Irpin
El jueves 24 de febrero de 2022, el mundo despertó con la noticia de que Rusia había invadido Ucrania. Aviones rusos bombardearon simultáneamente la capital, Kiev, y la región de Donetsk, que meses después sería anexada a Rusia. En la primera semana del conflicto, el número de desplazados y refugiados alcanzó la cifra de un millón y medio de personas. El 4 de marzo, cuando cruzamos a territorio ucraniano, era el doble. La frontera con Polonia colapsó por el éxodo masivo. Con nuestros pasaportes sellados, cruzamos hacia un lugar caótico y sombrío. Cientos de personas —mujeres con niños, mascotas y sus pocas pertenencias— hacían parte de uno de los desplazamientos más rápidos y masivos del siglo xxi. Sería el último viaje que haría con Brent.
Uno pensaría que entrar a un país en guerra es imposible y que salir, en cambio, es algo rápido y eficiente. Para nosotros fue al contrario. Cuando hicimos la fila para cruzar el control migratorio en Medyka, Polonia, en la frontera con Ucrania, a mi compañero Brent Renaud y a mí apenas nos revisaron las maletas. Solo nos preguntaron si llevábamos armamento o si nuestra intención era combatir a los rusos.
A finales de noviembre de 2021, Brent, su hermano Craig y yo trabajábamos en una serie documental para Time Studios en Estados Unidos, con Leonardo DiCaprio, Angelina Jolie y Trevor Noah como productores. La serie, titulada The Tipping Point, mostraba cómo el aumento de desplazados internos y refugiados, junto con una xenofobia creciente, había generado una crisis global. Conocí a Brent cuando éramos becarios en la Universidad de Harvard. Tímido y reservado, compartíamos una pasión profunda por la fotografía, los documentales, la arquitectura y el diseño. Nuestra amistad fue cada vez más estrecha mientras colaborábamos en diversos proyectos que nos llevaron por Estados Unidos documentando a las comunidades más afectadas durante la pandemia; conduciendo hasta quedar a metros del ojo del huracán Laura y a documentar los estragos que dejó en su paso por Luisiana, Misisipi y Arkansas, y cuando estuvimos a punto de ser secuestrados por un grupo armado en la frontera colombo-venezolana mientras registrábamos el éxodo masivo de venezolanos.
Cuando recibí la llamada para este proyecto en Ucrania, no dudé en preguntarle a Brent qué debía empacar y qué visas necesitaríamos. Empezamos visitando varios campos de refugiados en el norte de Grecia, donde pudimos seguir a un grupo de Irak, Siria, Sudán del Sur y Etiopía mientras intentaban cruzar ilegalmente a Albania escondidos en trenes de carga. Documentamos algo similar en el río Suchiate, entre Tecún Umán, Guatemala, y Ciudad Hidalgo, México. Allí, grupos de inmigrantes latinoamericanos —principalmente guatemaltecos, hondureños y venezolanos— avanzaban hacia el norte evadiendo puestos de control en las carreteras interestatales. Una vez en territorio mexicano, estos inmigrantes organizaron una gran caravana para intentar llegar a Estados Unidos. Sin embargo, la mayoría de los que conocimos acabaron dispersos por México, albergados en refugios y con escasos recursos económicos para continuar su viaje.
En Ucrania, la fila de personas se extendía y serpenteaba por la carretera hasta perderse en el paisaje frío y amarillo de los campos de trigo. Al frente, un grupo de mujeres se reunían alrededor de un fogón improvisado, esperando su turno para recibir una porción de sopa instantánea y combatir el frío del invierno. Los autobuses con refugiados apenas encontraban espacio para estacionar. En el ambiente sombrío se escuchaban los gritos secos de los soldados ucranianos, que intentaban coordinar el flujo de personas entre el bullicio de maletas, niños jugando y un ruido interminable de automóviles.
