una línea más tarde, Eutimio, la señorita Paula o doña Berta. Cada uno con su acento y su parlamento; con su psicología completamente definida y el rol que jugaba en el barrio de la historia. Todos luchando por salir de la precariedad y la marginalidad, manteniendo la dignidad y la cordura. Personajes que yo conocía en la televisión, pero que tenían muy poco que ver conmigo.
Fue un aprendizaje que no tuve con ningún profesor en Roma. Con una generosidad que tal vez nunca agradecí bastante, el Chinche me prestó sus personajes y me enseñó a convertirme en otro camaleón; a dejar atrás mi forma de ver la vida para escribir y actuar según la mentalidad de cada personaje. Fui entonces el doctor Pardito, Eutimio, la señorita Paula… Me despojé de mi voz y adquirí la de ellos para que, una vez terminábamos el libreto el miércoles en la noche, se lo entregaran a los actores, lo grabaran jueves y viernes, lo editaran el sábado y saliera al aire el domingo. Cuando tuve más experiencia, me permitieron escribir los argumentos y, una vez me los aprobaban, dialogar las escenas. Incluso pude proponer nuevos personajes, por ejemplo, Andresito, el hijo punk del doctor Pardito, interpretado por Diego Álvarez.
No fui ni la creadora ni la autora principal de Don Chinche, pero aprendí dos cosas muy valiosas: escribir para televisión es trabajar en equipo, algo semejante al trabajo de un arquitecto o a correr una etapa en una carrera de ciclismo: se escribe en equipo; un oficio en el que se puede aportar al trabajo de otro autor, dejando de ser uno mismo para meterse en la piel de otro, como un camaleón; un oficio que depende tanto de la suerte como de la recepción por parte del público.
Cuando se crea una obra original para televisión, se tiene que decidir el punto de vista. Normalmente, en el melodrama ese punto de vista coincide con la historia de amor y, por lo tanto, con los protagonistas. El inútil me señaló con su título el punto de vista. La inutilidad de ciertos hombres de clase alta es un tema recurrente en mis obras y, en ese caso, lo elevé a la categoría de protagonista. Se trataba de un muchacho privilegiado y abandonado emocionalmente al que le gustaba bailar. Conocía a Ruby, una mujer mayor de la que se enamora perdidamente y por quién está dispuesto incluso a trabajar. La manera como se enamoraban resultó muy convincente, pues la edad no los separaba sino el hecho de que ella estaba casada con un hombre al que le debía mucho: Mirando Zapata. Todo arrancó muy bien: la historia de amor; el universo del inútil y sus amigos; el universo de Mirando, sus hijas y su negocio de zapatos. El antagonista era el marido de Ruby, «arribista» y «poco agraciado», a quién le debía mucho.
El primer actor que hizo casting para ese personaje fue Luis Eduardo Arango. Su papá había sido comerciante de zapatos en el 7 de Agosto y conocía a Mirando perfectamente. Pero al canal —el cliente— le pareció que no iba a ser un buen antagonista y prefirió que llamáramos a Víctor Mallarino. Además pidieron que le mostráramos el casting de Luis Eduardo. Víctor hizo varios aportes para su personaje. La novela empezó y, como una carroza halada por cientos de caballos, tomó su rumbo. Al principio, la gente quiso a la pareja de protagonistas, pero muy pronto fue Mirando Zapata el favorito del público. Las posibilidades de que al escritor se le desboque esa carroza son infinitas y el peligro es una estrellada de audiencia y mucha plata. Teníamos la ventaja de que podíamos intervenir porque la novela se escribía y producía mientras estaba al aire. Intentamos todo: que el Inútil fuera menos inútil, que Mirando fuera menos encantador. No sirvió: el público lo amaba y queríamos que se quedara con Mirando. Hablé con la actriz que interpretaba a Rudy y le dije que la historia cambiaría de rumbo, que el público estaba enamorado de la idea de que ella se quedara con su marido y que ella tendría que entenderlo así. Fue dificilísimo pero aceptó. Entendí que el error había sido mío porque diseñe un personaje cuyo único pecado era soñar con pertenecer a un mundo del que había sido excluido y lo juzgué. Lo traté de arribista y pretendí que ese era un motivo para no quererlo. En cambio, al otro que era inútil le di el beneficio de la duda.
Jamás hay que juzgar a los personajes. Las historias toman vida propia y hay que escucharlas. Si alguien dice que escribe algo y sabe perfectamente cómo sigue y cómo termina, desconfíen. Eso quiere decir que no sabe escuchar a sus personajes, que no los ha construido de una manera suficientemente auténtica y que tal vez sean la extensión de sus prejuicios.
Recuerdo cuando escribí Bolívar. En un principio no me interesó el proyecto porque no la había propuesto y no sabía nada de Bolívar. Pero pensé que quizás la audiencia tampoco sabía nada y que el problema de las series históricas era que quienes las escribían eran «entendidos» que asumían que la gente sabía mucho más de lo que ellos creían. Así que acepté con la condición de tener un equipo que me ayudara a investigar.
Estuvimos trabajando un año con un psicoanalista que me ayudó a entender a los personajes y su «viaje» emocional; con un historiador y una historiadora que se encargaron de verificar qué podía suceder; con una comunicadora y con otra guionista; con una productora venezolana —un detalle importante porque en Venezuela conocen bien la historia de Bolívar—, y con una pasante que nos ayudó con las lecturas. Trabajamos con un método: cada miembro del equipo investigó en biografías o artículos sobre Bolívar para enterarnos de los acontecimientos de su vida. Yo, como si fuera el público, solo sabía lo que pasaba en la historia mientras avanzaba. Nos reuníamos, escribía el capítulo y me quedaba con el momento emocional de cada personaje. Escribí cronológicamente. Traducía la investigación en acciones, amores y aventuras. Escribimos el paso de Pisba sin saber qué venía después, concentrándonos en el cansancio y la dureza que sintieron los soldados. Traducimos la historia en algo emocionante al alcance de la audiencia, con un punto de vista que no pretendía hacer periodismo o historia, simplemente narrando los hechos de una vida.
Me han preguntado si me atrevería a escribir literatura. Es otro oficio. Aunque quizás me atrevería a escribir una novela mala, que es de donde salen las mejores series. Además, escribimos en televisión para que un libreto sea representado: es la primera y la gran verdad.
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