En un mundo político saturado de palabras, de escándalos, de discursos vacíos y estrategias de mercadeo electoral, la figura de José «Pepe» Mujica emergió como una anomalía ética. Su historia personal, profundamente marcada por el silencio y el encierro, lo convirtió en un referente de autenticidad, coherencia y humildad, cualidades que escasean dramáticamente en la política contemporánea.
Mujica sobrevivió trece años de prisión en soledad, hundido en un pozo, a veces sin luz, sin agua, casi sin aire, curándose las heridas de las torturas y la derrota. Sin embargo, convirtió ese tiempo en una experiencia de transformación espiritual y ética. Como si el silencio prolongado hubiera depurado su mente de las banalidades del mundo, Mujica emergió de su condena con una mirada aguda y serena sobre la condición humana. No era una hipérbole cuando decía que en su cautiverio escuchaba el lenguaje de las hormigas, sino que daba fe la nueva sensibilidad que había adquirido: la capacidad de percibir lo minúsculo, de valorar lo esencial, las pequeñas cosas.
Esa transformación no es común en líderes que han atravesado el sufrimiento. Muchos salen amargados, radicalizados, vengativos o convertidos en víctimas irredentas. Mujica, en cambio, templó su alma hasta hacerla resistente y, al mismo tiempo, compasiva. Aprendió a valorar la vida por encima de los dogmas y a poner la dignidad humana en el centro de su acción. No me cabe duda de que fue ese largo período de introspección el que lo dotó de una profundidad ética singular, que contrastó con la superficialidad y la soberbia de otros dirigentes.
Sartre dijo alguna vez que la grandeza del Che Guevara radicaba en su coherencia: pensar, decir y hacer lo mismo. Mujica también encarnaba esa virtud. No se trata de que fuera infalible o perfecto, sino de una actitud de vida: no traicionarse a sí mismo, no esconderse tras máscaras, no decir lo que era conveniente sino lo que se correspondía con sus convicciones. Su famosa austeridad no fue un espectáculo mediático sino una opción sincera: vivía como pensaba.
Durante su presidencia (2010-2015), renunció al boato del poder. Mantuvo su viejo Volkswagen, siguió viviendo en su chacra, y donó la mayor parte de su salario. No por estrategia, sino porque no concebía el liderazgo como un privilegio, sino como un servicio, como la realización de los sueños colectivos. Esa coherencia entre vida y discurso, entre biografía y política, le granjeó el respeto incluso de sus adversarios.
Una de las lecciones más importantes que deja Mujica es la del valor de la autenticidad. En una época donde los líderes son diseñados por asesores de imagen y operan como productos de consumo en una vitrina, Mujica se mostró como un hombre sin adornos. Hablaba con el corazón, sin maquillaje verbal ni pretensiones intelectuales. Su lenguaje directo y coloquial era, en sí mismo, un acto ético: no ocultaba, no exageraba, no manipulaba, no mentía.
Su autenticidad también se manifestó en su capacidad para reconocer errores. Cuando descalificó a Cristina Fernández con un comentario desafortunado, en lugar de atrincherarse en la vergüenza o el orgullo, supo pedir perdón, entendió que el error es una oportunidad para rectificar. Lo hizo sin eufemismos, e incluso con gracia. Ese gesto de humildad contrasta con la soberbia de tantos otros dirigentes que no toleran la autocrítica.
Mujica también revalorizó la política como espacio de convivencia y no de confrontación. Aunque provenía de la lucha armada, renunció a la violencia como camino. Aprendió —en carne propia— el valor supremo de la vida, y construyó desde allí una ética del diálogo. Supo trabajar con aliados y adversarios, respetando las diferencias. No recurrió al insulto ni al grito, sino al argumento y la escucha.
Evitó el autoritarismo que seduce a tantos líderes de izquierda. Comprendió que gobernar no es imponer una visión, sino construir consensos, incluso imperfectos. Su pragmatismo, por el que algunos lo criticaron, fue en realidad una forma madura de abordar la complejidad de lo social en nuestros tiempos. No hay revoluciones perfectas ni cambios instantáneos. Hay procesos, tejidos, paciencias, con las cuales enfrentar las incertidumbres de este siglo.
Mujica nunca convirtió el poder en un fetiche. Al contrario, advirtió constantemente sobre sus peligros. Decía que el poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son. Su discurso ante Naciones Unidas en 2013 fue una pieza maestra de crítica al modelo consumista, donde afirmó que la humanidad no vino a este mundo a «desarrollarse económicamente» sino a ser feliz. Que trabajamos para generar las condiciones que nos permitan disfrutar del tiempo libre, en comunidad, con los que amamos; no para llenarnos de cachivaches, cosas que otorgan una felicidad artificial y pasajera.
Desde esa mirada, entendía que el verdadero drama contemporáneo no es la pobreza sino el egoísmo. La política, para él, debía recuperar el horizonte del bien común. «Gobernar no es mandar, es servir», repetía. Esa ética del servicio lo alejó del caudillismo, de la demagogia, de la vanidad que corroe tantos proyectos progresistas. Su ejemplo desnudó la farsa de quienes usan la revolución como máscara de su ambición.
Mujica construyó una narrativa política de la esperanza. En medio de un clima global de cinismo, su palabra sonaba verdadera. No necesitó redes sociales ni furia viral. Su voz era sonora porque tenía el peso de su experiencia, de su propia transformación.
Claro que no fue perfecto. Tuvo sus contradicciones, sus límites. Pero su vida mostró que es posible ejercer el poder sin corromperse. Que se puede ser líder mucho tiempo sin perder la cabeza ni corroer el corazón. Que la política, cuando es guiada por principios, puede dignificar en vez de envilecer.
El legado ético y político de Pepe Mujica es habernos demostrado que otro liderazgo es posible.
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