La oscuridad delata los miles de bombillos que iluminan las matas de cannabis para acelerar su crecimiento vegetativo. Descendemos del Páramo del Oso hacia Toribío. Es tarde y en el ambiente se siente esa tensión que no te hace olvidar la recomendación de que aquí no debes andar de noche. «Es un mirador», dice uno de los profesores que nos acompaña. «Un lugar perfecto para mirar las constelaciones». Apunta el celular a las estrellas y comienza a identificarlas mediante una aplicación: «Boyero, Osa Mayor, Orión». Antes de volver al carro, su hijo apunta en dirección a los bombillos buscando alguna constelación entre las montañas. Aquí todo es continuidad.
Estamos en el norte del Cauca. Llegando a Toribío, uno de los enclaves con más tomas y hostigamientos entre la fuerza pública y las guerrillas en el marco del conflicto armado. Las cifras hablan de más de seiscientas acciones en los últimos veinte años.
Fue entrando el año 2000 cuando, sin ocultarse al pie de la carretera, el vendaval de luz de estos bombillos comenzó a expandirse adquiriendo las dimensiones que hoy vemos. Cinco décadas después de que llegara la primera semilla, según dicen. Y aunque no hay cifras consensuadas, se calcula que actualmente hay entre 750 y 1.000 hectáreas cultivadas que se concentran en los municipios de Toribío, Corinto y Caloto, con crecimiento progresivo en Miranda y Jambaló. Según las autoridades, solo en este enclave se produce la mitad de la marihuana que se comercializa ilegalmente en todo el país.
Es justamente en estos cinco municipios donde la Defensoría del Pueblo, en 2024, emitió otra Alerta Temprana de Inminencia en la que advertía del «riesgo de vulneración a los derechos a la vida, libertad, integridad y seguridad e infracciones al Derecho Internacional Humanitario. Homicidios selectivos, masacres, amenazas, confinamientos, restricciones a la movilidad, imposición de horarios, retenes ilegales, hurto, extorsión, reclutamiento forzado de menores», entre otras conductas, concreta la Alerta, «que afectan a la vida social, económica, espiritual y comunitaria» de estas montañas. Por aquí opera el Frente Dagoberto Ramos del Bloque Occidental Comandante Jacobo Arenas, perteneciente al Estado Mayor Central, disidencias de las FARC, y más recientemente el Frente 57 Yaír Bermúdez.
«Estamos peor que hace mucho tiempo», nos advierte ese mismo profesor que miraba las estrellas. No cesa el conflicto armado y tampoco el narcotráfico. Es por ello que la presencia de los cultivos de uso ilícito tiene aquí ese raro poder, capaz de señalar el abismo y permitir que una buena parte de la población, vinculada directa o indirectamente a esos cultivos, sobreviva al borde del mismo, balanceándose en una tenue línea que se asemeja en sus extremos a los límites difusos de toda frontera.
Legalidad vs. ilegalidad
En los últimos años no son pocos (aun siéndolo) los países que han comenzado a levantar las fronteras para tratar de regular y/o legalizar la planta de cannabis, con el discurso de ofrecer un trato justo a quienes la producen y tratando de reducir el crimen que acompaña al narcotráfico, así como la estigmatización asociada a su consumo. Es por ello por lo que el discurso moral también ha comenzado a agrietarse, levantando consigo otra frontera entre la marihuana de uso recreativo y la medicinal. La que se juzga moralmente y la que se tolera socialmente.
Desde 1986, con la aprobación de la Ley 30, en Colombia es legal el porte y el consumo de la dosis personal (veinte gramos), y es legal también el autocultivo hasta un máximo de veinte matas por persona, siendo ilegal su comercialización. Esto fue parcialmente modificado en 2018 con el Decreto 1844, el cual prohibía «poseer, tener, entregar, distribuir y comercializar drogas o sustancias ilícitas en espacios públicos». El 7 de diciembre de 2023 el gobierno de Gustavo Petro derogó ese anterior decreto como parte de su hoja de ruta hacia la legalización. Casi un año después, el presidente publicó en sus redes sociales: «El Congreso puede dar ya el paso a la legalización para aprovechar el mercado mundial y mejorar sustancialmente la balanza comercial. Las condiciones de seguridad del Cauca podrían mejorar también». Sus palabras fueron escritas a propósito de la inclusión de Macedonia en la lista de los doce países autorizado a importar cannabis Made in Colombia. Y es que desde 2016, a partir de la Ley 1787, se permitió el acceso seguro e informado al uso médico y científico del cannabis y sus derivados en el territorio nacional colombiano, regulando todo lo concerniente a la importación y exportación, cultivo, producción, fabricación, licencias, almacenamiento, transporte, comercialización y distribución de esta planta.«La mata ya no mata», o mejor dicho, solo mata según su uso. Es decir, el problema nunca ha sido la mata.
