Isabella Moreno, de trece años, se pone un chaleco azul con amarillo que lleva grabada la frase «Vigía del Patrimonio». Interpreta un canto de vaquería, propio de los Llanos Orientales, mientras enseña a otros niños a seguirle el ritmo. Moreno es una de las tres mil setecientos noventa y siete Vigías del Patrimonio Cultural registradas hoy en el país y, además, una de las más jóvenes.
En el diccionario, «vigía» alude a quien observa desde lo alto para prevenir el peligro. Pero en el sector cultural de Colombia esa palabra trasciende: vigías son miles de voluntarios y voluntarias que, desde hace veintiséis años, salvaguardan la memoria y el patrimonio cultural del país desde sus territorios.
El Programa Nacional de Vigías del Patrimonio Cultural comenzó con el objetivo de que las discusiones sobre patrimonio no girarán exclusivamente alrededor del dinero, sino que tuvieran un componente social. En 1999, Katya González, arquitecta barranquillera, entonces directora de Patrimonio del Ministerio de Cultura, recibía solicitudes de comunidades que pedían apoyo: vecinos que alertaban sobre el estado de los bienes y la necesidad de aprender sobre el cuidado del patrimonio no solo en Bogotá, sino también en las regiones. «Yo recibía llamadas de todas partes con peticiones y pensé: esta gente ya está cuidando el patrimonio, ¿por qué no los organizamos como voluntarios?», recuerda.
El nombre del programa no nació en una oficina, sino en una conversación telefónica con su padrino de bautizo, el nobel Gabriel García Márquez. «Le conté la idea y le dije que pensaba llamarlos brigadistas del patrimonio —relata Katya—. Me respondió que eso sonaba militar, que no le gustaba. Al rato me llamó desde México y me dijo: “ya lo tengo; lo que tú me cuentas es como cuidar el horizonte, y quien cuida el horizonte desde el faro… es el vigía”».
A finales de los años noventa, Colombia tenía más de cuatrocientos monumentos nacionales que requerían protección urgente. Pero González sabía que el patrimonio no se limitaba a las piedras ni a los muros: también era canto, fiesta, paisaje, memoria. Así, el programa nació con un llamado: vincular a la gente de a pie para hacer del patrimonio algo propio.
Los primeros vigías fueron los de Barranquilla, quienes se organizaron en la Calle del Reencuentro para charlar sobre el tema que, hasta el momento, parecía más de papel que de acción. Luego, el movimiento se extendió: Barichara, los Llanos, la zona andina, San Andrés y Providencia, y el resto del Caribe.
En los primeros años, el programa tejió su red desde las aulas. La Asociación de Facultades de Arquitectura fue la primera en responder al llamado: los estudiantes, movidos por su amor al territorio y su curiosidad, se convirtieron en los primeros vigías. Pronto surgieron las cátedras itinerantes de patrimonio, que recorrieron distintas regiones del país, y se diseñaron cartillas, plegables y guías que explican el funcionamiento del programa y sus alcances.
A esto se sumó una de las primeras campañas de televisión del programa, en 1999, gracias a la cual muchos colombianos y colombianas escucharon por primera vez que el patrimonio no era solo económico, ni de las élites. Entonces el mensaje caló: el patrimonio no era una oficina ni una resolución, sino un asunto compartido y ciudadano, que se extendió por el país.
Una decisión de vida
«Cuando uno es voluntario, nadie lo nombra y nadie lo echa», dice María Eugenia Beltrán, representante de los Vigías del Patrimonio ante el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural. Lo dice con una convicción que no viene de la teoría, sino de la práctica: fue una de las precursoras en Armenia, cuando el Programa apenas tomaba forma. Desde entonces, ha vestido el chaleco azul con amarillo que lleva un logo en forma de ojo que, como ella dice, «te obliga a hablar con responsabilidad».
Beltrán afirma que ser vigía es una decisión de vida. «El que fue vigía no deja de serlo nunca», asegura. Pero la red no solo se extiende por territorios: también atraviesa generaciones. De los casi cuatro mil integrantes actuales, más del cuarenta y cinco por ciento son menores de veintiocho años. Son muchachos que iniciaron en el colegio y hoy, desde sus profesiones, siguen activando procesos de memoria y apropiación social del patrimonio.
