Este artículo hace parte de nuestra alianza con El Enemigo.
Nariño es uno de los departamentos más al sur de Colombia. Su capital, Pasto, está de hecho mucho más cerca de Quito —seis horas por carretera—, que de Bogotá —cerca de veinte—. Desde el centro del país, la gran mayoría de la gente no lo tiene muy presente por cosas más allá de que es casa de un volcán —varios, en realidad—, se come cuy, cuenta con una de las construcciones más sorprendentes del país —el santuario de las Lajas, una iglesia en el cañón de un río—, y un par de «chistes» de mal gusto —que tienen su origen en que se resistió, con sus razones, a la independencia de la corona española—.
Yo hacía parte de esa mayoría de gente.
Visité Nariño por primera vez en el 2019. Había llegado a vivir a Cali en la casa de una chica que encontré en un página de roommates por Facebook. Nos hicimos muy amigas y me invitó a conocer su ciudad en la Semana Santa de ese año. A Pasto le dicen «La ciudad sorpresa». Con justa razón: me atravesó con sorpresa como pocos lugares en los que hubiera estado antes.
En abril del 2025 volví por cuarta vez, esta vez para poner a sonar mis vinilos de salsa, invitada por un lugar que había abierto sus puertas en el centro de la ciudad, a finales del año anterior.
El centro de Pasto no es muy distinto del de cualquier otra ciudad de este país a más de dos mil metros de altura. La gente camina rápido por pequeñas aceras con comercio a lado y lado. Hay una plaza mayor al estilo que heredamos de los colonizadores, con el nombre de un prócer de la independencia, casas grandes de pocos pisos —antiguas e imponentes— y, casi que una tras otra, una parroquia, una iglesia o una catedral.
Los centros de estas ciudades son oscuros, grises. Aunque haga sol, su energía es fría. Hay algo en ellos que les ha impreso el paso de los años, y con él, las cientos de historias que han vivido de la mano de otros como nosotros. Algo místico. Ahora que lo pienso, los páramos no distan mucho de esto.
Desde hace seis meses, el segundo piso de una de esas casas antiguas por la Plaza de Nariño, en Pasto, es la sede de Casa Páramo, un proyecto cultural que, sin proponérselo, ha logrado que la juventud pastusa vuelva al centro. Ese segundo piso primero fue pensado como una librería, donde más allá de los libros primara la experiencia: que invitara a permanecer, de la mano de un buen café y música diferente.
«Yo estudié administración, pero después también filosofía, y desde ese momento quise tener una librería. Era un sueño de esos que uno veía muy utópico, porque siempre está por ahí esa idea de que tener un espacio relacionado con la cultura está condenado al fracaso», me dice Juan Felipe Moncayo, uno de los tres amigos, hoy socios, detrás de Casa Páramo.
El reto, desde el inicio, fue hacer de ese sueño algo sostenible; porque además, ninguno de los tres hacía parte del mundo de las artes y la cultura, su relación con ellas partía únicamente del gusto personal. Sebastián Barragán y Juan David Serrano, las otras dos partes del proyecto, son de profesión médico y arquitecto. Tenían la solución sin haberse dado cuenta, estaba en todas esas veces que se reunían en la casa de alguno a charlar, tomar algo y compartir música, en las que siempre salía un: «Bacano tener un lugar donde suene esto».
A finales del 2023, los tres se encontraron en esas reuniones compartiendo referentes de lugares, charlando de modelos de negocio y sumándole cada vez más cosas a esa lista de infaltables. Todo el proyecto empezaba a tomar forma en la que años atrás había sido la casa de los bisabuelos de Juan Felipe, y cuyo segundo piso llevaba ya un buen tiempo vacío. Podría decirse que fue la casa la que llamó al proyecto. La que, aún con miedo, los obligó a moverse.
Semana a semana el proyecto seguía tomando forma en sus cabezas, pero no fue hasta que la familia de Juan Felipe recibió una oferta seria por la casa, para un negocio de almuerzos corrientes, que tuvieron que actuar rápido. «Uno de los más grandes motivadores al momento de tomar la decisión fue el dolor hipotético. Pensábamos que era más costoso para nosotros no hacerlo y quedarnos con la duda, pasar por ahí y pensar “esto pudo haber sido otra cosa”». La idea de que el lugar, en vez de lo que se imaginaban, fuera uno en el que alguien anunciara el menú del día con un megáfono desde la puerta les pesaba más que invertir en ella todos sus ahorros. La obra, a cargo de Juan David, estuvo lista en tres meses.