En una carpa improvisada, los voluntarios atendían a quienes llegaban con problemas de salud, la mayoría mujeres mayores. En su apuro por escapar de los bombardeos, habían olvidado llevar consigo medicamentos esenciales para la hipertensión o la diabetes. Nuestra traductora, Irena Skowera, nos ayudó a hablar con algunas de esas mujeres en la carpa. Todas decían lo mismo: «Tuvimos que dejar atrás a nuestros esposos, hijos, padres y hermanos».
El recorrido nos llevó a Lviv, la ciudad ucraniana más cercana de la frontera. Allí la guerra se sentía como una sombra que se expandía con rapidez. Una de las cosas más desconcertantes de estar en un país que apenas entra en un conflicto es tratar de comprender quién está realmente al mando: ¿los militares?, ¿los civiles? La línea de autoridad parecía difusa y las preguntas se acumulaban: ¿dónde están los puntos de primeros auxilios? ¿Qué zonas son las más peligrosas? ¿Dónde se producen los ataques?
Las alarmas de bombardeos aéreos interrumpían constantemente el día, intensificando el caos. El toque de queda limitaba la movilidad y muchos comercios empezaban a quedar sin suministros. Nos adaptamos constantemente, siguiendo las indicaciones cambiantes de las autoridades locales y las circunstancias sobre el terreno.
Comenzamos nuestra labor ubicando los centros de atención a refugiados, dispersos por toda la ciudad en espacios improvisados: cafés, el teatro municipal, la alcaldía, restaurantes y hoteles. Estos lugares se transformaron en refugios temporales, donde los desplazados encontraban comida caliente, ropa y algo de alivio. A medida que visitábamos estos puntos, comenzamos a entender la dinámica del éxodo masivo.
La mayoría de los refugiados buscaban dirigirse hacia el oeste, impulsados por el anuncio de la Unión Europea de otorgar asilo por tres años. Esto generó un cuello de botella en esa dirección con trenes, autobuses y carreteras congestionadas de personas desesperadas por cruzar. En contraste, pocos buscaban asilo en Bulgaria o Rumanía, países que, aunque cercanos, eran percibidos como aliados de Rusia.
Durante los primeros días recorrimos Lviv y visitamos la estación central de trenes. Las plataformas estaban abarrotadas por familias con maletas improvisadas, niños aferrados a sus padres esperando el turno para abordar los trenes hacia el oeste. La infraestructura ferroviaria de Ucrania, construida durante la era soviética, tenía un ancho de vía distinto al del sistema europeo. Este detalle técnico, insignificante en tiempos de paz, complicó la evacuación rápida de refugiados y heridos.
Emprendimos nuestro viaje en contravía a la ruta de evacuación. Fuimos de Lviv a Ternopil, Khmelnytskyi y Zhytomyr y, a medida que avanzábamos, el paisaje revelaba las cicatrices de la guerra. Las incursiones y la destrucción de los misiles rusos eran evidentes: instalaciones militares arrasadas, refinerías reducidas a escombros, complejos residenciales destrozados sin distinción.
En Zhytomyr, camino a Kiev, un misil ruso dirigido a una planta hidroeléctrica terminó destruyendo una casa habitada por una pareja de ancianos que, milagrosamente, sobrevivieron. Esa tarde, Brent, Irena, Sasha (nuestro conductor) y yo pasamos el rato con ellos mientras recogían las cosas que rescataron de los escombros: fragmentos de vajilla, un par de fotografías, un reloj antiguo. Mientras trabajaban en silencio, nos contaron que habían vivido en esa casa por más de cincuenta años, viendo pasar generaciones y épocas de tranquilidad que ahora parecían irreales.
La capital ucraniana se alza sobre una pequeña montaña que desciende hacia el río Dniéper, ofreciendo una vista formidable de la ciudad. Es imposible ignorar la imponente estatua de titanio de sesenta y dos metros de altura conocida como la «Madre Ucrania», símbolo representativo de Kiev. El trayecto hacia la ciudad, que normalmente tomaría alrededor de una hora, nos tomó casi ocho debido a las largas filas de vehículos intentando entrar o salir de la capital. Sasha, nuestro conductor, nos explicó que este tiempo de espera era común por el caos de la evacuación masiva y la creciente militarización.