Esta distinción nos lleva a interrogarnos sobre el proceso recíproco por el cual las políticas conforman mercados y los mercados generan políticas. Y más aún cuando estamos hablando de una industria que es la nueva apuesta de la economía financiera global, en la que cientos de empresas relacionadas con el cannabis ya cotizan en las bolsas de Nueva York y Canadá. En un mercado que nunca ha estado limitado por las fronteras estatales, ciertas regulaciones —a pesar de las prohibiciones internas— permiten, como en el caso español, emitir licencias a empresas extranjeras para que produzcan y exporten cannabis sembrado en suelo nacional.
Pero volvamos al borde del abismo, «donde la moral, en tanto principio de la política —en palabras de Didier Fassin—, juzga, clasifica, separa, jerarquiza, produce vidas (y muertes)», y tratemos de entender qué quiso decir el presidente Gustavo Petro. Y cuánto de posible, de viable o de real es traer seguridad al Cauca con la legalización del cannabis en un mercado en el que las lógicas extractivas y de grandes monopolios no han cambiado, y sobre todo en un país donde se vive un conflicto armado permanente. ¿Qué consecuencias inmediatas podría traer la legalización?
Días después de aquella parada en el mirador, acompañamos a otro profesor de Toribío a un cultivo de marihuana para conocer uno de los eslabones que conforman la cadena de este cultivo. En una de las casas, en un pasillo al aire libre, al paso, en el suelo y colgadas, hay ramas de cannabis. Su olor está en todas partes. Sentado, un joven balancea con agilidad sus manos, cortando a tijera las hojas de estas ramas que dejan al descubierto el moño. Es lo que se conoce como peluquear. Una ocupación retribuida, una salida laboral más en estas montañas. Algunos de estos jóvenes indígenas sono fueron alumnos suyos.
«Hay una cosa que no me daba cuenta que estaba pasando y que ahora, pensándolo bien, he detectado: la deserción escolar está directamente relacionada con el precio de la libra. Cuando el precio está alto hay más deserción y cuando está bajo hay más alumnos en las aulas».
Otro día, también en Toribío, un joven reparte cervezas a todos los que estamos dentro de la tienda. Entre trago y trago nos cuenta que no pudo pagar la ambulancia que necesitaba cuando su compañera se puso de parto. Por eso entró en el negocio, «para salir de pobre y pagar deudas». Y mientras la dueña de la tienda nos cuenta que hay quienes pueden estar varios días gastándose en alcohol lo que ganan en los cultivos, sirve otra ronda y nos habla de sus planes: «Estoy ahorrando para montar un laboratorio de coca». Aquí, cruzar la frontera hacia la ilegalidad permite sobrevivir en la legalidad.
A menudo se escucha que trabajar para el narcotráfico es mucho más rentable que dedicarse al campo. Pero algunos de los datos que nos dan parecen no ser tan optimistas. Un cultivador de cannabis—dependiendo del precio que paguen— puede estar ganando hoy (octubre de 2024) entre 6 y 7 millones de pesos en cuatro meses. Hacemos los cálculos y lo comparamos con el salario mínimo legal mensual(1.300.000 pesos), la diferencia oscila entre 800.000 a 1.800.000 pesos. Por otro lado, el pago por día de jornal en otros cultivos es de 30.000 o 40.000 pesos. Es decir, aun trabajando todos los días del mes, no se alcanza el salario mínimo.
Para muchas familias, la frontera entre rentabilidad y supervivencia es demasiado frágil. Lo que hace también más difícil discernir cuáles son las consecuencias que esto tiene. De fondo está el expolio y la dominación que exigen borrar las identidades. Reclamar una reforma agraria es una consigna antigua. Mejorar las condiciones de vida en el campo se volvió retórico. En estos territorios del norte del Cauca, donde se estima que, entre 10.000 y 15.000 familias, principalmente indígenas, dependen del cultivo del cannabis para su sustento, las viejas consignas chocan con la doctrina neoliberal. El de cannabis es un cultivo que en gran medida sigue perteneciendo a la unidad familiar, a diferencia del cultivo de coca, en el que un único dueño puede tener grandes extensiones de tierra cultivables. Esto no significa que no ocurran compraventas de varios terrenos por un único propietario, pero eso sí, de suceder dentro del resguardo indígena, el comprador deberá estar censado por el Cabildo.
