¿Cómo son los días previos al estreno de una nueva ópera?
Los últimos días son ensayos con orquesta en los que unimos todos los ingredientes. Primero hacemos ensayos musicales a piano, después hacemos ensayos técnicos a piano y luego hacemos un ensayo con orquesta, como el del otro día. El final es juntar todo. Nos acercamos a la hora de la verdad.
¿Ha habido ajustes en estos días o ya va sobre ruedas?
Esta producción ha funcionado maravillosamente. Obviamente siempre se están ajustando cosas, porque para eso se ensaya: para que quede como un reloj. Los ajustes en la ópera no son porque haya algo mal. Hay que saber que son diferentes tipos de carros, el nuestro es un Ferrari, y lo estamos terminando de sincronizar para la gran carrera del 25.
Su primera función fue interpretar a Fiorello en El Barbero de Sevilla en el 94, precisamente en el Teatro Colón. ¿Cómo lo recuerda?
Santiago, me acuerdo de todo como si fuera ayer. El otro día que me senté en un palco, precisamente estaba pensando en ese día: en la emoción que fue salir a un escenario con el que había soñado toda la vida. Mi papel era pequeño, y cuando terminé de cantar mi parte me senté ahí al lado y pensé: «Pase lo que pase, así se caiga el mundo, ya canté una ópera en mi vida».
A partir de ahí ya todo era ganancia.
Sí, a partir de ahí todo era ganancia. Yo he mirado siempre mi carrera así: siempre es ganancia porque siempre estamos aprendiendo de errores, de aciertos. Y todo para adelante, aquí nunca se va para atrás.
Es notable su buena memoria para recordar fechas, detalles, nombres. Sentimientos, incluso: lo escucho ahora en su voz. Supongo que también esa memoria le permite apreciar toda su trayectoria.
Sí, señor. Yo siempre he sido muy fechero. Soy como el Conde Contar de Plaza Sésamo: yo cuento todo. Sé que llevo 31 años en el escenario y qué estaba estudiando hace veinticinco. Si abres una partitura mía de una obra que haya cantado mucho, un Barbero de Sevilla, encuentras todas las fechas de cuando lo cante, cómo, con quién. Soy muy fechero y me interesa mucho la memoria. A veces me toca quedarme callado porque no quiero ser el escribano de mi propia historia ahí en vivo. Hay gente que a veces se burla de eso, pero no me importa: yo soy el diario oficial de mi propia vida.
¿Será que hay una relación entre la memoria y la ópera como formato que nos permite recordar lo que olvidaríamos de otra forma?
Totalmente, Santiago, porque la ópera es un género que preserva muchas veces otros géneros, como en nuestro caso, La vorágine. Es una gran novela, la gran novela colombiana junto con Cien años de soledad: no necesita ningún empuje de nosotros. Pero al volverla una ópera le estamos dando una nueva vida en un género diferente. Normalmente las óperas están basadas en grandes obras de la literatura, grandes hechos históricos, y es muy interesante revisitar los grandes clásicos y ver cómo, en esencia, el mundo y la gente no han cambiado tanto. Seguimos teniendo los mismos temores y los mismos abismos del alma que tenían en 1500. Entonces claro que la ópera es un gran músculo de la memoria.
En La vorágine usted hace de Don Rafo: ¿qué le llama la atención del personaje?
Don Rafo es un señor mayor, amigo del papá de Arturo Cova, que tiene su pequeño negocio de traer artículos de Bogotá: capachos, cuchillos, mantas, cuerdas de tiple, todo lo que pueda vender en el Llano. Nos da mucha información sobre Arturo, sobre sus orígenes en Bogotá. Realmente es un personaje que sirve para para saber de dónde viene todo, pero también es un personaje que muestra otra realidad, la gente buscándose la vida como puede, salvándose. Imagínate el trajín de traer cosas de Bogotá en 1924, en burro para venderlo un poquito más caro y vivir de eso.
¿Ya había leído La vorágine?
La primera vez que leí La vorágine tenía doce años, porque fui un niño muy ñoño y raro. Tenía la edición de Oveja Negra, de las que se conseguían en esa época, y creo que entendí menos de la mitad. Pero siempre tuve curiosidad porque La vorágine, primero que todo, es una novela de aventura. Claro, tiene toda la carga social, pero podría perfectamente ser un libro de Julio Verne o de Emilio Salgari. Eso es un gran ingrediente para hacer una ópera.
¿Es importante la aventura en la ópera?
Pues no todas tienen que ser de aventuras, pero tiene que pasar algo. No me imagino una ópera con un solo personaje sentada en una silla, una ópera psicológica, o algo así, aunque debe haber alguna por ahí. Pero este género se alimenta de de pasiones, realmente. Y La vorágine es un torbellino de principio a fin. Es maravilloso.
Creo que esta ópera va a tener una larga vida porque tiene todos los ingredientes para gustar mucho, no solo a los colombianos que tenemos un afecto y una disposición hacia La vorágine, sino al público general. Así como Cien años de soledad cuenta la historia de una familia de locos en un pueblo del Caribe, y es lo más universal que existe, creo que La vorágine también tiene eso.