A medida que avanzábamos era evidente que la ciudad estaba adaptándose al asedio. Las calles principales estaban salpicadas de barricadas improvisadas hechas con sacos de arena y neumáticos, mientras que los edificios públicos y las viviendas privadas se fortificaban con tablones y láminas de metal. Los retenes militares parecían interminables. Perdí la cuenta de cuántos cruzamos, cada uno con soldados que revisaban cuidadosamente el permiso oficial que portábamos, emitido por el Ministerio de Defensa, que nos acreditaba para transitar en zonas naranjas y rojas. Las zonas naranjas estaban controladas por tropas ucranianas, mientras que las zonas rojas estaban ocupadas por las tropas rusas.
En la segunda semana del conflicto, Kiev se había transformado en un punto neurálgico para miles de refugiados que huían del norte y del este de Ucrania. Las tropas rusas cercaban la capital en un intento desesperado por tomar el control y, tal vez, precipitar el fin de la guerra, pero las fuerzas ucranianas repelieron los ataques pese al bombardeo ruso. El nuevo foco de combate estaba a veintiséis kilómetros al norte de Kiev, en las ciudades de Irpin y Bucha, donde se concentraba una nueva ola de desplazados que se movilizaban hacia la capital en busca de protección.
El domingo 13 de marzo decidimos viajar a Irpin y Bucha con el propósito de documentar una nueva ola de desplazamiento. Queríamos acompañar a las familias en su recorrido: desde Irpin hasta la frontera con Polonia hay casi seiscientos kilómetros de distancia. Las revisiones se hacían cada vez más exhaustivas a medida que avanzábamos. En el último puesto nos exigieron usar chalecos antibalas y que el vehículo llevara insignias de prensa.
El puente de ingreso a Irpin, un punto estratégico para detener el avance ruso, había sido demolido por las fuerzas ucranianas. Aquella estructura, que antes conectaba a la ciudad con el resto de la región, era un amasijo de concreto roto y varillas retorcidas que colgaban sobre el río Irpin. El único acceso posible era a pie. Dejamos a Sasha en el auto con nuestras provisiones, y Brent y yo cruzamos a través de lo que quedaba del puente destruido. En la orilla opuesta, soldados ucranianos ayudaban a familias, ancianos y heridos a atravesar con lo poco que lograron llevar consigo.
El paisaje en Irpin era desolador. Bloques de edificios residenciales habían sido reducidos a escombros y las calles estaban cubiertas de restos de autos calcinados, muebles y pertenencias personales. En la distancia se escuchaban los ecos de los bombardeos rusos y, segundos después, la respuesta de la artillería ucraniana: el ruido blanco de la cotidianidad de la guerra.
En Soborna Street, una de las arterias principales de Irpin, el ambiente de abandono era evidente. Puertas abiertas, ventanas rotas, juguetes y ropa abandonados eran el testimonio de la prisa con la que huyeron las familias. Los perros, muchos perros, eran los únicos habitantes visibles. Algunos vagaban en busca de comida; otros permanecían inmóviles bajo los quicios de las puertas, como si esperaran el regreso de sus dueños.
Los primeros cuarenta y cinco minutos caminamos por las calles desiertas de Irpin sin cruzarnos con nadie. De pronto, una caravana de seis autos apareció en la distancia avanzando lentamente. Estaban abarrotados de familias que huían, con improvisadas banderas blancas hechas de sábanas y camisetas amarradas a los espejos retrovisores. En algunos de los vehículos se podía leer «дet» [niños, en ruso], escrito con pintura o marcador.
