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1965: Pañuelos blancos en la Monumental

Autor: Guillermo Cano

En Madrid, la beatlemanía se tomó por asalto la Plaza Monumental de toros. Fanatismo, histeria y pop en una crónica punzante, que retrata el desconcierto de una época en transformación.

Este artículo hace parte del libro Guillermo Cano: el periodista. Léelo completo acá.

 

8 de julio de 1965

Hemos puesto a girar la ruleta del mundo, para que nos señalara por dónde comenzar a recordar esta vuelta —cuarenta días y cuarenta noches— de Bogotá a Bogotá pasando por San Francisco, Honolulú, Tokio, Kioto, Nara, Taipéi, Quemoy, Hong Kong, Bangkok, Teherán, Atenas, Roma, Barcelona, Madrid. Extrañamente se detuvo en Madrid. La última escala.

¿Por qué razón? Por actualidad, posiblemente. No por importancia, porque sucesos mundiales más trascendentales que unos pañuelos blancos flameando en una plaza de toros los vimos, los presentimos, los conocimos y tratamos de compenetrarnos con ellos.

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Pero, ¿qué actualidad pueden tener unos pañuelos blancos en la Plaza Monumental de Madrid? Pues la tienen: Los pañuelos blancos saludaban en una noche cálida a cuatro jóvenes ingleses de extrañas-atractivas figuras: Los cuatro Caballeros de la Orden del Mérito inglés: Los Beatles.

Una tarde, solo 24 horas antes, otros pañuelos blancos ondeaban en la Plaza Monumental de Madrid, pidiendo para Diego Puerta dos orejas en premio a un valor insospechable. Dos clases de fanatismos encerrados dentro de un mismo coliseo, dos públicos enceguecidos por dos pasiones diferentes. Y alrededor de los ídolos —tan diferentes también— discusiones universalizadas.

De si la «beatlemanía» es una enfermedad contagiosa durante la pubertad y adolescencia; de si es una prueba de decadencia del mundo occidental; de si atravesamos una era de infantilismo; de si se trata o no de un fenómeno sociológico importante o apenas de una explosión intrascendente de histerismo pasajero; de si la reina Isabel ha ofendido gravemente el honor británico y de si es despreciable o no lucir una condecoración antes reservada a los muy escogidos cuando ahora la llevan en sus pechos estos desmelenados del «ritmo de Liverpool».

De si el toreo es una fiesta bárbara, sangrienta y ofensiva a los sentimientos humanos; de si el Papa aceptará o no el ofrecimiento que le ha hecho «El Cordobés» —«beatle» del toreo—, de lidiar seis toros en Roma gratuitamente a beneficio de las misiones; de si Diego Puerta —millonario a costa de cornadas— es un producto esquizofrénico de la «nueva ola» taurina; de si el toreo va en decadencia, porque las plazas solo se llenan al embrujo de un nombre mientras en otras plazas los mejores y más puros toreros solo encienden las pasiones de los entendidos y de los iniciados.

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Nosotros vimos a los Beatles en la Plaza Monumental de Madrid. Éramos parte de las doce mil personas, desde ancianos hasta niños, pero con una indiscutible mayoría de adolescentes entre los catorce y los veintiún años, fuertemente custodiados por más de mil policías bien armados —los temibles «grises» del generalísimo Franco—, encargados de impedir que se repitieran en los alrededores de la plaza los episodios casi sangrientos del salón «Prince», cuando los «gamberros» se trenzaron a palo y piedra con los guardias, en una explosión de «beatlemanía» a larga distancia.

En las barreras y en los tendidos, niñas de senos improbables y jóvenes alemanas de senos indiscutibles establecieron durante cuarenta y cinco minutos un corto circuito impresionante entre la batería de Ringo y las tres guitarras de Paul, John y George, y un público que aun sin quererlo participó de un extraño exorcismo.

Algunos fueron a la plaza «a ver qué es eso de los Beatles», otros con la intención de comprender a sus hijos y a sus hijas, y de penetrar en ese nuevo mundo en que vive la adolescencia, algunos con el decidido propósito de comprobar que «aquello» era una estafa.

Al concluir el espectáculo, los únicos que no bailaban eran los «grises». Estaban demasiado ocupados torciéndole el brazo a los más exaltados o estableciendo una muralla de bolillos entre los fanáticos y los cuatro endebles Caballeros de la Orden del Mérito inglés que abandonaban el circo como los toreros en una tarde de gloria entre pañuelos blancos y ovaciones…

Porque dígase lo que se diga, los Beatles son cosa seria. Demasiado seria. Por algo constituyen para el declinante Imperio británico una de sus principales fuentes de divisas hoy en día.

