Escondido en las montañas del Oriente antioqueño, a unas cinco horas de Medellín, aún existe un lugar donde es posible señalar las cosas con el dedo y darles un primer nombre. Se llama Las Confusas y es la más recóndita —y la menos habitada— de las nueve veredas del municipio de San Luis, un poblado de trece mil habitantes, aguas cristalinas, mármoles preciosos y selvas vírgenes como las que ya no se ven en las tierras colonizadas por el filo del machete.
Para llegar hasta allá, hace falta un vehículo todoterreno, sea una bestia, una moto o un campero, y un conductor mañoso que conozca la zona como a su propio cuerpo. Arnulfo Berrío es guía turístico, oriundo del corregimiento El Prodigio —al que pertenece Las Confusas, aunque separada por el cauce del río Cocorná—, y hoy me lleva por el camino destapado a bordo de un motocarro de tres llantas —un Torito NG de última generación— que es más fuerte y ágil de lo que parece.
La carretera empieza bordeando Río Claro, hacia el otro lado de la famosa reserva natural, en el kilómetro 152 de la autopista Medellín-Bogotá. Muy pronto, entre la vegetación espesa de la selva tropical, nos encontramos con dos enormes estructuras verticales de concreto y, a su alrededor, un parque industrial que parece venir de otro planeta.
—Eso que ve ahí no es la planta nuclear de Los Simpsons —bromea Arnulfo—, sino la nueva cementera de Corona.
Más adentro, Argos tiene su propia cantera en la que trituran y procesan roca caliza y arcilla para convertirla en cemento. Por eso, durante más o menos media hora, el camino que transitamos es rocoso, duro y relativamente ancho, aplanado por el paso constante de las volquetas, y la manigua que lo rodea está cubierta toda por un polvillo gris que le resta verdor al paisaje.
Entonces, cuando nuestros ojos ya no tienen más noticias del río esmeralda, la vía se bifurca: hacia la derecha siguen los camiones que van y vienen de la planta de Argos, y por la izquierda, una trocha sinuosa que más parece un camino de herradura y que conduce a ese lugar remoto, indeterminado en el mapa, llamado Las Confusas.
A partir de ahí, los celulares pierden la señal y no se ve nada más que el monte. El ruido de las volquetas se desvanece en el silencio y en el canto de los pájaros, y los árboles y las hojas recuperan los colores intensos que alumbran verde bajo el sol alegre de un cielo limpio. Cada tanto, Arnulfo detiene el Torito —no hay necesidad de orillarlo, porque es poco probable que nos encontremos a alguien— para señalar el tronco de un zagüí centenario o buscar con sus binoculares el nido de la oropéndola negra que acaba de trinar en alguna parte.
Según cuenta Arnulfo, antes de la minería de cemento y la ganadería, los colonos paisas que abrieron trocha en San Luis se dedicaron a extraer madera, pero nadie se ocupó de sembrar de nuevo. El bosque se ha regenerado por su propia cuenta, obedeciendo a los designios de un clima y una tierra propicios para que nazca hasta lo que no debe, con especies nativas y otras no tanto.
—¿Ve ese limón de allá? —pregunta el guía—. Eso seguro fue un maderero al que la mujer le empacó un termo de guandolo, y ahí en ese punto se sentó a almorzar y escupió las semillas, porque el limón no es endémico de esta zona.
En cambio, sí lo es el sapán o alma negra, un árbol de madera fina y codiciada, que le ha valido el peligro de extinción, y también lo son las ceibas que se yerguen orgullosas entre los arbustos, y los cazuelos de semillas graciosas que sirven de inspiración para los artesanos, y los sueldos que crecen como parásitos sobre otros troncos hasta tragárselos por completo, y los monos titíes que nos miran tímidos desde las copas más altas, y centenares de especies silvestres que son oro puro para quien sepa cómo se comen o qué es lo que curan.