Minutos después, un coche Lada destartalado se detuvo junto a nosotros. Al volante, un hombre robusto, de barba canosa y ojos azules penetrantes, bajó la ventana y nos saludó en un inglés tosco. Se presentó como Vladimir y nos preguntó adónde íbamos. Brent respondió que queríamos encontrar el lugar donde las familias de la caravana estaban siendo evacuadas. Vladimir asintió y señaló hacia los límites entre Irpin y Bucha, unos nueve kilómetros más adelante. Sin dudarlo, ofreció llevarnos. Brent y yo intercambiamos una mirada. Era peligroso, pero no teníamos otra opción si queríamos regresar antes de que anocheciera. Corrí el asiento y me acomodé en la parte trasera; Brent se sentó en el puesto del copiloto. Esa decisión, quién se sentó dónde, me atormenta hasta el día de hoy.
Vladimir conducía rápido, pasándose altos y esquivando obstáculos, incluidas barricadas, en calles completamente desoladas. Redujo la velocidad para mostrarnos un complejo de apartamentos bombardeado por misiles rusos, que luego adornaría Banksy, el artista del grafiti, con una bailarina. Al parecer, el objetivo había sido un hospital militar cercano, pero el bombardeo indiscriminado ya había destruido más del 60 % de Irpin.
De pronto, a mi izquierda, vi un movimiento rápido y confuso: un hombre en uniforme camuflado apuntaba con un ak-47 desde una trinchera improvisada. Solo recuerdo cuando grité que nos iban a disparar mientras me tiraba al suelo. Escuché una ráfaga de disparos. Vladimir aceleró y giró bruscamente en U. Luché por mantenerme en mi posición y, en medio de la confusión, solo pude gritar «Go! Go!».
Todo se reprodujo en cámara lenta: los vidrios rotos golpeando mi casco y mi cara, el sonido de las balas perforando el vehículo. Estaba seguro de que moriría allí, con el rostro contra una maleta en la parte trasera del auto. Pensé en mi madre y en el dolor que le causaría la noticia de mi muerte. Deseaba que fuera rápida y me resigné, como si entregarme fuera la única forma de evitar el sufrimiento. Transcurridos unos segundos, sentí un golpe seco en el glúteo izquierdo. El dolor era tan profundo que se sintió como si me hubiera quemado desde adentro. Grité «I’m hit!», pero nadie respondió.
Finalmente, el coche, averiado por los impactos, se detuvo.
Levanté la cabeza y vi a Brent, recostado en el hombro de Vladimir, con una herida que atravesaba su cuello y su oreja. La sangre manaba por su cuello y se escurría por el chaleco. Intenté detener el sangrado presionando con mis dedos, pero Brent ya estaba inconsciente. Vladimir salió del coche y yo forcejeé con el asiento hasta salir. Cargamos el cuerpo inerte de Brent y lo colocamos en el pavimento frío de la calle Vulytsya Severynivs’ka. Me sentí desfallecer. El proyectil había atravesado la cajuela del auto y la herida en mi glúteo era tan grande que podía meter mi puño en ella. Intenté en vano detener el sangrado, hasta que escuché a Vladimir gritarle a un coche que se acercaba, pidiéndole que parara.
Mnie boli
La confusión fue abrumadora. Mi mente intentaba huir del dolor y el miedo. El frío me envolvió. Me repetí una y otra vez que no podía morir, que tenía que seguir, ayudar a Brent. Salí del carro, di unos pasos y sentí el golpe seco de mi cara en la tierra húmeda.
Desperté en una ambulancia, con rescatistas tratando de detener la hemorragia. Recuerdo unas manos cálidas acariciando mi rostro y una voz tranquila que me aseguraba que todo estaría bien. Me trasladaron a un hospital infantil donde relaté lo ocurrido. Fui al quirófano para una cirugía de emergencia.
Cuando desperté de la anestesia, a mi lado estaba el doctor Dan Schnorr, un estadounidense de mirada amable y figura musculosa, que más bien parecía el soldado de una película. Me dijo que hacía parte de un grupo de Médicos Sin Fronteras (msf), cuya misión era capacitar a los médicos del hospital infantil Okhmatdyt en operaciones de traumas de guerra. Por suerte, el cirujano Martial Ledecq, un experto belga en heridas de guerra, fue quien me operó y, de paso, aprovechó la intervención para capacitar a varios médicos ucranianos.