Pedro Salazar, director de la obra, dijo que la ópera de La vorágine no solo busca narrar una historia, sino también capturar la esencia del territorio y su relación con quienes lo habitan, este terreno lleno de contradicciones. ¿Cómo lo siente usted?
Yo he reflexionado mucho sobre esto estudiando este papel, volviéndome a leer La vorágine. Yo soy bogotano y amo Colombia, me encanta viajar por Colombia, he estado en cincuenta mil sitios. Pero yo conozco una Colombia donde hay vuelos directos de Avianca y un teatro lírico donde hacer un concierto. Entonces, imagínate la cantidad de Colombia que me he perdido. Todo el lugar donde transcurre La vorágine es un sitio tan desconocido y mágico para mí como los de La isla misteriosa de Julio Verne.
Entonces sí he pensado mucho en este gran territorio, que va más allá de lo de lo que uno cree que es Colombia. Ayer vi un un documental muy interesante sobre la balsa muisca que está en el Museo del Oro. Se hizo en un solo vaciado en cera de abeja, lo hizo un solo orfebre. Calculan que es del 1300 y es una orfebrería totalmente moderna y vanguardista para la época. La encontraron lejísimos de la laguna de Guatavita. Todo eso nos hace pensar en un país que siempre ha estado latiendo ahí al lado nuestro, no tan lejos, ¿no? Porque, realmente, donde pasa La vorágine no es tan lejos de Bogotá. Nos hace reflexionar, cosa que es muy importante en la ópera: que nos haga pensar un poco en algo más allá de nuestra nariz.
¿Cómo piensa usted la relación entre lo local y lo universal en la ópera de La vorágine y su aporte a la ópera, en general, que solemos pensar como europea?
Cuando algo es local y aporta a la humanidad se vuelve universal. Claro que las cosas tienen que partir de un punto específico. Alguien me preguntó el otro día, de manera un poco rancia, que por qué el compositor era brasilero si esto es colombiano. Resulta que cuando algo es universal eso pasa a un segundo plano, no importa. Por ejemplo, Las bodas de Fígaro, de Mozart es una historia que transcurre en España, en Sevilla; la obra de teatro la escribió Beaumarchais, que era francés; el libreto, Lorenzo Da Ponte, que era italiano; y la música, Mozart, que era austríaco. Y es una obra totalmente universal. Yo acabo de hacerla y se ha hecho durante más de dos siglos. Porque nos deja algo y nos dice algo.
No sabía que José Eustasio Rivera era un apasionado de los dramas líricos de Wagner, pero ahora pienso que eso se puede ver también en esos temas que aborda La vorágine, ¿no? Esa violencia, esa fuerza de la naturaleza, esa búsqueda de la libertad.
Es que estaba cantado que La vorágine tenía que acabar convertida en una ópera, porque tiene todos los ingredientes. Se ve en la escritura de Rivera que era un aficionado de Wagner: esta manera de ver los dramas de una manera más profunda. La vorágine no es una cadena de errores y de tragedias. Es una reflexión de todos los personajes sobre en qué hoyo están metidos. Esas son las óperas de Wagner.
Ante una nueva ópera, ¿qué hace o deja de hacer para aceitar la maquinaria y que quede perfecto el Ferrari para afrontar el nuevo reto?
Me entregaron la partitura del año pasado. Claro, era una ópera nueva, no hay ningún referente de alguien que haya cantado a Don Rafo. Lo tenía que crear de cero, y eso es muy rico: un gran reto porque porque te toca echar mano de toda la experiencia, de todos los años sobre el escenario. Es importantísimo saberse la música muy bien para no estar titubeando en los ensayos, para no estar inseguro. Y volver a leer la novela obviamente fue muy importante. Tomar notas, hacer propio el vocabulario de La vorágine, que es muy peculiar, para que cuando uno diga una palabra como «guaral» no suene a cosa rara. Yo ya «guaral» lo tengo perfectamente usado en mi vocabulario, es como una pequeña red para pescar que vende Don Rafo.
En estos días estoy entregado a La vorágine en cuerpo y alma. Me levanto y me acuesto pensando en La vorágine. Y estoy durmiendo bien, durmiendo largo y comiendo bien. Cero vida social. Hoy en día soy muy poco de vida social. Me gusta irme tempranito a la cama, pero más aún cuando estoy haciendo una obra.
Cuénteme qué es eso que usted llamó «estudiómetro» y cómo funciona en este proceso de preparación de una nueva obra.
Lo tengo aquí a mi lado. El estudiómetro, me encanta el nombre. Es una cuerda con 55 pepitas de madera que van cambiando de color, lo construí con esas cositas que venden en la Panamericana para hacer manualidades.
