En esa mirada plana y miope que ha mostrado Netflix al relatar la violencia colombiana desde las balaceras y excesos de los narcos, la adaptación de Delirio, la novela de la bogotana Laura Restrepo —publicada en 2004 por Alfaguara— no parecía una apuesta obvia. Quizás el libro le interesó a Netflix porque, aunque no se debe a los desafueros propios del narcotráfico, su historia sí está atravesada por ese mundo; muy en el fondo aparece el nombre de Pablo Escobar. Difícil no mencionarlo, aunque eso no necesariamente signifique una condena: la serie de ocho capítulos equilibrar las necesidades de la plataforma y la responsabilidad con la novela.
Delirio cuenta la historia de un hombre, Aguilar, que vuelve a su casa en Bogotá después de un viaje de fin de semana y encuentra a su esposa, Agustina, desvariando en un hotel. Ahí arranca, contada a cuatro voces, una radiografía de la clase alta bogotana que abrió el siglo XX ganando el premio Alfaguara, recibiendo elogios de José Saramago y Harold Bloom, y marcando una diferencia con su tratamiento de la descomposición social que había causado el narcotráfico en Colombia al poner el foco en las dinámicas familiares y no de la calle, tras unos años noventa marcados por La virgen de los sicarios (1994), Noticia de un secuestro (1996) y Rosario Tijeras (1999).
Gaceta conversó con Andrés Burgos (Medellín, 1973), que con su socia Verónica Triana fueron los showrunners en la serie, el rol que cumplen en la industria audiovisual quienes se encargan del contenido creativo de principio a fin, desde la escritura del guion hasta la postproducción, pasando por la puesta en escena.
Burgos y Triana ya habían escrito el guion de la serie con la que Prime Video adaptó Noticia de un secuestro. «En el caso de Delirio, como Verónica tenía experiencia ya en producción y yo en dirección, tanto Netflix como la productora TIS pensaron que era bueno que nos mantuviéramos al frente», dice Burgos sobre el proceso, que duró cerca de dos años desde que empezaron a escribir.
¿Qué relación habías tenido con la novela?
La leí cuando salió, cuando se ganó el premio Alfaguara. Pero desde entonces no me había vuelto a asomar. Tenía la idea que le queda a uno con los años, pero esta vez me tocó sentarme a leerla con ojos de guionista.
¿De quién fue la idea de adaptarla?
De la casa productora TIS [que estuvo detrás de las series Perfil falso y Medusa, y de la adaptación de Noticia de un secuestro], que buscaba que le resultara atractiva a Netflix. Laura Restrepo no estaba muy interesada ni tenía un puente muy directo para una adaptación, así que buscaron a alguien que hiciera una labor diplomática para presentarle la idea. Nos propusieron a Verónica Triana y a mí que nos uniéramos. Laura ya nos conocía personalmente: a mí por el mundo de la literatura [Burgos ha escrito novelas como Manual de pelea, Nunca en cines y Clases de baile para oficinistas] y por algunos lazos familiares; y Verónica había estudiado literatura con el hijo de Laura. Además, Laura había visto la adaptación de Noticia de un secuestro, para la que habíamos hecho el guion. La idea entonces le sonó, y se sentaron productores y agentes a negociar.
Escribir a cuatro manos necesariamente implica discutir. ¿Cómo llegaron a acuerdos para entregar el guion final?
Antes de sentarnos a la escritura mecanográfica, hicimos un mapa, diseñamos los personajes y las curvas dramáticas de las diferentes líneas. Fue algo muy peripatético y un poquito escolástico: hablar, hablar, hablar, preguntar cómo ves esto. A veces se imponía la idea de uno; a veces, la del otro. O surgía en la mitad una idea que al final no sabíamos de quién era y agarrábamos un hilo e íbamos pegando.
Las discusiones se daban pensando en el cuestionamiento que iba a tener el espectador. Fueron muchas, pero recuerdo una frente a la estructura: Delirio es una novela muy fragmentada, y la serie también tenía que serlo, pero menos. Entonces hubo discusiones sobre por dónde enfocarla, cuáles iban a ser los puntos de vista. Que haya una serie tan fragmentada, en la que se puedan armar las piezas del rompecabezas de un modo u otro, es una fortuna y una maldición. Una fortuna porque tenés opciones. Hay historias con las que no tenés mayor opción que contarlas en la fórmula en la que vienen. En esta, en cambio, había muchas alternativas y eso se te ayuda a jugar, pero puede llegar a ser difícil entender cuál es la correcta.