Dan sostenía mi mano con suavidad reconfortante. Con la otra, describía el recorrido de la bala que había atravesado mi glúteo izquierdo, perforado la cavidad rectal y esquivado arterias, vértebras y órganos antes de detenerse en el muslo derecho. Su mirada lo decía todo: me había salvado de milagro. Después de dos cirugías y una colostomía, lograron estabilizarme.
Durante dos noches dormí en el búnker del sótano del hospital junto a otros pacientes. Despertaba aletargado por la morfina entre sollozos de niños asustados por las sirenas antiaéreas, el lamento de un soldado ucraniano por su pierna amputada y el sonido constante de los monitores médicos. Suelo mantener a mi círculo cercano informado sobre mis viajes. Días antes de la emboscada, me había comunicado con uno de mis mejores amigos, Mauricio, contándole de mi experiencia en Ucrania. Cuando logré contactarlo para informarle sobre mi estado y sobre la muerte de Brent, lo primero que sentí fue un profundo alivio al saber que, al menos él, sabía que estaba vivo. La noticia de la muerte de Brent, el primer reportero estadounidense asesinado en Ucrania por tropas rusas, se propagó por los medios.
La mañana del 15 de marzo, dos días después, desperté con la noticia de que Dan y su equipo serían evacuados de Kiev. Informes de inteligencia advertían sobre un bombardeo inminente al centro de la capital y al hospital. Dan me informó que él y su equipo serían evacuados de inmediato. Me preguntó si quería unirme a ellos. Hasta ese momento no había pensado en cómo regresaría a casa ni en la logística de ese viaje. No lo pensé dos veces y acepté. Solo pedí que no dejáramos atrás mis cámaras.
Me transportaron en una camilla y luego en una ambulancia hasta la estación central de tren. Dan, Martial y Anja Wolz, la directora de la misión de msf en Ucrania, improvisaron una sala de atención en el suelo del vagón, donde me acomodaron, me conectaron al suero y me administraron medicamentos. Cuando pude observar a mi alrededor, me di cuenta de que la mayoría de los pasajeros eran mujeres. Muchas lloraban, con sus manos y caras presionadas contra las ventanas, despidiéndose de maridos y hermanos: los hombres que dejaban atrás.
El abordaje del tren tomó varias horas. Cuando finalmente partimos hacia Lviv, le pregunté a Anja, sentada a mi lado, cuánto duraría el trayecto. Preguntó en voz alta y una joven se levantó y, en un inglés perfecto, me explicó que el viaje tomaría unas doce horas. Ella le preguntó a Anja quién era yo y qué me había ocurrido. Después de la explicación, la joven tradujo para el resto del vagón que yo era uno de los dos periodistas estadounidenses atacados por tropas rusas. De manera ordenada, los pasajeros se acercaron a agradecer por el interés en la tragedia del pueblo ucraniano. Otros lamentaron la muerte de mi amigo. Desde el fondo del vagón, una mujer comenzó a cantar en ucraniano y, en una armonía conmovedora, todos se unieron y llenaron el vagón con sus voces:
Cabalgó un cosaco más allá del Danubio
Dijo: «Muchacha, ¡adiós!»
Tú, caballo negro
Llévame y camina
¡Espera, espera, Cosaco!
Tu chica está llorando
Cómo me puedes abandonar
¡Solo piénsalo!
Las blancas manos no se quiebran
Los ojos cafés no se cierran
Yo soy de la guerra, con Gloria
Cosaco, ¡espérate!
Oh, ¡yo no te olvidaré
Mientras viva en el mundo!
Tú a la guerra habrás llegado
¡No me olvides!
