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Manifiesto (latente) del teatro fronterizo

Cotidianidad frente al mar Pacífico. Un hombre se balancea sobre un motocamión cargado de timbos de gas cerca del muelle de Juanchaco, Buenaventura, donde la vida fluye entre lanchas, transeúntes y las labores diarias. Foto de María Andrea Parra.
Cotidianidad frente al mar Pacífico. Un hombre se balancea sobre un motocamión cargado de timbos de gas cerca del muelle de Juanchaco, Buenaventura, donde la vida fluye entre lanchas, transeúntes y las labores diarias. Foto de María Andrea Parra.

Manifiesto (latente) del teatro fronterizo

i

Hay territorios en la vida que no gozan del privilegio de la centralidad.

Zonas extremas, distantes, limítrofes con lo Otro, casi extranjeras.

Aún, pero apenas propias.

Áreas de identidad incierta, enrarecidas por cualquier vecindad.

La atracción de lo ajeno, de lo distinto, es allí intensa.

Lo contamina todo esta llamada.

Débiles pertenencias, fidelidad escasa, vagos arraigos nómadas.

Tierra de nadie y de todos.

Lugar de encuentros permanentes, de fricciones que electrizan el aire.

Combates, cópulas: fértiles impurezas.

Traiciones y pactos. Promiscuidad.

Vida de alta tensión.

Desde las zonas fronterizas no se perciben las fronteras.

ii

Hay gentes radicalmente fronterizas.

Habiten donde habiten, su paisaje interior se abre siempre sobre un horizonte foráneo.

Viven en un perpetuo vaivén que ningún sedentarismo ocasional mitiga y, además de la propia, hablan algunas lenguas extranjeras.

Se trata, generalmente, de aventureros frustrados, de exploradores más o menos inquietos que, sin renegar de sus orígenes, los olvidan a veces.

No debe confundírseles con los conquistadores. Ni con los colonos. Es obvio que ni llevan banderas ni acarrean arados. Raramente prosperan o son enaltecidos.

Todo lo más, acampan en la vida hasta que comienza a hacérseles familiar el entorno. O hasta que llegan otros y se instalan, y el paisaje comienza a poblarse y a delimitarse.

Entonces parten, hacia adentro o hacia afuera, hacia un lugar sin nombres conocidos.

Carecen por completo de amor a las costumbres.

iii

Hay una cultura fronteriza también, un quehacer intelectual y artístico que se produce en la periferia de las ciencias y de las artes, en los aledaños de cada dominio del saber y de la creación.

Una cultura centrífuga, aspirante a la marginalidad, aunque no a la marginación, que es a veces su consecuencia indeseable, y a la exploración de los límites, de los fecundos confines.

Sus obras llevan siempre el estigma del mestizaje, de esa ambigua identidad que les confiere un origen a menudo bastardo. Nada más ajeno a esta cultura que cualquier concepto de pureza, y lo ignora todo de la Esencia.

Es, además, apátrida y escéptica y ecléctica.

De su desprecio por los cánones le viene el ser proclive a la Insignificancia y a la desmesura.

Como, por otra parte, no pretende servir a ningún pasado, glorioso o infame o humilde es contraria a la ley de la herencia, ni piensa contribuir a la edificación del futuro, sus obras son casi tan efímeras como la misma vida.

Ello no obsta para que en sus enclaves, en sus regiones imprecisas, ausentes de los mapas, irrumpan vocingleras las vanguardias, levanten sus tinglados los doctores académicos y acaben erigiéndose museos.

No hay por qué lamentarse demasiado. Surgen, aquí y allá, nuevas fronteras culturales. Incluso en lo que fueron antaño metrópolis del arte y de la ciencia, abandonadas hace tiempo, olvidadas acaso o mal comprendidas por los actuales mandarines, pueden abrirse parajes inusitados, remotos horizontes extranjeros.

Ocurre también que alguien descubre lindes transitables entre dominios en apariencia distantes, zonas de encuentro entre dos campos que se ignoraban mutuamente.

Así que, a la deriva, a impulsos del azar o del rigor, discurre permanentemente una cultura fronteriza, allí donde no llegan los ecos del Poder.

iv

Hay —lo ha habido siempre— un teatro fronterizo.

Íntimamente ceñido al fluir de la historia, la Historia, sin embargo, lo ha ignorado a menudo, quizá por su adhesión insobornable al presente, por su vivir de espaldas a la posteridad. También por producirse fuera de los tinglados inequívocos, de los recintos consagrados, de los compartimentos netamente serviles a sus rótulos, de las designaciones firmemente definidas por el consenso colectivo o privativo.

Teatro ignorante a veces de su nombre, desdeñoso incluso de nombre alguno.

Quehacer humano que se muestra en las parcelas más ambiguas del arte; de las artes y de los oficios. Y en las fronteras mismas del arte y de la vida.

Oficio multiforme, riesgo inútil, juego comprometido con el hombre.

Es un teatro que provoca inesperadas conjunciones o delata la estupidez de viejos cismas, pero también destruye los conjuntos armónicos, desarticula venerables síntesis y hace, de una tan sola de sus partes, el recurso total de sus maquinaciones. De ahí que con frecuencia resulte irreconocible, ente híbrido, monstruo fugaz e inofensivo, producto residual que fluye tenazmente por cauces laterales. Aunque a veces acceda a Servir una Causa, aunque provisionalmente asuma los colores de una u otra bandera, su vocación profunda no es la Idea o la Nación, sino el espacio relativo en que nacen las preguntas, la zona indefinida que nadie reivindica como propia. Una de sus metas más precisas

—cuando se las plantea— sería suscitar la emergencia de pequeñas patrias nómadas, de efímeros países habitables donde la acción y el pensamiento hubieran de inventarse cada día.

Pero no es, en modo alguno, un teatro ajeno a las luchas presentes.

Las hace suyas todas, y varias del pasado, y algunas del futuro. Solo que, en las fronteras, la estrategia y las armas tienen que ser distintas.

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