Con las adaptaciones ocurre lo que comúnmente pasa con las traducciones: suele haber algún nivel de traición frente a la obra original («traduttore, traditore»). Con Delirio el reto era grande porque la novela, más que una trama que se va desenvolviendo, tiene no solo una estructura fragmentada, sino que logra una cadencia en la escritura que hace parte de las sensaciones con las que uno se queda al final; cambia intempestivamente de narradores y tiene reflexiones específicas sobre la clase. ¿Qué admites que traicionaron y a qué crees que se mantuvieron fieles con la adaptación?
Parto por la no traición. Yo creo que no traicionamos el espíritu de la obra, en la medida en que mantuvimos la esencia de su conflicto: el conflicto de clases, el retrato de la clase alta bogotana corrompida por el narco y con esa renuencia permanente a hablar de ciertos temas y de meter la basura bajo la mesa. Nosotros decíamos que la esencia de Delirio es la negación: del trauma y de la realidad dada desde la individualidad de sus personajes y del comportamiento más abierto y colectivo como familia y como sociedad. Tampoco traicionamos el argumento: la historia que narramos en la serie está muy cercana la historia que narra el libro. También quisimos mantener la época y la geografía: es una historia profundamente bogotana, que no podría ser contada en otra ciudad colombiana por esas mismas características morales y del acercamiento a los problemas del país que se tienen desde una perspectiva de capital con alma de virreinato. La otra no traición sería la búsqueda de narrar el narcotráfico sin la frontalidad que lo hemos hecho continuamente en otras obras colombianas. Es más el reflejo de cómo lo tomó cierta parte de la sociedad colombiana. Ahí creo que está la gracia de la narración: en esa hipocresía, en esa doble moral, en ese sin querer queriendo. Para nosotros fue una gran oportunidad narrar un problema que se supone que ha sido sobrenarrado —que yo no creo— en nuestra literatura y en nuestra cinematografía, y abordarlo desde un ángulo diferente.
¿Y cuáles traiciones admites?
Muchas en diseño de personajes. Una de las principales es con el «Midas» [una de las cuatro voces de la novela]: en el libro está más en blanco y negro; a nosotros nos convenía hacerlo un personaje ambiguo y creíamos que ganábamos más haciendo que su esencia fuera su permanente deseo de pertenencia. Entonces, por ejemplo, en el libro el «Midas» es el que hace abortar a Agustina, pero nosotros dijimos: ¿qué tal si en realidad él sí quiere que ella tenga ese hijo, que sería también su modo de entrar a la alta sociedad, a esa élite que le sirve como socio en negocios, pero no como socio de sangre? O, por ejemplo: en el libro Agustina tiene una discusión con su madre, pero no tiene el carácter de clímax que nosotros quisimos darle en la serie, en la que hicimos que Agustina se enfrente a toda su familia en una escena de delación que está directamente basada en La celebración, la película de Thomas Vinterbergen. Es un momento importante porque es cuando ella pierde la razón. En la literatura y en la vida real no tenés que dar tantas explicaciones de las raíces de las cosas; la locura simplemente va y viene. En lo audiovisual sí se necesita mucha más causa-consecuencia y, sin querer racionalizar la locura, sí necesitábamos momentos que permitieran ver sus raíces.
¿Discutieron cambios como esos con Laura Restrepo?
No. Ella estaba muy segura de lo que tenía en su libro, así que dio vía libre y dijo: «háganle». Había decisiones en las que Verónica y yo decíamos: «Laura nos va a matar». Pero si la cagábamos en el camino, pues iba a ser responsabilidad nuestra. Laura vio los guiones ya escritos y los capítulos terminados para estar enterada, pero no intervino en el contenido.
Mencionas los cambios no solo como una forma de acomodar la historia al lenguaje audiovisual, sino incluso como licencias que se dieron para, por ejemplo, homenajear la película de Vinterbergen. ¿Adaptar también es crear una obra propia?
No me atrevería a nombrar como obra propia una adaptación, algo que ya tiene su autor y su dueño; pero desde que trabajo en la industria es la ocasión en la que he tenido la mayor libertad de acudir a propuestas de adaptación de un modo muy personal, de correr unos riesgos de narrativa, es extraño, a través de la obra de otros. Suena paradójico, pero es un poco así. Tuve una mayor posibilidad de hacer, buscar y de arriesgar que cuando estaba haciendo cosas mías para la industria.
Venimos de adaptaciones de grandes obras de la literatura para Netflix, como la de Pedro Páramo y la de Cien años de soledad. En ambos casos, además de las voces que las agradecen, ha habido otras que resienten una suerte de espectacularización en la pantalla que permite entregar productos visualmente muy llamativos, incluso bellos, pero que no necesariamente se compadecen con la esencia de las novelas. Pareciera un signo o un sistema de trabajo de esa plataforma. ¿Cómo lo viviste en el caso de Delirio?