Supe que la canción era «Un cosaco cabalgó más allá del Danubio, una pieza folclórica ucraniana. Era la escena que Brent y yo habíamos escuchado describir una y otra vez en nuestro recorrido por Ucrania. Fue profundamente conmovedor. Comprendí que ya no era solo el documentalista detrás de la cámara: era una víctima más de esa guerra, uno más en la fila de los evacuados de Ucrania. El recuerdo más vívido de mi evacuación a medida que el tren avanzaba y veía las luces distantes de las ciudades que dejábamos atrás.
Doce horas después desembarcamos en Lviv. Fui trasladado al hospital comunitario. Los médicos eran ucranianos y, aunque me sentía agradecido por su dedicación, la barrera del idioma se convirtió en otra fuente de angustia. El dolor de las heridas, la fatiga por el viaje y la incertidumbre del futuro pesaban más que cualquier otra cosa. A pesar de mis intentos por comunicarme, las palabras parecían escaparse.
Las condiciones en el hospital eran rudimentarias. Las paredes de color azul pálido, las luces tenues y la falta de modernidad contrastaban con la eficiencia de las instalaciones de Kiev. Parecía que el hospital hubiera quedado atrapado en una era anterior, cuando la medicina en Ucrania aún era soviética.
La primera noche fue la más difícil. Los sedantes perdieron su efecto y el dolor era agonizante. Desesperado, busqué algún timbre o botón para llamar a una enfermera, pero no había nada. Quería algo para el dolor y pensé que quizás alguien pasaría en su ronda. Después de media hora sin señales de ayuda, comencé a gritar: «Help! Help! Someone, I’m in pain!».
Intenté traducir esas palabras con mi celular, pero pronto comprendí lo inútil que sería gritar en un ucraniano mal pronunciado. Después de varios intentos, un hombre entró en mi habitación. Vestía una piyama raída, su cuerpo era esquelético, tenía laceraciones en el rostro y un brazo inmovilizado en un cabestrillo, probablemente heridas de una explosión. Le pedí ayuda en inglés. Me miró con una expresión ausente y, sin decir palabra, salió de la habitación. Minutos después, una enfermera llegó con una inyección de morfina. El alivio fue inmediato, aunque momentáneo.
Tras dos cirugías, los médicos me dijeron que sería evacuado y remitido a un hospital en Polonia. El diagnóstico no era alentador: debido a la falta de antibióticos y a la escasez de sangre para una transfusión, estaba desarrollando septicemia. Me explicaron que, sin tratamiento adecuado, podría derivar en un choque séptico y causar insuficiencia orgánica o, incluso, la muerte. A pesar del pronóstico, la decisión de ser evacuado a Polonia era una posibilidad de esperanza.
El día de mi traslado a Polonia coincidió con la llegada de Craig, quien había viajado desde Estados Unidos para reclamar el cuerpo de su hermano Brent. Cuando vino a verme al hospital nos miramos en silencio un instante antes de abrazarnos. Entre lágrimas, le pedí mil disculpas por no haber podido salvar a su hermano. «Lo siento tanto, Craig», le repetía, incapaz de contener el dolor y la culpa. Con manos temblorosas, le mostré mis dedos, aún manchados con rastros de sangre seca, un testimonio de mis intentos desesperados por detener el sangrado de Brent. Nos abrazamos de nuevo y lloramos juntos. Compartíamos el peso de una pérdida que ninguno podía comprender del todo.
Catorce días después de haber cruzado la frontera entre Polonia y Ucrania, volvía en una ambulancia, acostado en una camilla y sin mi amigo. Recordaba aquel momento antes del ataque, cuando nos subimos al carro de Vladimir, y me preguntaba si Brent y yo hubiéramos intercambiado lugares: quizás él estaría vivo. Reflexionaba, en mi dolor, que tal vez hubiera preferido que así fuera. Me atormentaba la culpa de haberlo dejado tendido en el frío pavimento de la calle Vulytsya Severynivs’ka.
La culpa del sobreviviente me abrumaba mientras las lágrimas caían al ver, a través de la ventana de la ambulancia, los techos de la ciudad, sus calles vacías y militarizadas. Grabé mis impresiones en notas de voz y videos, algo que Brent me había enseñado, que era mi único vínculo con él. Dos años después de su muerte, los archivos de esos días han sido mi guía para escribir esta crónica.