Cuarenta minutos después de la bifurcación, después de un puñado de kilómetros en los que cruzamos varias quebradas de aguas cristalinas, aparecen la primera casa, la primera cerca y el primer potrero —aunque aún no vemos la primera señal de vida humana—.
Unas curvas más adelante, una manada de bovinos cebúes yace a un costado de la vía, aglomerados en un acervo insólito para los de su especie. Son alrededor de diez vacas blancas, de joroba y papada pronunciadas, marcadas con un número de tres cifras y un hierro que recuerda a la cabeza de un toro. Le pido a Arnulfo que se detenga para tomar una foto.
Despacio, me bajo del motocarro y me acerco al ganado, que no me quita un segundo la mirada de encima. Las vacas están inquietas, claramente incómodas, y las más cercanas a mí salen despavoridas cuando les apunto con la cámara. Entonces, el movimiento de los animales revela la razón del inusual encuentro: sobre el pasto, un ternero recién nacido respira sus primeras bocanadas de aire, mientras su madre, aún con el cordón umbilical colgando de la vulva y casi rozando el suelo, lame la sangre de su cría sin dejar de estar atenta a mis pasos indiscretos. Apenada, bajo la cámara y la dejo tranquila: con el milagro de la vida me recibe Las Confusas.
Primera parada
Arnulfo reconoce el hierro del ganado. Intenta alertar al finquero, pero su teléfono no tiene señal, entonces retomamos el camino para evitar la estampida de las vacas que siguen mirándonos, listas para proteger a la madre y al recién nacido que todavía no se pone en pie.
Poco después, el paisaje se abre a nuestros ojos y el centro de Las Confusas se revela en todo su esplendor. Se trata de un falso valle de hatos extensos —y es falso, explica Arnulfo, porque no hay un gran río que lo atraviese, sino varios riachuelos pequeños que varían de caudal según la intensidad de la lluvia—, rodeado de pequeñas colinas de selva virgen que esconde el corredor kárstico tan codiciado por las cementeras.
—Todas esas montañas siguen cubiertas de bosque primario porque no son potrerizables —dice el guía—. Debajo del monte, solo hay piedra caliza. Si no, ya serían potreros.
Además del verde de los bosques y los pastos, nuestros ojos solo alcanzan a ver vacas y una pequeña construcción —una sola— en todo el centro. Es la escuela de la vereda, que a la vez sirve de sede a la Junta de Acción Comunal y de capilla para el párroco que los visita cada mes desde El Prodigio —hoy es uno de esos días—.
—Más allá —señala Arnulfo un lugar indeterminado en el horizonte, como la famosa pintura
de Cano— hay una quebrada que se llama El Tigre. Toda esta zona tiene cavernas y formaciones rocosas que esconden el agua y la llevan a otras partes. El Tigre se esconde por una de esas cavernas y vuelve a aparecer en el río Cocorná.
De ahí viene el nombre de Las Confusas: de las aguas que desaparecen en las entrañas de la tierra y confunden al que las mira.
Otros nombres han surgido en el mapa conforme Arnulfo y sus amigos los han ido explorando. El balneario Cara del Santo, en el río Cocorná, lo bautizó él por una piedra enorme que se parece al Cristo crucificado; también el charco Mundo Nuevo, que queda al otro lado de una caverna de varias cuadras de longitud, y el petroglifo El Búho, hoy uno de los vestigios arqueológicos más importantes de la zona, que descubrió por casualidad en 2013 durante una misión que pretendía encontrar semillas de jagua para fabricar botones.
Nuestra primera parada en la vereda será la casa de Alcides Giraldo, confuseño de vieja data y actual presidente de la Junta de Acción Comunal. Desde ayer traté de contactarlo para avisarle de nuestra visita, como dictan las normas de urbanidad, pero los mensajes de WhatsApp nunca le entraron y mucho menos las llamadas por línea convencional —quince días después, cuando escriba esta crónica, los mensajes enviados a Arnulfo seguirán marcados en la aplicación con una sola palomita gris: mis intenciones perdidas en algún lugar del espectro electromagnético—.