«Más que voluntarios, somos dolientes», dice Sebastián Mauricio Rodríguez, quien comenzó como vigía del patrimonio en la escuela, con la curiosidad de entender por qué Salento era llamado el municipio padre del Quindío. Hoy, dieciséis años después, lidera un grupo de jóvenes vigías que no solo identifican los bienes culturales de su región, sino que diseñan estrategias para salvaguardar los patrimonios de su municipio.
Una de las motivaciones para la constitución de ese grupo fue la amenaza del turismo masivo en Salento. Junto a Sebastián, los jóvenes han desarrollado investigaciones sobre el trasegar turístico del municipio, recopilando datos históricos y testimonios de la comunidad.
Actualmente, existen otros doscientos catorce proyectos activos —como el de Rodríguez—distribuidos por todo el país. Cundinamarca lidera con cuarenta y una iniciativas, seguida de Boyacá y Quindío, donde la memoria rural y cafetera se ha vuelto una escuela ciudadana. Más de la mitad de estos proyectos, liderados por vigías del patrimonio, se centran en el Patrimonio Cultural Inmaterial, desde danzas, recetas y cantos tradicionales hasta rituales, ferias y saberes ancestrales.
«Empecé siendo vigía en el colegio, sin saber que eso me iba a definir para siempre», comenta Sebastián. Su voz se une a la de cientos que entienden el voluntariado como una forma de ciudadanía activa. «Ser voluntario es aprender a ser cívico, buen compatriota, buen ciudadano, cree Beltrán.
También hay historias como la de Karen Ordoñez, joven coordinadora del grupo de vigías Guardianes del Macizo, en San Agustín, Huila, que ha promovido el cuidado del patrimonio arqueológico a través del trabajo con niños y jóvenes. «El patrimonio no es algo estático, lo construimos entre todos, todos los días. Ser parte de este Programa me ha permitido a mí y a muchos jóvenes reconocer nuestro territorio con unos ojos diferentes. Cuando uno vive en un lugar, pasa siempre sobre la misma montaña, la misma calle, y perdemos la capacidad de asombro de estos lugares y de sus saberes. Entonces interpretar y reconocer los patrimonios nos ha permitido consolidar una identidad», afirma.
Un referente internacional
Lo que nació en Colombia también inspiró a otros países de América Latina. En México, Panamá, Ecuador y Venezuela se han formado redes de voluntarios que adaptan el modelo de los Vigías del Patrimonio Cultural, reconociendo su valor como experiencia de participación voluntaria y cultural. En 2002, el programa de Vigías fue presentado ante la Unesco como una de las iniciativas más creativas en gestión cultural y participación ciudadana de la región. «Me acuerdo de que presenté el programa de Vigías y lo hice al ritmo de salsa», dice Katya González.
Además, desde febrero de este año, ser vigía del patrimonio es una de las alternativas frente al servicio militar. Esto es posible gracias al Servicio Social para la Paz, programa del Gobierno Nacional en el que decenas de jóvenes encuentran distintas opciones a la actividad militar. Una de ellas es formarse en oficios tradicionales, a través de las Escuelas Taller y alfabetizar adultos en sus territorios, para ser certificados como vigías del patrimonio cultural.
Esta semana los vigías vivirán su XIV Encuentro Nacional, en Santa Marta, uno de los centros históricos declarados Bien de Interés Cultural del Ámbito Nacional. Esto demuestra que el Programa no se ha interrumpido en veintiséis años, porque desde el inicio le ha pertenecido a la gente.
«Hoy Colombia les entrega el cuidado del patrimonio de una nación unida, pero diversa, que reconoce las diferencias y nos impulsa a construir una historia tolerante y que contribuya a la paz entre los pueblos», dice el juramento que hacen los ciudadanos al convertirse en vigías. Una decisión personal, pero que impacta en lo colectivo.
Ser vigía del patrimonio cultural en un país donde las discusiones parecen centrarse en lo económico y lo logístico significa estar en la búsqueda constante de algo más profundo, de empoderar a la gente, de unir ideas, de buscar soluciones, no solo respecto a los bienes materiales, sino hacia la memoria colectiva y las historias que nos definen.
Cientos de personas se involucran voluntariamente en esta tarea, demostrando que salvaguardar el patrimonio no es un asunto individual o un tema antiguo, sino un compromiso social vigente. Que el añorado sueño sea que todos los colombianos seamos vigías de nuestro patrimonio cultural.
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