En uno de esos videos capturé la interminable fila de refugiados que se extendía a lo largo de la frontera, esperando cruzarla. Desde la ambulancia, con la sirena abriéndose paso entre la multitud de buses y carros, me sentí culpable. Era un extranjero privilegiado que podía saltarse la fila mientras cientos de personas esperaban, en el frío de marzo, para huir de la guerra.
Los días en el hospital de Polonia fueron eternos. Ni las visitas ni las entrevistas lograban disipar el aislamiento que me envolvía. Las noches eran tediosas. Mientras esperaba el efecto de los sedantes pasaba de un canal a otro en la televisión polaca, sin entender nada. Siempre terminaba en un canal de música de los ochenta, dejando que las melodías me arrullaran hasta caer en un sueño inquieto. Lo único que logré aprender en polaco de los días que pasé allí fueron las palabras mnie boli: mucho dolor.
El regreso fue una mezcla caótica de emociones: una especie de aventura teñida de alegría, confusión y una tristeza punzante. La travesía comenzó con una evacuación en un avión privado, acompañado por dos enfermeros y por Mauricio. El tamaño del avión nos obligó a hacer una escala en Islandia para reabastecer combustible antes de cruzar el Atlántico y aterrizar en suelo norteamericano. Allí nos esperaban agentes del fbi para interrogar a Mauricio, mientras yo, aún sedado y balbuceando incoherencias, intentaba responder sin mucho éxito.
Casa
Al día siguiente la realidad me golpeó con toda su fuerza: el funeral de Brent. Su familia, con una generosidad que me desarmó, decidió transmitir la ceremonia en vivo para que pudiera acompañarlos desde la distancia. Ver su ataúd a través de la pantalla, desde una cama en la que apenas podía moverme, fue devastador. La impotencia me aplastaba: yo estaba aquí, vivo, y él no.
Fue el inicio de mi recuperación física y emocional, seguida por meses interminables de visitas médicas, noches de insomnio y pequeñas victorias que poco a poco me devolvieron algo de esperanza. Las primeras caminatas, siempre con la ayuda de Mauricio, comenzaron en el apartamento. Pasos torpes que parecían imposibles. Recuerdo el día que logramos completar una vuelta a la manzana. Celebramos como si hubiera terminado un maratón.
Con el tiempo logré procesar y entender. Nuestro trabajo a veces cobra vidas de manera injusta. En este caso, la vida de Brent. Fue la última vez que compartí con él la emoción de colaborar con el respeto y entendimiento que caracterizó nuestra amistad.
A medida que los meses pasaron, la duda me persiguió: ¿mis recuerdos eran fieles o estaban distorsionados por el trauma? El estrés postraumático se manifestó como aislamiento, introspección profunda y una necesidad de entender qué nos había ocurrido realmente. Me di cuenta de que, con el paso de los días, nos acostumbramos a cosas que no deberíamos: la guerra, la pérdida de un amigo, las agresiones constantes entre naciones.
He aceptado la muerte de mi amigo, pero busco respuestas a las preguntas sobre qué habría sucedido si aquel día hubiera sido distinto: quizás no estaría escribiendo estas líneas. Quisiera cambiarlo todo, retroceder en el tiempo, tomar su lugar, encontrarle un sentido a lo que ocurrió. Lo hago de la única manera que conozco: abordando un avión; alquilando un carro; pasando la frontera entre México y Estados Unidos; fotografiando a las personas que la cruzan y a las comunidades que habitan los pasos fronterizos; capturando sus historias, sus miradas y su lucha.
Busco respuestas en esos rostros y esos paisajes, aunque las preguntas se multipliquen. Descubro fragmentos de esperanza y humanidad que me impulsan a seguir adelante, a seguir contando estas historias, porque es lo único que puedo hacer para darles sentido.
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