Un cuerpo espigado que se contonea por un angosto trecho llamado pasarela. Hileras de sillas a ambos lados. Miradas que se deslizan para atrapar la imagen que se mueve. Clic y flash. Las ropas, en principio, son el punto focal. Las mujeres vestidas que aparecen allí han sido usualmente de formas largas. Hay una parafernalia afectada, una cierta adrenalina, un aire teatral. La astucia de la auto-promoción. El encanto de las apariencias deslumbrantes. Velocidad, inmediatez, movimiento. Un espectáculo peculiar.
Estos son los gestos de la moda. O los que se endosan a ella de manera habitual. Un mundo que solía ser mítico, remoto, hermético, leído como sospechoso y de escaso acceso hasta que la lógica digital perforó sus membranas e hizo de él un asunto visible, perceptible en pantallas, disponible con cada espabilar. Otras fuerzas y artificios hicieron que muchos más seres se sintieran proclives a ella, porque accederla se hizo posible gracias a las maquinarias veloces en la producción de vestimentas. Imagen y materia siempre se entremezclan.
Inicio con semejantes ideas porque esta pieza se remite a lo que la escritora Vivian Gornick ha nombrado como la situación y la historia, lo que plantea que una arqueología del yo también puede ser el camino hacia una mirada sociológica. Y no me refiero a mi mirada en aras de gravitar hacia el despreciable exceso del yo, sino por la convicción de que toda obsesión, todo tema recurrente, toda fijación en quien escribe, analiza, piensa, se debe a una vinculación profunda o, a como diría la misma Gornick también, a un apego feroz.
Miro la moda desde hace más de quince años en Colombia. Mi impulso empezó hace veinte, cuando una reputada institución me indicó de manera tajante que aquel no era un asunto grávido para la intelectualidad o el pensamiento. No es un periodo menor. Es el lapso en el que justamente la moda se ha hecho ubicua de manera inédita. El ciclo en el que creadoras tuvieron reconocimiento en las esferas que habrían sido impensables en otro momento. El tiempo en el que se dispararon las estéticas, propuestas, eventos, figuras, ferias, tiendas. Para ser concisa: son los años en que la moda ha servido como vehículo de reimaginación para un país que, como tantos, entendió que la estética idónea venía de dictámenes norteamericanos o europeos. Pero, asimismo, para una nación cuyas asociaciones rápidas estaban emparentadas a violencia, terrorismo, guerra, narcotráfico. En ese sentido, como vehículo cultural, la moda ha servido para demostrar los efectos que puede tener la estética en los asuntos de la identidad.
No puedo poner la mirada en eso sin evocar mis primeros atisbos en aquel terreno. Fui mujer de la moda. Me senté en las primeras filas de pasarelas cuando todavía la concurrencia no era tan tumultuosa como ahora. Lo hice en tacones. Escribí en revistas y aparecí en ellas. Me asomé a sus esplendores, muchísimas veces empapados de los lustres del capital y del dinero. Me forjé una voz en la dimensión pública y mediática cuando todavía parecía haber una distancia entre el pensamiento académico y las mascaradas encantadoras de un mundo que seduce por sus formas. Fui la primera colombiana en cursar un programa vanguardista, que apenas empezaba en aquella estelar escuela, en Nueva York. Usé mi imagen para urdir teorías sobre lo que significa la imagen, la cultura visual, lo femenino, lo social, el espíritu de una época. Vestí reinas en el Concurso Nacional de Belleza. Fui creativa editorial para marcas. Fui pluma crítica y no siempre muy querida en sus ferias, en lo que entonces eran las redes. Para ser más sucinta: habité la moda. Y hace unos años inició lo que ahora, tal vez, aterriza entre las líneas mientras mis dedos se mueven: la cristalización de una paradójica incomodidad. Una que no me abandona y que, sé bien, es un sentimiento entre muchas de las personas que también habitan la moda, viven de ella, la miran, la piensan.
Hay, sin duda, una cuestión de pura vitalidad, esa preservación de las energías que arriba como sabiduría de las épocas. Los deseos se animan a sus propios designios. Tengo cuarenta años y no veinte. Habité el mundo de los blogs y no de Tik Tok. Me animó una escritura sobre la moda mediada por mis impulsos previos a ella: la filosofía, la historia, el pensamiento.
No fui a Colombiamoda, en parte por eso. Atrás van quedando los fragores joviales, el afán de pavonearse, el apetito por la figuración. Además, la moda es un sistema que rota con recurrencia su séquito de novedades. Existe ahora una cohorte de liderazgo que contrasta con la que miré hace años. En ese contexto, éramos un séquito de personas, más reducidas, más relacionadas a los asuntos de la prensa. Este fervor, cada vez más complicado, de todo aquello que es o no el o la influencer ha dinamizado la naturaleza de sus actores, partícipes y asistentes. Y más sinceramente, en todos estos años, Colombiamoda se me sigue revelando como un sitio que se rehúsa a lo que yo he deseado.