Decidimos, pues, llegar a la casa de Alcides como lo hacía la gente de antes: de sopetón, sin avisar, aparecidos como espantos sedientos, apenas anunciados por el sonido seco de la puerta de golpe —la que usan en el campo para detener al ganado, más no a la gente— que viaja en el aire desde la entrada de la finca, donde está guardado el único carro de la vereda en un galpón hecho a medida, y atraviesa cinco minutos de bosque por el camino de un riachuelo fresco hasta la misma casa, donde está la señora haciendo las arepas, o hasta el potrero, donde está el señor alistando las bestias para recoger al cura al otro lado del río.
Así los encontramos, a don Alcides Giraldo y a doña Consuelo Duque: ella está en la cocina, fritando las tortas de chócolo que probaremos minutos después —tortas de maíz diente de caballo, del pequeño, cosechado en su propia huerta—, él, sin camisa, sentado en el comedor jartando el desayuno, y las dos bestias ensilladas esperando a la sombra el primer viaje de la jornada. Y como no ocurre en la ciudad cuando uno llega así, sin avisar, y para acabar de ajustar, antes de la hora de salida, la pareja nos da la bienvenida con los brazos abiertos y un vaso de jugo de guanábana sin colar, con toda la fibra, para calmar la sed del sol ardiente de las diez y media de la mañana.
—Soy de San Luis, pero me trajeron aquí de dos años —cuenta Alcides—. Nosotros vivíamos primero allí donde está la escuela. Todo eso era de mi abuelo. Pero después mi papá le compró esta finquita al abuelo y ya pasó la casa para acá.
La casa la construyeron con sus propias manos con comino del bosque, del que ya no se encuentra porque todo lo talaron. Es una cabaña pequeña levantada sobre pilotes, con un corredor, dos habitaciones y la cocina; el piso y las paredes del mismo material. Las vetas del comino del suelo se perdieron en las cinco décadas de uso: la madera que pisamos es lisa y suave y brillante como la de una pista de baile fabricada por los mejores artesanos, aunque nadie nunca se encargó de pulirla.
En ambas habitaciones hay un zarzo, donde entonces dormían Alcides y sus hermanos, casi pegados al techo de metal. Eran otros tiempos aquellos: sin carretera, sin luz, sin televisión, sin teléfono, sin la posibilidad de saber del mundo por otro medio que no fueran las cartas y los periódicos que llegaban con varios días o semanas de retraso.
Antes de la carretera, los confuseños salían de la vereda a pie y a lomo de bestia. Se demoraban ocho o nueve horas hasta San Luis. Atravesaban el río Samaná por un puente colgante que todavía existe, las mulas cargadas con maíz y con fríjol para negociar —con yuca no, porque la yuca alcanzaba solo para el autoconsumo—, y detrás de la caravana de arrieros, los cerdos que engordaban con esa misma yuca y con el maíz y con la aguamasa, y cuya venta acababa de ajustar la economía familiar para poder comprar todo lo que la tierra no daba y que llegaba hasta Las Confusas en esas mismas mulas arriadas por hombres recios, igual de incansables que las bestias. De eso vivían casi todas las familias de la vereda, salvo su abuelo, que fue el primero —y en ese momento, el único— en comprar ganado de pastoreo.
Hoy, los zarzos de la casa de Alcides solo sirven para guardar cosas. Él y Consuelo no tuvieron hijos, los hermanos se fueron yendo, otros muriendo, y ya quedan solo sus dos bocas por alimentar —y las de los perros y las gallinas y los pollitos—, y hasta pocos vecinos hay, cada día menos, porque en otras casas fue pasando lo mismo y la vereda se fue llenando de fantasmas.