El balanceo requiere saber el tejemaneje de la legalidad vigente para ejercer la ilegalidad. En este sentido, algunas investigaciones indican que el anuncio del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), resultado del Acuerdo de Paz de 2016, llevó a un incremento sustancial de los cultivos por las expectativas creadas de recibir ciertos beneficios. Y del mismo modo hay quienes ya afirman que esto mismo ocurre ante la posibilidad de la legalización.
Al igual que los bombillos, otra imagen paisajística característica de este territorio son las pintadas, firmas y pancartas en las vías. Al regresar a Toribío y subir por la carretera que viene de El Palo es imposible no ver los rastros que dejan los grupos armados en el campo de lo simbólico. Aquí, y al igual que en el resto del territorio, el grupo armado busca imponer su gobernanza ilegal, lo cual es estratégico para asegurar sus rutas del narcotráfico y, por ende, su financiación. Pintadas que también a veces son tachadas o borradas por el movimiento indígena en sus ejercicios de control territorial.
Pero ¿cómo opera este control armado con relación al cultivo de cannabis?, ¿cuáles son los actores reguladores que se mueven entre sus fronteras?
«Nadie dice nada. Pero tampoco nadie lo puede negar», nos advierte un vecino de Toribío. Para nadie es un secreto la convivencia entre el Frente Dagoberto Ramos y el Gremio de Cultivadores del Cannabis, aunque se mantenga un conveniente distanciamiento protocolario.
El Gremio apareció hacia 2020, tras un año de violencia contra el movimiento indígena por oponerse a las lógicas y dinámicas de estas economías ilícitas. Así, en 2019 fueron asesinados, entre otros, los guardias indígenas Kevin Mestizo y Eugenio Tenorio, Gersain Yatacue y Toribio Canas; además, una nueva masacre en Tacueyó terminó con la vida de la gobernadora Cristina Bautista junto a otros cuatro guardias indígenas: José Gerardo Soto, James Wilfredo Soto, Eliodoro Uniscue y Asdruval Cayapu.
El Gremio justificó su existencia en razón a la necesidad de regular los precios del mercado y«democratizar el cultivo». Con su aparición se instaló una regulación a partir de normas coercitivas que se volvieron legítimas en el ámbito de la ilegalidad. Entre ellas: fijar el número máximo de matas sembradas por cultivador a 250, o 500 por unidad familiar; establecer el precio mínimo de la libra de cannabis en 50.000pesos —lo cual se ha mantenido relativamente estable, con picos al alza hasta los 120.000 pesos y con pronunciados descensos en el último año—; e imponer el cobro de impuestos, vacunas, por libra producida, desmoñada o comprada, lo que lleva a su vez sanciones por el incumplimiento de estas normas.
Estas acciones, que también pueden influir en la política municipal, nos obligan a desplazar la mirada para ver otras formas, otras«artes de gobernar». Son acciones que están encaminadas a la suplantación del Estado y, por tanto, traen consigo prácticas que lo emulan, como que lo recaudado se destine a construir infraestructuras, sin evitar caer en las mismas arbitrariedades y corrupciones del uso de los recursos que se presentan en el ámbito legal.
Por eso también el Gremio ha comenzado a imponer otras normas, encaminadas a que los cultivadores, de alguna manera, se sientan cuidados frente al abandono del Estado. Esto les permite continuar con la impunidad de su accionar. Entre ellas están la obligación de sembrar árboles bajo el discurso de paliar los estragos ecológicos ocasionados por el mismo monocultivo del cannabis; o sostener huertas familiares para recuperar la soberanía alimentaria, dado el elevado precio del costo de vida que se hace insostenible; o reducir el número de bombillos utilizados para estimular el crecimiento de la planta, así como que los días 25 de cada mes se realice un apagón general en respuesta a los altos cobros de alumbrado público y a los recurrentes cortes de luz impuestos por la empresa de energía y la Fiscalía, dada la multiplicidad de enganches ilegales de estos cultivos. De nuevo la porosidad de la frontera, donde no importa que el cultivo sea ilegal, sino las correspondientes pérdidas económicas para la empresa de energía: lo legal permite, influye o colabora con lo ilegal. Como cuando el precio del gas sube y los cultivadores recurren al carbón vegetal para secar la mata verde antes de ser desmoñada, lo que implica la destrucción de bosques y con ello también la ampliación de otra frontera: la agraria. Mientras hace sus cálculos, una comunera de Toribío nos advierte que las cuentas no dan, y menos si restas el impuesto que cobran por igual el Gremio y el grupo armado: «diez mil pesos por libra para cada uno».
