El titular de prensa fue anunciado poco antes de las siete de la noche del 28 de julio de 2025: el expresidente Álvaro Uribe Vélez resultó siendo culpable en primera instancia de los delitos de fraude procesal y soborno en actuación penal. Más claro: Uribe fue el determinador del pago de sobornos y el ofrecimiento de ayudas jurídicas a exparamilitares para conseguir testigos falsos que declararan contra el senador Iván Cepeda.
No es menor lo que acaba de suceder, pese a que algunas voces pacatas que invocan hoy matices que no existen traten de reducir a anécdota de un día un juicio que ha tenido la atención del país entero y que es, revisando la historia, el primero en su clase. Léase de nuevo: el primero. Un titular que al menos dos generaciones de colombianos —tanto simpatizantes como detractores del legado de Uribe— no esperaban ver jamás. Una sorpresa.
Lo que no sorprendió, en cambio, es que, en este país de juristas y jurisconsultos, el fallo más popular que hayamos visto sea sobre hechos que atentaron contra la «impartición de justicia». Algunos dicen que el expresidente debería ser investigado por cosas mucho más graves, denuncias que le sobrevuelan muy de cerca: como que una decena de sus funcionarios y aliados fueran a la cárcel por dar sobornos para su reelección, por interceptaciones ilegales o por ejecuciones extrajudiciales; como la veintena de procesos que tiene abiertos en la Corte Suprema de Justicia; o como las casi dos centenas de denuncias ante la Comisión de Acusaciones del Congreso. O como el testimonio que desde hace años el exparamilitar Juan Guillermo Monsalve —testigo principal del juicio actual— ha sostenido: que Uribe, junto con su hermano, habrían sido fundadores del Bloque Metro de las Autodefensas.
Por ahora, de eso nada. El caso que nos cupo como destino fue otro.
Cada país tiene su obsesión y la nuestra es la jurídica. En un sentido doble: se enaltece el llamado «imperio de la ley», se cacarea un discurso de respeto a la institucionalidad y se habla sin tapujos de la primacía de la Constitución Política, nuestra norma de normas. Mientras tanto, se trata de pisotear cualquier obstáculo que ese sistema le ponga a la voluntad política de algún poderoso.
El caso de Uribe (casi que su vida política entera) iba siendo un ejemplo perfecto de eso, hasta que llegó el 28 de julio, la fecha en que, vaya paradoja, la justicia le puso un tatequieto.
Este es (sigue siendo) un proceso larguísimo, que inició por una denuncia que el mismo Álvaro Uribe, en su afán republicano de usar las instituciones, radicó ante la Corte Suprema de Justicia: allí acusó al senador Iván Cepeda de manipular testigos en su contra. Uribe, abogado de profesión, anunció que iba a «radicar pruebas probatorias de la mayor importancia». El año fue 2014.
De allá para acá, con sus retruécanos leguleyos estelares, el expresidente terminó siendo investigado y en 2020, arrestado preventivamente por orden de la Corte Suprema de Justicia. Luego vino una cascada de «hechos procesales» que el expresidente protagonizó en medio de una ansiosa denuncia de persecución: las instituciones ya no le servían. La ley para los de ruana.
Así que renunció al fuero de senador que lo cobijaba para que su proceso se fuera a la justicia ordinaria; luego la Fiscalía, en cabeza de Francisco Barbosa, pidió dos veces que el caso se cerrara; esa petición terminó siendo rechazada por parte de una juez y de un tribunal. Más de una década después llegó a las manos de Sandra Heredia, jueza 44 del Circuito de Bogotá, quien durante la lectura del sentido del fallo del 28 de julio habló, entre muchas otras cosas, de las dilaciones por parte de la defensa.
Fue un novelón judicial que tuvo su punto aparte en nueve horas seguidas de lectura.
Así tenía que ser. Y así va a ser sin más, porque esta historia sigue: no solamente aguardamos una sentencia de segunda instancia (dicen algunos que, además, podrían venir una casación y una tutela), sino que nos tragaremos de nuevo (a la mejor usanza de Uribe) todo el vómito jurídico que vendrá por estos días: debates radiales, análisis sobre la «idoneidad» de las pruebas, abogados diciendo que la jueza se extralimitó o que su sentencia no tiene «fundamento jurídico».