Además de la inversión, le temían al centro. Había cafés y un par de museos, pero nada como lo que traían en mente. Sin embargo, esa ubicación es de lo que más le han reconocido a Casa Páramo. «Están trayendo a la gente a un lugar tan lleno de historia como el centro, que ahora con ellos empieza a agarrar un aire distinto», me dice Santiago Cortés, un abogado de veintisiete años, amante de la literatura y admirador de las sesiones de escucha, las fiestas, los conciertos, los cineclubes y la librería de Casa Páramo. Entre sus sueños también está poder, algún día, llevar hasta este nivel de compromiso alguno de sus hobbies.
Con Santiago hablé también de los lugares en Pasto en los que él saciaba su ansia por las artes y la cultura. Me contó que antes de la Casa Páramo, más que lugares fijos, tenía presentes sobre todo eventos esporádicos. De ese pequeño circuito en la ciudad hacen parte espacios como Gularía —un centro cultural con galería, y a la vez café con gastronomía popular—, Espiral y Aleph Teatro. Su oferta ha estado más enfocada en talleres de diferentes artes, exposiciones de artistas locales, jams, el teatro y la fiesta. No había, entonces, un lugar que reuniera, como él le dice, a «la crema alterna de Pasto», compuesta en su mayoría por músicos y amantes de la música.
A finales de los noventa y principios de los dos mil hubo en Pasto una ola fuerte de rock, dice Sebastián Barragán, uno de los socios, que, además de otorrinolaringólogo, es coleccionista de vinilos y, me atrevería a asegurar, que el más melómano de los socios: «Sobre todo del rock en tu idioma. De hecho, por ese gusto, los tres estuvimos en grupos de música en el colegio».
Sebastián es el responsable de las sesiones de escucha en la Casa Páramo: Luis Alberto Spinetta, Gustavo Cerati, João Gilberto, Gal Costa, Chico Buarque y otros ídolos del rock argentino y la bossa nova brasileña han hecho parte de la agenda. También se encarga de lo que suena en la rotación regular: Rawayana, Los Amigos Invisibles, Marcos Valle, Devendra Banhart, Illya Kuryaki and the Valderramas, Souleance, Radiohead, Mac Miller, Sufjan Stevens o Erlend Øye.
Suenan también Andrés Guerrero y Briela Ojeda, dos de sus apuestas locales, que hacen parte de una ola de artistas nariñenses que, desde Bogotá, durante los últimos diez años ha hecho de Pasto y sus alrededores un lugar definitivo de la música en Colombia.
Sara Pabón hace parte de una especie de nueva camada de músicos que, por el momento, no se han ido de su ciudad. Tiene veintidós años y se define como «cantora», sin encasillarse únicamente en el cantautorismo. Como artista y espectadora, ha hecho parte de algunas noches de música en Casa Páramo. «La primera vez que vine me pareció hermoso porque eso de las sesiones de escucha aquí no pasaba. Era algo a lo que yo me reunía con mis amigos. Un lugar específico destinado a ese fin, no había. Fue bellísimo ver allí a amigos y amigas de las artes. En general, me reafirmó que nos une un montón la música que habla de otro tipo de cosas, no necesariamente banales o comerciales».
Pienso que Sara se refiere a lo místico, y recuerdo una de las frases de una canción de Lucio Feuillet: «No se nace en vano al pie de un volcán». Lucio es otro de esos pastusos que junto a Briela Ojeda, Andrés Guerrero, Gabriela Ponce, Camilo Portilla, y agrupaciones compuestas por otros músicos nariñenses como Buha 2030, Pedro Bombo, el Conjunto Añañay y más recientemente Palacio Vidriera, han hecho que desde Bogotá volvamos la mirada y el oído sobre Pasto.
Con la frase, recuerdo también que la primera de las noches que pasé en la que fue mi cuarta visita al departamento, en una casa con un ventanal gigante sin cortinas y una vista única hacia el volcán, abrí los ojos y vi ese cielo azul noche teñido de dorado, naranja y rojo: eran los colores que llegan a la mente al pensar en la erupción de un volcán. No sentí miedo. Abrí los ojos de nuevo. Solo era un sueño.
Nariño es el departamento de Colombia con más volcanes. Gracias a su alto contenido de minerales y nutrientes de la descomposición de rocas y cenizas volcánicas, sus tierras son fértiles y sustentan el crecimiento de diferentes cultivos. El Galeras —visible desde casi cualquier lugar de Pasto y sus alrededores— es considerado el volcán más activo de Colombia. Los pastusos han normalizado su existencia: el miedo no media su relación.
La artes en general y la música son ventanas a esta relación, nos permiten entender mejor su forma de reconocer el territorio y cómo ha sido habitado desde hace siglos. Esa relación está sin duda mediada por los volcanes, la frontera con el Ecuador y su relación con los indígenas Kamsá e Inga, del departamento vecino del Putumayo: creo yo que de estas circunstancias brota lo místico.