Cada título tiene que hablar por sí mismo; cada proyecto tiene unas circunstancias, un momento y una gente detrás. Frente a Delirio yo no podría hablar de un «sistema Netflix». Es más: es mi primer trabajo con Netflix. Anteriormente había trabajado con Prime Video, había hecho por los laditos cosas que terminaron en Netflix, pero que nunca estuvieron completamente bajo mi responsabilidad. En este caso, Juan Pablo Raba, el protagonista que hace de Aguilar en la serie, desde que empezamos decía que era un unicornio, que esta era una serie rara. Y no creo que sea rara solo frente a Netflix, sino, en general, al tipo de producto colombiano al que estamos acostumbrados. Sobre eso sí puedo decir que si lo fuera a denominar como una particularidad dentro de lo que se viene produciendo en Colombia, lo sé desde adentro porque nos dieron absoluta libertad y una exigencia poco usual en la industria para buscar la forma y el tono de la historia más allá de esquemas que generalmente se consideran ganadores. Nos dijeron: «ahí está Delirio; adapten como ustedes sientan, como quieran». En esa medida, aunque suene extraño, creo que es una serie bastante autoral y es, probablemente, lo más autoral que yo haya hecho para televisión abierta o plataforma. Incluso, en algún momento nos decían: «está bien, pero queremos ver más riesgo». Nosotros escribimos y rodamos la serie de una manera, llegamos a posproducción y empezamos a montarla y nos dijeron: «vamos a darle una vuelta, busquemos más allá», y luego, en la sala de edición, la volvimos a escribir.
¿Cuáles fueron esas vueltas de tuerca que dieron sobre la marcha?
Nosotros llegamos con una propuesta narrativa que, aunque estaba bien, nos dijeron que no estaba tan metida en la subjetividad de Agustina. Querían sentir más su angustia. Entonces agrandamos su punto de vista. Fue un riesgo que nos pareció atractivo correr porque en las narraciones actuales se piden personajes femeninos más fuertes y activos, un poco moralizantes, y Agustina es un personaje pasivo, frágil, que no es del todo dueño de su destino. La pregunta que genera el misterio de la novela es qué le sucedió a Agustina. En el momento en que nos metimos en ella corrimos el riesgo de responder esa pregunta mucho antes de lo que nos convenía narrativamente. Por eso nos la jugamos por mostrar lo que siente Agustina, y ahí fue cuando surgieron las visiones que tiene, atadas a momentos específicos.
Ya que también tú y Verónica Triana también participaron como productores, ¿cuáles fueron los retos ahí?
La serie tuvo el enfoque de una producción grande, gracias al apoyo de Netflix con presupuesto, y nos permitió rodearnos muy bien y tener gran equipo, pero la idea que teníamos no era detenernos en la parafernalia y en la espectacularidad. Lo que más nos interesaba era el drama interior, de puertas para adentro, esa locura que Laura Restrepo llama la locura que se cuela debajo de las puertas cuando nos encerramos en la casa creyendo que podemos estar a salvo de la locura exterior.
Delirio es una novela atravesada por el narcotráfico, y cuando uno ve las producciones colombianas por las que se interesan las grandes plataformas, ese tema es recurrente; también, si son producciones de humor, es de cierto tipo de humor al que estamos acostumbrados en la televisión; y algo pasa también con los melodramas, que suelen ceñirse a las fórmulas que ya conocemos. Pero tú, por ejemplo, escribiste y dirigiste una película como Sofía y el terco, una historia sencilla y tierna que se sale de esas lógicas. Ya que conoces la industria por dentro, ¿ves la posibilidad que las plataformas, cada vez más interesadas en la producción nacional, también impulsen relatos alternativos?
Si bien Netflix tiene una demanda mucho más grande por un tipo de producto colombiano que se vende muy bien en el mundo, también hace apuestas por otro tipo de narrativa. No la abandonan. Pudiéndoles haber dado la espalda a estos relatos, se han mantenido con ganas de hacerlos. Uno podría hacer un paralelo con el mundo editorial: hay editoriales que les siguen apostando a la literatura, a ciertas formas de poesía, a narrativas distintas porque también hay público para eso y porque también es un modo de generar un acervo histórico. Quizá no sea lo más abundante, pero que exista, para mí, es una suerte y me considero tremendamente afortunado de poder hacer esto. Lo vengo a poder hacer casi después de veinte años de carrera haciendo otro tipo de producto. Creo que Delirio es una buena muestra de que puede haber un encuentro entre unas narrativas diferentes y un acercamiento masivo al público, porque eso muchas veces no se da.
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