La moda me suscita una prismática revoltosa. Tensos sentimientos, conflictuadas erosiones. Suelo decir, a modo de chiste que, si se quiere ver mucha gente sintiéndose incierta en un mismo sitio, solo hay que ir a un evento de moda. Mis memorias de Colombiamoda son, de hecho, de aflicción oculta, de enmascarada insuficiencia. La presión de lucir a la altura de las imágenes digitales puede ser una feroz carrera de perfecciones que no llegan.
Creo que sí, que la ropa bonita es importante. Creo que el espectáculo es importante. La emoción de esas luces. Las poses. Los flashes. El hecho de que tiendas masivas como el Éxito y sus marcas conviden visiones de diseño que alcancen a muchas más poblaciones. Y al ver esta edición de Colombiamoda, es claro que el movimiento económico es enorme, que es realmente asombroso ver cómo un tema puede sacudir la cultura de un lugar que se ha percibido de otras maneras. Hay una belleza inevitable. Lo que guardan los símbolos. Que se produzcan ropas y objetos que serán apetecidos por mercados y miradas que antes no veían en nosotros un sitio de producción estética.
Para una mirada que ha habitado y agotado todas las dimensiones de la moda —excepto diseñarla— ella suele presentarse con simultaneidades. La síntesis de las verdades que cohabitan, aunque en apariencia se vean totalmente contrarias. Lo sublime y lo terrible. Llevo toda una vida intentando desmantelar las ideas que dictan que la moda es banal, por haber sido construida y codificada muy cerca de lo «femenino» o de las mujeres. Dos décadas intentando mirar aquello que revela que las apariencias sí pueden ser revolucionarias, que la estética y el estilo es de todos los seres humanos, que las modas significan. Alguna vez, en la prensa, me llamaron la outsider de la moda. Es el rol que asumen, con frecuencia, las personas mironas. Las maestras que hacían crítica de estilo en The New Yorker me indicaron que no era viable hacer prosa sobre el tema si se aceptaban regalos de una marca. Había que mantener un margen. Aquello siempre fue un debate en los medios, en las revistas que sobrevivían, finalmente, de la pauta, de una escritura promocional. Aquello fue trastocado definitivamente cuando la cobertura de estos eventos quedó en manos de promotores sin reservas.
Escindida, entro y salgo. Con los años, mi mirada habita más las fronteras. Los intersticios entre la industria y la academia (desobediente), esas franjas insistentes, donde se intenta conectar la moda con la cultura, lo político, lo social. No me gusta la idea de un mundo que reduce a los seres a la contingencia de su poder adquisitivo, que valoriza a las personas por cómo se ven y lo que tienen. Sobre todo, cuando esos capitales existen a la luz de lo que es posible por clase social, un gran azar. No me gusta un mundo que funge búsqueda de novedad pero que exalta a señoritas que promueven estéticas conservadoras, que rinden pleitesía a las buenas maneras
Con el tiempo, se ha cristalizado otra convicción: lo mejor de la moda no sucede en ese epicentro. Lo mejor de la moda sucede, como ha pasado históricamente, en los vectores que se estiman «disidentes». Cabe anotar que la moda, entre sus distintas versiones, también produce lógicas. Y una de ellas es que hay un centro y unas periferias. Colombiamoda es un sitio vital, pero la moda sucede y se produce en muchas partes.
La moda ha tenido varios temas centrales, entre ellos el comercio y la novedad. Sin embargo, en la medida en que sus significados se han agitado, con los sismos digitales, conforme el sentido de «lo nuevo» ha sido también transfigurado, el poder de la moda hoy parece estar en otros aspectos. No solo en el consumismo voraz de imágenes o de bienes de consumo que se reemplazan sin tregua. En la medida en que las cosas han perdido sus contornos en un sistema de signos vacíos, en la medida en que el mundo se mira por pantallas que nos han anestesiado ante el poder de lo visual, algo de la humanidad grita por reencontrarse con algo que la arraigue. La narrativa. El sentido.
Colombiamoda muestra varias cosas.
Hay un exceso de literalidad en la industria de la moda colombiana. Y se debe a un anti-intelectualismo que cuesta comprender. Sí, la ropa bonita es importante. Sí, la economía también. Sí, es impresionante lo que se ha logrado. Pero también sorprende la reticencia a pensar la moda desde los lugares que, por ejemplo, lo hacen nombres que tanto venera su élite: Miuccia Prada, Coco Chanel, Jonathan Anderson, Alexander McQueen, el controvertido John Galliano, Willy Chavarría. Bebiendo de fuentes insospechadas que terminan aterrizando en comentarios que tienen como medio las vestimentas y la pasarela como teatralidad.