No es para menos.
De hecho, la presión contra la jueza, que se hizo también en forma de embeleco normativo, sucedió desde antes de la lectura: un diario, por ejemplo, publicó una nota en la que reseñó a 38 juristas para que explicaran por qué el caso contra el expresidente era un «burdo montaje». El día de la audiencia, ese medio tituló en portada: «Sin “prueba reina” contra Uribe dictan hoy el fallo». Por su parte, el acucioso y ahora rebelde Francisco Santos, vicepresidente de Uribe los ocho años de su mandato, publicó a los veinte minutos de audiencia que el «sesgo de izquierda» era evidente y que este era de un juicio político. A la par, llamó la atención del Secretario de Estado de los Estados Unidos, Marco Rubio, en ese mismo sentido.
Vaya república de aspirantes a abogados.
Habría unos cinco o diez, quince o veinte ejemplos más, pero nada de eso importa mucho ahora. La foto principal, lo realmente histórico, es la elegante operación democrática que también supo aflorar: ver al político más poderoso de este siglo sentado en el banquillo de los acusados respondiendo por denuncias graves en su contra.
Porque los colombianos fuimos testigos de un hombre que por mucho tiempo se sintió intocable. Un jinete de café en mano que hacía cabalgar a su caballo hábilmente sin derramar una sola gota. Que recorrió el país en horario estelar, semana tras semana, mostrando que el mando era su voz. Que le habló al pueblo y despertó simpatías con frases como «trabajar, trabajar y trabajar», «a Colombia la está matando la pereza», «otra pregunta, amigo» o «no estarían recogiendo café».
Ese al que todavía le dicen «presidente Uribe», el personaje que se hizo reelegir torciendo a las malas el espíritu de la Constitución (nuestra norma de normas), que gobernó a Colombia en un periodo en el que, según la JEP, se dispararon los asesinatos de civiles inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros dados de baja en combate, el personaje que no olvidaba un nombre, ni un cargo, y que desplegaba una atención a todos los detalles, excepto aquellos en que sus funcionarios delinquían, ese mismo que puso jefe de Estado en 2010 y 2018, el hombre elegido en un canal internacional como «el gran colombiano», pasó, a los ojos de la ciudadanía, a ser llamado, por obra y paradoja del mismo derecho que él invocó, «el señor procesado».
Si no fuera por un medio de comunicación que de manera irresponsable nos mostró el pasado de la jueza, el municipio donde vive su familia o los recuerdos viscosos de sus compañeros de colegio, Sandra Heredia hubiera sido a los ojos de los colombianos una perfecta desconocida.
Una mujer sin el poder abrumador de la popularidad política, que fue llamada por reparto a impartir justicia en primera instancia. Que hizo su trabajo en medio de presiones intensas y que representa una investidura a la que la ciudadanía, a través del Estado, también le otorgó un poder, acaso impopular, pero democrático al fin y al cabo. La imagen de ella pidiéndole silencio a la senadora María Fernanda Cabal durante la lectura fue una muestra elocuente.
Hacia el final de esa audiencia televisada y multiplicada en su difusión a través de redes sociales, la jueza de la República dijo al país que la observaba, a las víctimas del caso, a la defensa que dilató el proceso y al expresidente Uribe: «No cabe duda de que el procesado conocía lo ilícito de su proceder». Dicho en cristiano: que él había dado la orden.
Eso es lo que tenemos hasta el momento. No una persecución política, sino la democracia que aquí existe, que aquí se inventaron, que aquí opera. La versión de la institucionalidad que a algunos les molesta tanto cuando se dan cuenta a las malas que la ley se escribió para todas las personas. Eso no les gusta. Quizás ni siquiera lo entiendan. De ahí esa apariencia que les queda de malabaristas de circo: pasan un día de defender con rimbombancia la «majestad judicial» a defenestrar al siguiente la existencia de un fallo.
Al margen de lo que pase en el futuro con el caso, de la campaña presidencial que lo usará como propulsión a chorro o de las declaraciones subidas de tono que desde Estados Unidos nos hacen como regaño a colonia malcriada, algo quedó para la historia con la claridad de una norma bien redactada: la democracia es también pasarle juicio al poder. A los poderosos. Al más poderoso.
Y eso no se nos va a olvidar nunca.
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