También pasó que en 2013 llegó el alumbrado público con ciento veintisiete años de retraso, pues la luz eléctrica se hizo por primera vez en Colombia en 1886. La electricidad trajo la nevera, la licuadora y una cuenta mensual barata, baratísima, que no supera los veintidós mil pesos. Hace ocho años, Alcides compró su primer carro, no sin antes averiguar si podía sacar el pase —cuando trabajaba en la cantera de Argos, tuvo un accidente con una esquirla que lo dejó sin ojo izquierdo, pero con una pensión vitalicia—, y desde entonces, su jeep se convirtió en la única forma de sacar a los enfermos de la vereda. La modernidad tocó su cúspide máxima con el televisor y la antena satelital de DirectTv, que estrenaron hace cinco años, ad portas de la pandemia del covid-19.
Desde entonces, Consuelo es fiel audiencia de varias telenovelas y realities, y Alcides mira las noticias del mediodía o de la noche —las mismas que ya escuchaba por radio en las frecuencias am de Caracol y RCN, y en la emisora comunitaria caldense Pensilvania Stereo—.
El teléfono y el internet son otro cuento. Ambos tienen smartphone y servicio de Movistar, pero en su casa nunca hay señal y la conexión es poca e intermitente en los morros de alrededor. Por eso, si alguien los necesita con urgencia, ya saben que la mejor forma de contactarlos es escribiéndole un mensaje de WhatsApp a su vecina más cercana, Sofía, quien debe caminar varios minutos por trocha para llevarles el recado y por ahí derecho, pasar a saludar a la pareja.
Para Alcides y Consuelo, la experiencia del internet se limita a WhatsApp y a alguno que otro video en YouTube, si es que la conexión lo permite o están en el pueblo. Redes sociales no tienen, aunque sí pertenecen al grupo de WhatsApp de la vereda —Confuseños Veteranos, se llama—. Por ahí pasa la comunicación de todo lo importante: las convocatorias de la Junta de Acción Comunal, el pedido de auxilio de algún enfermo, la foto de un animal perdido o encontrado, o la programación de las Fiestas del Retorno Confuseño, que celebran cada enero desde hace tres años.
De todas formas, la mejor manera de ubicar al matrimonio es como lo hicimos nosotros: llegando de sopetón, avisados por el sonido seco de la puerta de golpe. Alcides y Consuelo salen poco. Si acaso bajan al pueblo una o dos veces al mes, porque cada que se van hay problemas con los animales. Tienen treinta y una cabezas de ganado por cuidar —que son pocas, pues han llegado a contar hasta cincuenta—, más los pollos y las gallinas que son los que más sufren con su ausencia.
Hace poco, estuvieron ocho días en San Luis con ocasión de un velorio y cuando volvieron faltaban seis animales: una gallina y todos sus pollitos. No saben si fue un ladrón, si fue un tigrillo o las aves mismas perdidas en el monte. También sufren las rozas de maíz, atacadas por los monos titíes que vimos en el camino.
—Ya entonces me tocó conjurarlos. Le dije: «Padre, conjúreme las dos cosas» —dice Consuelo con resignación.
Se refiere a hacer bendecir sus animales y sus cultivos por el cura del pueblo a cambio de una módica donación a la iglesia. No está segura de que funcione, pero algo tiene que hacer. Por eso, lo mejor es no salir mucho. Permanecer en la tierra. Estar pendiente de todo. Porque además siempre hay mucho trabajo, y lo que falta es la fuerza de más hombres.
En este momento, ya con toda su indumentaria puesta —camiseta azul estampada con camibuzo por debajo, botas de caucho, poncho, sombrero aguadeño, machete al cinto— Alcides debe montar su bestia y arrear la otra para recoger al párroco de El Prodigio en la otra orilla del río Cocorná, pues hoy celebrará una misa para la comunidad en el patio de la escuela. Allá los veremos más tarde, a él y a Consuelo, vestidos con sus mejores pintas.