Es curioso que un sistema que se jacte tanto de ser innovador sea tan godo. Tan conservador. Si se piensa, hasta los 50, el fashion, miró hacia la pirámide de gente rica y blanca que representaba la sociedad del buen gusto, las ropas costosas y las buenas maneras. De allí en adelante todo aquello que ha sido estimulante, refrescante, bello, poderoso, subversivo, ha venido de las «periferias», de los márgenes, de lo pobre, de lo afro, de lo mestizo, de las fronteras. En Colombia, no sucede de esa manera. Hay un apego a la blanquitud, a versiones limitadas de lo que la moda puede ser.
Y con eso, otro tema. La moda es tan rotundamente política porque como sistema también ha dictado qué es lo bello. ¿Qué es la belleza? En el sistema de antaño, y en lo que muchas veces conserva la moda en su versión de industria, lo bello es blanco, rico, flaco, lo que no tiene mucha alma, lo anti-orgásmico. Si la moda tiene el potencial de ser más que el fervor de las apariencias, ¿qué puede hacer en Colombia en estos momentos?
Sin duda, en Colombiamoda hubo destellos de conexión con lo cultural. La Petite Mort, con su sastrería suculenta, su mirada a los silleteros antioqueños; Lyenzo, con su corsetería singular y sus proporciones ensoñadoras; Alado, con su agudeza reflexiva y alquímica; el lujo latino de Paula Mendoza y su opulencia latina y artística. La misma agitación, el estruendoso movimiento, las cifras económicas, el cubrimiento de la prensa: todas siguen siendo reflejo del lugar inédito que ocupa la moda hoy. Pero, ¿a quién se le concede preminencia en los eventos? ¿Qué tipo de miradas nos llegan del mundo influencer? ¿Qué nos dicen las pasarelas? ¿Dónde está el tema racial? ¿Y por qué el segmento destinado al conocimiento no articula la educación en moda que está sucediendo en las universidades? ¿Dónde están los y las académicas locales?
El apego a la artesanía nos asfixia también. Reproduce el paternalismo. La mirada que exotiza lo nativo, lo ancestral. No concede agencia a las comunidades que tanto proclama «visibilizar». Es hora de expandir las fuentes y las «inspiraciones» del diseño. La mirada está atrapada en reproducir la lógica del norte global que espectaculariza lo que considera «otro», la «tradición» por «modernizar». La pintura, el cine, el diseño gráfico, las visuales citadinas, la calle: tenemos tanto más por explorar. Pero, la pregunta es, ¿qué impulsa el diseño de esa ropa bonita? ¿Qué lo sustancia, qué procesos de investigación, de archivo de alquimia? Colombiamoda carece de la imaginación de las intersecciones. Los patrocinios son insólitamente literales. Todavía. La literalidad nos inmoviliza, pese a todos los brillos bonitos.
Lo mejor de la moda está en los bordes. La fuerza vital está, por ejemplo, en lo que hace Manifiesta, que materializa literal y figurativamente la idea política de la paz. Lo que hace Kika Komas de Somos las Reinas del Caribe. In-Migrant. Christian Colorado. Lo que hace Emily de León. Nea Gonorrea. Amor Real. Las movidas que impulsa El Anti Fashion. Lo que comparten esos puntos de vista es que disputan lo que significa moda, reflejan algo singular, algo que viene de otras partes, algo que habla sobre el cuestionamiento de la belleza.
Allí está. Si la moda es también el sistema material y simbólico que nos refleja lo que es y no puede ser lo bello, ¿qué puede significar eso en Colombia? La moda produce una forma de mirada, un régimen de lo visible, un sistema perceptivo que refleja qué y quién es valioso.
Hace poco, leía a la filósofa Laura Quintana y comprendí algo sobre mi sentir hacia la moda en estos momentos: «Me gusta pensar que hay una belleza que sólo aparece en el juego entre luces y sombras, en el fulgor intermitente de una luciérnaga, como diría Didi-Huberman. De pronto algo se ilumina en lo siempre percibido. (….) Porque esta belleza se aleja de los ideales prestablecidos. Ella se manifiesta más bien en todo aquello que afirma la dignidad de su aparecer: estoy aquí, mírame de frente, aprecia mi singularidad. Es una belleza que brilla en medio de la opacidad de sus enigmas de lo imperfecto y frágil que la sostienen».
Una belleza que se afirma, que se declara en todo su aparecer: la belleza como dignidad. Esa es la belleza en la que creo para la moda. No es la belleza que se presume desde la uniformidad digital, del artificio uniformado. Tal vez he visto tanto a la moda, tal vez ya la habito en la frontera mirona, tal vez la veo tanto en su fealdad y su esplendor que mi mirada es una necia contracorriente. Tal vez comprendo que no basta únicamente con una dimensión de las cosas. Que no me basta con los brillos de las superficies únicamente. Que la estética, la belleza, no fulguran si no defienden algo más que la mera apariencia.
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