¿Cómo afectaría la legalización a estos actores?, ¿qué opinan de ello? Hablando con esa misma comunera, que como cultivadora está agremiada, entendemos que dentro del Gremio hay una parte que no quiere la legalización por lo que puede acarrearles a lahora de adquirir las licencias para el cultivo, que suelen ser de elevado costo. Son conscientes también de las dificultades de cumplir con ciertas reglamentaciones fitosanitarias o de seguridad, del control que ejercerán los compradores, de la pérdida de cierto poder, del precio de la mercancía, que puede entrar en disputa según el mercado ilegal quiera seguirlo fijando… entre otras muchas cuestiones. Y más, si tenemos en cuenta que estas montañas están regadas de agrotóxicos, son tierras maltratadas que se vuelven infértiles y cuyas aguas también comienzan a estar contaminadas.
Todo esto sucede al borde del abismo donde, como decía Héctor Schmucler, «no deja de sorprendernos que podamos reconocer la multiplicación de la crueldad y sin embargo la existencia continúe». El tejido social se descompone, al igual que se debilita el movimiento indígena. Ya no es raro ver en las calles jóvenes con gorras que llevan las iniciales JGL, en referencia a Joaquín Guzmán Loera, narcotraficante mexicano conocido como «el Chapo». Los deseos y las subjetividades de los más jóvenes cambian. Pero es también cierto que la esencia de la organización indígena resiste y muchos son conscientes de que sobrevivir en este espacio liminal requiere de ciertas porosidades con cruces permanentes. Las familias productoras responden laboralmente al Gremio y al mismo tiempo participan comunitariamente de la organización indígena. También hay familias que conocen la volatilidad de todo cultivo ilícito y por eso han optado por complementar sus jornales y sustentar el hogar a partir de otros procesos productivos legales, generando economías mixtas que se mueven entre lo ilícito y lo lícito.
La economía a la antigua está ahora permeada de la necroeconomía que, en palabras de Gustavo Santana para el caso del norte del Pacífico nariñense, consiste en «esos modos de producción de riqueza que operan a través de la vulnerabilidad social, el dolor, la crueldad, el rapiñamiento y la muerte, e imponen la violencia y el dolor como instrumento de dominación política, con el que exhiben su mandato y poder mafializado. (La necroeconomía) educa, castiga, vigila y produce un estado alterno fuera de la legitimidad identificado por el miedo, la zozobra y el terror, donde se estructuran normativas y formas de existencia»a partir de los cultivos ilícitos que conllevan muerte, coacción y seducción de las comunidades.
«Están llegando en ataúdes y no sabemos cuántos son», nos cuenta uno de los profesores con los que mirábamos los bombillos. La preocupación es inmensa, el reclutamiento de menores por parte de los grupos armados no deja de aumentar en todas sus modalidades. Es un subregistro que nadie alcanza a contar. Y que también pone al descubierto otra delicada frontera: la del victimario y la víctima, que aún hoy sigue siendo muy difícil de dimensionar.
¿Qué sucede cuando se fracciona el tejido social, cuando el narcotráfico controla una parte del territorio? ¿A quién beneficia que se desarticulen los logros conquistados por el movimiento indígena? ¿Qué queda cuando quienes lideran la lucha por los planes de vida comunitarios son asesinados? ¿Qué situación puede compararse a la de la víctima que colabora con su propia destrucción? ¿Qué desgracia es comparable a esa colaboración fatalmente provisoria —como la define Vidal-Naquet— que establece «el ahorcado con la soga que en cualquier momento lo estrangulará?». Ante tanta porosidad, ¿qué alternativas reales se plantean con la legalización del cannabis?
Cuentan que quienes trazaron las líneas imaginarias entre las estrellas para nombrar las constelaciones no modificaron el vacío negro que las rodea, sino nuestra manera de leer el cielo en las noches. Por eso, aunque parece no haber respuestas a estas preguntas, mientras exista el abismo y para sobrevivir haya que moverse entre fronteras, nuestra lectura de esos bombillos nos lleva a pensar que la legalización debe ir acompañada por lo menos de muchas otras reformas estructurales pendientes en Colombia.
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