Es como una especie de rosario, pero no está como collar, sino es una línea. Es un peligro pensar que uno está cien por ciento preparado, pero no es sano tampoco quedarse en lo mismo durante cinco horas porque la ópera tiene doscientas páginas: no habría vida para aprendérsela. El estudiómetro me ayuda a moverme adelante. Yo hago repeticiones: la primera vez que estudio una frase, musicalmente y con la letra, la repito 55 veces. Solo esa frase. Es lento el proceso, el estudiómetro tiene que venir con bastante paciencia. Y después le voy quitando números. Al final quedan tres repeticiones. Cuando yo ya soy capaz de repetir tres veces algo y me da jartera hacerlo la cuarta, quiere decir que ya está listo.
Usted destaca por su paciencia. Cuando empezó a cantar tuvo que aprender una vocal por mes, ¿no?
Sí, yo fui al estudio de uno los grandes profesores de canto de la historia, Armen Voyagian, que ya hoy está retirado. Y él me preguntó la primera vez sí tenía paciencia. Yo realmente tengo mucha paciencia. Soy capaz de lavar la Plaza de Bolívar con un cepillo de dientes, lo voy haciendo cuadradito por cuadradito; eso afortunadamente se lo heredé a mi papá. Y entonces mi maestro dijo, «Vamos a hacer un año de vocales». Y así fue. Un mes entero con la «a». Yo iba a las clases solo a cantar «a». Y eso también es una prueba.
Como las de Karate Kid.
O las películas de aventuras: si no pasas esa prueba, si no eres capaz de estar un mes cantando «a», esta carrera no es para ti.
Luego de más de tres décadas de carrera, ¿cómo ha sido ese aprendizaje de su cuerpo, de su voz y de su técnica también, para incorporar esas lecciones a los nuevos retos?
Yo tengo 48, y los seres humanos nos damos cuenta a esta edad de que el cuerpo sí cambia, gústenos o no. Y hay que replantearse toda la técnica en ciertas etapas, porque a los veinte años la primavera canta por uno. Yo a los veinte años no tenía ni que calentar. Pero el cuerpo va pidiendo otros cuidados, va pidiendo otra atención.
Yo tuve la suerte de que mi maestro me enseñaba y me decía: «Mira, ahorita no lo vas a necesitar, pero acuérdate». Y ahora, afortunadamente, gracias a que tengo buena memoria, cuando he tenido baches técnicas de no saber cómo solucionar algo, me acuerdo de mi maestro y empiezo a practicar. Y es maravilloso porque sí funciona. Lo mismo con el repertorio. Yo ahorita el 5 de marzo voy a hacer un recital en el Teatro Mayor con Anibal Dos Santos y Sergei Sichkov: solo obras de Brahms, que las voy a cantar por primera vez en mi vida.
La partitura me la compré en el 2001, imagínate. Y yo me acuerdo de que se la mostré a mi maestro en una clase, y él se rio y me dijo: «Qué bonito, guárdala bien». Entonces no tenía ni la cabeza ni la voz ni la técnica ni nada para haberla cantado. Es una obra muy profunda y muy complicada. Bellísima, y muy complicada de interpretar. Ahora es que he tenido las herramientas para hacerle.
Usted siempre les agradece a sus mentores, desde Luciano Pavarotti y Plácido Domingo hasta Voyagian, pero, en este momento de su carrera, ¿le interesa ser un maestro también para los nuevos talentos líricos de Colombia o del resto del mundo?
Por supuesto que sí. Durante toda mi carrera siempre he querido apoyar a los cantantes más jóvenes. Obviamente, en los comienzos no tenía las herramientas para dar una clase de canto. Me esperé bastantes años para hacerlo por respeto a los cantantes y porque es que tú no puedes andar experimentando con gente, eso es horrible. Creo que ahora sí tengo las herramientas y me siento capaz. He tenido alumnos, trabajo con cantantes y me interesa muchísimo poder devolver lo que he recibido.
Realmente nada es mío. Todo lo he recibido y lo he trabajado con mucha disciplina, pero es algo que me ha sido dado, me interesa mucho poderlo devolver y quedarme tranquilo, porque lo he gozado durante muchos años. No me veo como un maestro ni nada, sino como alguien que está devolviendo algo que le sirvió bastante.
Volvamos al principio, de la entrevista y de su carrera. ¿Cómo es regresar al Colón?
Para mí es como un sueño. Yo pienso mucho en el Valeriano de diecisiete años que debutó ahí, en si pudiera ver cómo es el Teatro Colón hoy: una maravilla después de toda la refacción y la construcción del Centro Nacional de las Artes. Piensa que cuando yo debuté en el Colón, donde está el Centro Nacional de las Artes había un parqueadero y unas tiendas, y en el Centro García Márquez había otro parqueadero con piso de tierra. Toda la gente hablaba de agrandar el Colón, pero pues eso era como un sueño imposible.
Lo que más agradezco, y lo que más me sorprende y me emociona, es todavía estar parado ahí: todavía estar yendo a un ensayo, todavía estar con la voz bien, haber pasado ya tres décadas, y contando, cantando. Para mí, el gran premio de mi carrera es haber continuado y no haberme dejado apabullar por todas las cosas que pueden pasar en una vida en treinta años. Es que esto ha sido como el viaje de Arturo Cova por la selva, pero con la diferencia de que yo sigo vivo.
A mí no me devoró la selva.
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