Segunda parada
De todos los habitantes de Las Confusas que contacté antes de viajar a la vereda, María Sofía Gómez, la vecina más cercana de Alcides, fue la única que me contestó. Cuando llegué a su casa a la hora del almuerzo —que ella, con generosidad, aceptó compartir con nosotros—, y entré hasta la cocina y observé todo con atención y curiosidad, descubrí cuál es su truco: sobre la nevera, apoyado en un frasco de cerámica que podría ser un azucarero, yace erguido un celular que suena y vibra con cada notificación.
—Es el único lugar de la casa donde hay señal —dice Sofía cuando se percata de lo que estoy mirando—. Hasta le tengo un banquito para poder asomarme a revisar los mensajes. De ahí no me puedo mover.
Por mucho tiempo, la familia tuvo que salir a hacer maromas en el monte para lograr algo de conexión, hasta que Fernando, el hijo mayor de Sofía, descubrió ese punto milagroso encima de la nevera de casi ciento ochenta centímetros de altura. Además, dedujo que podrían usar el hotspot móvil del celular —esa función que permite crear una red wifi a partir de los datos móviles de un dispositivo— para conectarse desde otros lugares de la casa.
De todas las formas de conexión a internet, los datos móviles es la que mayor alcance tiene en Colombia y la que más ha crecido en los últimos años. Según las cifras del Ministerio de Tecnologías de la Información y Comunicaciones, 91 de cada 100 colombianos tienen acceso a internet desde sus celulares. En cambio, los accesos a internet fijo en Antioquia (por ejemplo, las conexiones por fibra óptica o internet satelital) son solo 29 por cada 100 habitantes.
Eso sí: la señal extraordinaria de la nevera de Sofía normalmente solo les permite recibir y enviar mensajes de texto por WhatsApp, y a lo sumo, descargar un audio o una foto. De vez en cuando, la conexión de Tigo mejora y los datos funcionan para ver videos en redes sociales —a Fernando, que tiene Facebook e Instagram, porque Sofía no tiene redes y únicamente usa el internet para comunicarse con sus familiares, amigos y vecinos de la vereda—.
Las noticias las ve en la televisión, en Caracol o RCN, que son los únicos dos canales que logra sintonizar la antena de TDT. Pero de eso no hace mucho, porque el televisor también es algo nuevo en su casa, y radio nunca han tenido:
—Así no sea nuevo, pero sí, estamos estrenando acá un segundazo —dice Sofía.
—¿Y cómo se entretenían antes de la televisión? —le pregunto, y con su respuesta me doy cuenta de lo tonta e inocente que fue mi consulta.
—¡A mí lo que me hace falta es tiempo! Uno en la finca tiene mucho que hacer. Que la huerta, que los animales. A mí el televisor no me hace falta. Y por eso es que casi no salgo. Aquí tengo peces, tengo gallinas criollas, tengo purinos y cerdos.
En cuanto a las noticias, solía enterarse tarde por lo que le contaban las hermanas o los amigos que viven en el pueblo, y más de una vez le echaron cantaleta por no darse cuenta de nada.
—Uno por acá tiene muchas falencias, uno es que se propone a sobrevivir y le hace —dice Sofía, con más tranquilidad que resignación.
—Pero ¿les gusta?
—¡Una maravilla! —responde sin dudarlo—. Yo me amaño mucho por acá.
Desde los tres años, Sofía vive en Las Confusas. Aquí estudió, aquí se casó, aquí tuvo a sus tres hijos, y no piensa moverse a ninguna parte. Fernando sí quiso salir. Vivió varios años en Valencia, una gran ciudad en el centro de Venezuela, y luego estuvo trabajando más de un año por los lados de La Ceja, en el Oriente antioqueño, pero no le gustó y decidió volver a la casa de la madre.
—Eso en la ciudad es gaste plata aquí, gaste plata allá, no puede ir uno ni a la esquina, eso es plata por todas partes —se queja Fernando—. En cambio, uno aquí se gana la plata, ¿y dónde se la va a gastar?
En Las Confusas no hay una sola tienda, ni una cantina, ni un restaurante, ni tampoco transporte público. La gente se mueve en sus propios caballos o motos, y si se quieren tomar una cerveza, van hasta San Luis o a Doradal, que queda un poco más cerca. El único punto de encuentro es la escuela, pero el problema es que se está quedando sin niños.