Hay algo en este territorio fértil — no sólo para los alimentos— que se manifiesta una y otra vez a través de la sensibilidad artística de sus músicos, que vuelven a él una y otra vez en sus letras aún estando lejos. Y que ha hecho que la música del departamento, haya sonado ya en las tarimas de Rock al Parque, el Festival Estéreo Picnic o el Festival Centro.
«Túquerres, Ipiales, Galeras, Cumbal
Pasto, Chiles, Chiles, el gran Guáitara.
Se me olvida a veces mi vida
pero vivo al verlos estar,
como el Angasmayo al Guáitara
he de llegar»
—«Tierrita de mi madre», Gabriela Ponce
«Si le sofocan las altas cumbres del vuelo del aprendiz
Vuelve al suelo, nariz con raíz, raíz con nariz»
—«Nariz con raíz», Briela Ojeda
Casa Páramo le ha enseñado a Sara a traicionar la hora pastusa —colombiana diría yo, esa mala maña de no llegar a tiempo a las cosas—: los eventos son tan buenos que el lugar se llena muy rápido.
«Me parece lindo de ellos que, con lo que están haciendo, hemos dejado de cobrar el típico cover de diez o quince lucas por ver a un artista local, que acá sigue siendo un reto todavía», dice Sara, que además de su diseño cuidado aprecia que el lugar funcione también como café, librería, bar y restaurante. Esto, pues «La Casa invita, además, a pensar: te estamos abriendo las puertas de este lugar, valóralo también desde otro lado, desde el valor que tiene el artista, y desde el del espacio que te estamos prestando».
Tanto Juan Felipe, como Juan David y Sebastián, estudiaron sus carreras en Bogotá, y vivieron algunos años fuera de Colombia. Nutrieron la idea de la Casa Páramo con espacios como Tornamesa (Bogotá), MatikMatik (Bogotá), El Péndulo (Ciudad de México), Quiebracanto (Bogotá) o La Central (Barcelona). Tenía que preguntarles, entonces, qué les hizo tomar la decisión de hacer realidad el proyecto desde Pasto. En realidad, buscaba hablar sobre algo en lo que su historia me hizo pensar de nuevo: que las artes y la cultura son más importantes para una sociedad de lo que se cree, y que la ausencia de lugares propicios para su desarrollo puede hacer que alguien tome la decisión de dejar ese lugar que ama.
«A mí me trajo de regreso estar con mi familia, pero me quedé aquí por la calidad de vida. Después empezó a surgir en mí una necesidad, en ese mismo sentido de la calidad de vida, de un espacio para la felicidad y el disfrute», dice Sebastián.
«Sí, uno aprecia mucho el buen vivir que tiene Pasto, es muy cerca y muy amigable todo. Pero sí siento que dentro de las charlas que teníamos hace muchos años en Bogotá, cuando salíamos a tomar una cerveza o algo, pensábamos siempre “qué lástima que en Pasto no haya sitios como estos”. Recuerdo que la idea quedaba en el aire, y es bonito ahora pensar en cómo se fueron dando las cosas. Mucha gente nos ha dicho que no tenía un espacio para eso en Pasto. Es bonito escucharlo y darse cuenta de que uno, sin quererlo, está haciendo algo por la ciudad. Que esta cosa es más grande de lo que nos imaginamos», dice Juan David.
«Da también una alegría inmensa que uno pueda volver a su ciudad, pero no solo a aportar con su profesión, sino también en esto, en experiencias que a veces tienen más impacto que nuestros trabajos habituales», termina Sebastián.
Al inicio de este texto dije que yo hacía parte de esa gente que solo tenía presente a Nariño por un par de cosas. Era así antes de ir era primera vez, después de eso se sumó una más: un pastuso, al que conocí fuera del departamento, que por las razones que fueran, me negó por años, casi que por completo su origen. Cuando llegué a Pasto esa primera vez, y me encontré, de la manera más sorprendente e inesperada posible, con su verdad, se me hizo imposible entender su decisión, mucho menos justificarla.
A Sara la conocí la noche que puse música en la Casa Páramo. Entre risas me contó una anécdota. Había logrado entrar a un sitio de Medellín aprovechando la idea que se tiene desde fuera de su lugar de origen: «Mire que nosotros venimos de bien lejos, allá en Pasto no hay nada de esto. Solo hay cuyes y montañas», dijo. Y funcionó. En la mesa que compartimos esa noche destapé un regalo que me dieron unas chicas que fueron a verme: una figura de un cuy miniatura. Riéndome repetí la frase de Sara: «Solo hay cuyes y montañas».
Con eso en mente, y habiendo conocido ya la Casa Páramo, sentí que su labor va más allá de ser un espacio propicio para reunir a amantes de las artes y la cultura. Que se suma también a una forma de sacar pecho por el origen, y reivindicarlo, a través del sentido de pertenencia. En caso de que eso no sea suficiente, uno siempre puede reírse de sus «desgracias».
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