Por 45 minutos de su música habrían cobrado 2.500.000 pesetas, que en dólares limpios significan algo más de 40.000 dólares.

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Dos días después, Su Santidad el Papa Paulo VI amonestaba a la juventud y condenaba a los jóvenes que «gritan y patalean cuando oyen cantar a los ídolos del momento». Nosotros habíamos presenciado esa «agitación mimética y frenética ante espectáculos tontos» de que hablara Paulo VI, en la capital de un Estado eminentemente católico y policíaco, sin que la admonición de los pastores ni el temor a los «grises» pudieran controlar las explosiones de histeria de miles de jovencitos «embeatleizados», que no solo con gritos sino con pañuelos blancos pedían para Ringo y su cuadrilla las dos orejas y la vuelta al ruedo.

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Hablar de los Beatles, cuando se acaba de rozar el Vietnam, o cuando se regresa al «caldero colombiano» en permanente ebullición, parece un anacronismo y casi una tontería. Posiblemente lo es. Pero ya hablaremos del Vietnam y de la bomba china y de la fortaleza de Quemoy y de la reforma agraria de Formosa y de una geografía de la pobreza y de la guerra… Este es un abrebocas, un entremés, una divagación sobre un tema de actualidad que inclusive preocupa hoy a Su Santidad Paulo VI…

«A vuelo de jet»

 

Nota de Jorge Cardona Alzate

El 3 de julio de 1965, Guillermo Cano fue uno de los espectadores del concierto que dieron Los Beatles en la ciudad de Barcelona. El día anterior, los artistas estuvieron en la plaza de toros de Las Ventas en Madrid y sucedió lo que parecía imposible en una España regentada por el dictador Francisco Franco: la designación de los «cuatro melenudos» como miembros de la Orden del Imperio británico por parte de la reina Isabel II y un dinero importante del cantante internacional Rafael permitieron que Francisco Bermúdez cumpliera los compromisos y fueran posibles dos presentaciones en España en la gira de diez conciertos por las capitales de Europa. A la medida del generalísimo Franco, pero la beatlemanía fue posible y Guillermo Cano anotó convencido: «Los Beatles son cosa seria».

A punto de presentar su quinto álbum, Help, Los Beatles ya marcaban una época. En Estados Unidos vendían millones de copias y Europa deliraba con los cuatro jóvenes de Liverpool (Inglaterra) que revolucionaron la música y afianzaron los movimientos de contracultura de los años sesenta que cambiaron el mundo. La historia cuenta que primero se encontraron John Lennon y Paul McCartney, y con otros músicos se llamaron The Quarrymen. En noviembre de 1961 los vio el promotor de discos Brian Epstein y surgió el primer sencillo «Love me do», que mostró el camino del éxito. El guitarrista George Harrison estuvo desde que era un menor de edad y el último en llegar fue el baterista Ringo Starr. El encuentro de los cuatro Beatles hizo posible una leyenda que se sigue escuchando.

En busca de sus raíces quedaron vivencias en los clubes de Liverpool y, a la hora de su identidad de grupo, la suya surgió del juego de palabras de homenaje a una generación de ruptura. Al modificar una e por a, los beetles —equivalente a Los Escarabajos— se convirtió en Los Beatles, exaltación al movimiento beat surgido en los años cincuenta como una corriente artística e intelectual de rechazo a la Guerra Fría, la segregación racial, la desigualdad social y la confrontación en Corea. También la génesis del movimiento hippie y de la poesía de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, una visión cultural que supieron ensamblar en su propuesta los cuatro maravillosos de Liverpool. En enero de 1963, cuando salió a la venta su primer álbum Please Please Me, la beatlemanía se extendió por el planeta.

La mayoría de los temas de sus trece álbumes y veintidós sencillos fueron composiciones de John Lennon y Paul McCartney, aunque George Harrison aportó recordados éxitos. Con variaciones, John Lennon fue guitarrista rítmico, Paul McCartney estuvo en el bajo y George Harrison en el talento rítmico y el virtuosismo solista. Guillermo Cano fue una de las doce mil personas que los vieron en España y también a los «temibles “grises”» de Franco «ocupados torciéndole el brazo a los más exaltados o estableciendo una muralla de bolillos entre los fanáticos y los cuatro endebles Caballeros de la Orden del Mérito inglés que abandonaban el circo como los toreros en una tarde de gloria entre pañuelos blancos y ovaciones…».

Cuarenta y cinco minutos de música histórica y extraordinaria por dos millones y medio de pesetas.

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