—Es que por acá ya casi no vive gente, hombres solos. Puros hombres solos —dice Sofía.
Cuando ella estudió su primaria y bachillerato, había alrededor de cuarenta estudiantes. En los tiempos de Fernando, eran entre veinticinco y treinta. Hoy en día, solo hay cinco niños en la escuela: tres niñas y dos niños. Y aparte de ellos, la única muchacha joven es su hija de dieciocho años, que ahora está viviendo en una casita que tienen en el pueblo porque empezó una técnica en Enfermería en el Sena.
—Yo le tengo un temor a que las escuelas se queden sin niños. Es como si ya la vereda se fuera a extinguir. Si la escuela está cerrada, es como si la vereda no estuviera completa —dice Fernando, y remata con un chiste incorrecto que de alguna manera refleja la nueva realidad demográfica de Colombia—: por eso me dicen que me consiga una chama a ver si repoblamos esto.
Tercera parada
Por casi cuatro meses, entre enero y abril de este año, el Centro Educativo Rural Las Confusas estuvo cerrado por falta de profesor. En todo ese tiempo no hubo clases, ni misas, ni actividades de integración, hasta que Dayana Cárdenas se ganó el concurso del Magisterio y llegó a poner orden en la escuela y a abrir de nuevo sus puertas a la comunidad.
Justo hoy, último jueves de julio a la una de la tarde, el cura de la iglesia de El Prodigio celebró una misa en un altar improvisado en el patio cubierto de la institución, y al terminar la eucaristía, contando aún con la presencia del párroco y de los estudiantes de la escuela, empezó la sesión de la Junta de Acción Comunal.
Mientras la comunidad conversa, Dayana me cuenta que es oriunda de Marquetalia, Caldas, donde se graduó como normalista, y actualmente cursa una licenciatura virtual en la Universidad Nacional Abierta y a Distancia. Su primera experiencia como docente fue en una escuela rural de El Bagre que quedaba a solo diez minutos del pueblo. Allá estuvo un año dando clase a veinticinco estudiantes —«eso era una revolución», dice—, hasta que recibió la noticia del Magisterio y salió con todas sus cosas rumbo a Las Confusas, sin saber absolutamente nada de la zona, a bordo de su moto TVS negra.
—Para mí eso fue como un choque. Yo venía de un ritmo acelerado, tenía que hacer muchas actividades, tenía que ser superproductiva, y al llegar acá, a dar clase a solo cinco estudiantes, fue como si Dios me dijera: «Párale».
Los tres primeros meses vivió en la escuela, en una habitación que está acondicionada para recibir al docente de turno. Los estudiantes volvían a sus casas a la una de la tarde y desde entonces quedaba completamente sola, con un internet satelital intermitente y poco confiable, sin señal en el celular ni vecinos cercanos que pudieran ayudarla ante cualquier emergencia, hasta las ocho de la mañana del día siguiente.
—A mí se me fue la luz como dos, tres días. Yo sola cada noche me quería morir —dice.
Por eso, hace un mes, tomó la decisión de mudarse a la zona de Río Claro, a orillas de la autopista Medellín-Bogotá, donde hay algo más parecido a un asentamiento urbano y tiene una conexión a internet que le permite asistir a las clases de su licenciatura. Todos los días, Dayana transita la carretera destapada que lleva a la escuela y recoge en el camino a una de las estudiantes. Los otros cuatro, aunque ninguno vive cerca, llegan a pie.
—El período pasado tenía a un niño chiquitico, de ocho o nueve años, y vivía lejos, pero lejos, para arriba. Y el niño llegaba, cogía la mula que el papá ensillaba y la traía hasta acá. O sea, abría y cerraba todos los broches —los que impiden que el ganado pase de un potrero a otro—, se bajaba de la mula, se subía, eso lo hacía él lloviendo o como fuera, y llegaba hasta acá el niño. Pero el papá lo retiró, y la verdad a mí me dio mucha tristeza porque ya se estaba integrando y estaba recibiendo afecto.
Los demás niños tienen entre diez y dieciséis años, y cursan desde el grado cuarto hasta séptimo. En 2023, la escuela estrenó una antena de internet satelital, la primera que llegó a la vereda, y aunque la conexión no es muy buena y a cada rato deben llamar a los técnicos para que restablezcan el servicio, Dayana trata de que sus estudiantes se acerquen a la tecnología, que la usen, que la entiendan y estén al tanto de las últimas herramientas de la inteligencia artificial. Pero definitivamente, aunque su labor docente es más tranquila que lo que sería en un colegio grande, Las Confusas no es para todo el mundo.
—Yo soy de la zona rural, del Eje Cafetero. Entonces eso hizo que se me facilitara más la vida y la forma de ver la vida acá, porque cualquier profesor que se venga para acá, yo creo que tiene que ser de la finca. O si es de la ciudad, le da durísimo, pero durísimo.
Mi charla con la profesora debe terminar: la comunidad la necesita para discutir algo relacionado con la alimentación de los niños. Yo aprovecho para pedirles unos minutos de conversación. Son alrededor de veinticinco personas, entre hombres y mujeres, casi todos mayores de cuarenta años. Entre ellos reconozco a Alcides, a Consuelo y a Sofía, y los saludo con la mirada y una sonrisa de agradecimiento. Les pregunto cuántos confuseños son.
—Aquí hay más muertos que vivos —responde Alcides, quien, como presidente de la Junta, y ante la timidez de los que no me conocen, toma la vocería de la comunidad—. Una vez saqué la cuenta y ya van más de cien.
Ninguno tiene claro cuántos habitantes hay en la vereda, pero deben ser alrededor de cincuenta. Eso sí: en el grupo de Confuseños Veteranos hay más de ciento cincuenta personas que se reúnen cada año en las Fiestas del Retorno.
—Aquí en la escuela hacemos la fiestecita —cuenta Alcides—. Contratamos cantantes, trovadores, vamos al río a tirar baño.
El Retorno Confuseño se celebra los primeros días de enero desde hace tres años. Durante dos o tres noches, los prados alrededor de la escuela se llenan de carpas y las carpas de gente, y a muchos de los que llegan deben preguntarles el nombre porque hace tanto tiempo que se fueron, que ya no reconocen sus rostros.
La mayoría migraron a la ciudad huyendo del conflicto —hasta hace un par de décadas, El Prodigio y Las Confusas fueron escenario de tomas guerrilleras y enfrentamientos entre las farc y las auc— o en la búsqueda de mejores oportunidades económicas y laborales.
La comunidad reconoce que no es fácil vivir en un lugar tan aislado. A pesar de que muchos ya cuentan con televisión e internet satelital en sus casas, y casi todos tienen de a dos celulares —uno flecha para las llamadas y el smartphone para WhatsApp y las redes sociales—, la lejanía física es un problema que las pantallas no siempre logran resolver.
Por ejemplo, hace trece años presenciaron el nacimiento de una de las niñas que actualmente estudia en la escuela.
—Yo no sé si hicieron las cuentas mal hechas o qué pasó que no la sacaron a tiempo —dice Alcides.
A él fueron a llamarlo de urgencia a su casa porque una muchacha había enfermado por el sector de Agualinda. En ese entonces ni carro había, aunque ya existía la carretera. Y la mujer en trabajo de parto iba acostada en una hamaca, cargada por varios hombres, viendo al diablo y a Dios y a la Virgen en cada contracción, cuando sintieron algo raro: era el bebé que ya venía para afuera. La arrimaron a un saladero para ganado, pusieron unas cobijas y ahí nació la niña: a orillas del camino, como el ternero que la vaca cebú limpiaba esta mañana con su lengua áspera y musculosa.
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