No ocurre con frecuencia que la función de rutina de una película, sin la presencia del director o del equipo, y en un cine cualquiera, termine con un concierto de aplausos. Esa rareza ocurrió este 7 de agosto en una sala del centro de Bogotá al final de una proyección de Adiós al amigo, el segundo largometraje del director santandereano Iván Gaona. ¿Por qué aplaudían esta fábula de reconciliación ambientada en la Guerra de los Mil Días? ¿Cómo es posible que una película sobre la guerra no aumente nuestra congoja y melancolía y, al contrario, produzca una expansión del ánimo? ¿Acaso fue un arrebato espontáneo de nacionalismo o pacifismo al final de un día caldeado en el que hubo manifestaciones callejeras de apoyo a un expresidente condenado en primera instancia por dos delitos, y un gobierno nacional que se tomó una ciudad fronteriza y que desde allí agitó un conflicto territorial con un país vecino? ¿Qué tiene la película de Gaona o qué energía colectiva contenida puede llegar a liberar? Mi hipótesis es que estamos ante lo que, a falta de mejores palabras, voy a llamar cine popular colombiano.
Durante mucho tiempo, creativos de gran éxito en el medio como el libretista y productor Dago García lograron capturar —e inmovilizar— lo que se entiende por popular, al menos en el cine y la televisión nacionales. Las películas, novelas y series que tienen su sello se suelen promocionar como «lo que nos gusta a los colombianos», una simplificación reforzada por el propio Dago García quien, como escribió la investigadora María Antonia Vélez*, se pone a sí mismo como estándar del ciudadano normal, promedio —el colombiano prototipo—, lo que le permitiría comunicarse espontáneamente con el público. Y ni Dago García es el colombiano promedio (tal cosa, obviamente, no existe), ni los contenidos audiovisuales con su marca son espontáneos. Sus películas, por ejemplo, muestran una cuidada alternancia de momentos de drama (o de abierto sentimentalismo) y espasmos de comedia. Más que cine popular es fórmula industrial, sin que la fórmula, por supuesto, sea infalible.
Adiós al amigo, que se estrenó en el pasado Festival de Cine de Cartagena-FICCI, donde ganó el premio del público, y se acaba de estrenar comercialmente, es una buena ocasión para ir más allá de las monolíticas ideas de Dago García y proponer otras conversaciones sobre lo popular en el cine colombiano. Pero antes de avanzar feliz e irresponsablemente con la categoría de cine popular, y de reconocer algo de la muy larga historia que la atraviesa, hay que admitir algunas contradicciones. La película de Gaona fue también producida dentro de un esquema industrial, al menos el que se pueden permitir ciertas producciones audiovisuales del país que, aunque hundan sus raíces en fenómenos populares o representen al pueblo, aspiran a circuitos bien establecidos como las salas de cine comercial. Adiós al amigo, además, se ubica en el cruce de dos lenguajes, el cine y la televisión, pues originalmente fue una serie de seis capítulos que ganó una convocatoria de la Autoridad Nacional de Televisión-ANTV y fue emitida en Señal Colombia, y lo que se puede ver desde esta semana es una versión para salas de cine.
Por otro lado, la propuesta estética y narrativa de Gaona es una amalgama de estilos, tonos e influencias: es un drama histórico ambientado en la Guerra de los Mil Días, una película de aventuras con soldados, generales, coroneles, bandoleros, condes tropicales, brujas y campesinos como protagonistas, y también una apropiación de códigos visuales y narrativos del más idiosincrásico de los géneros del cine estadounidense: el wéstern, reinventado en los impresionantes paisajes de Santander y del cañón del Chicamocha. Tenemos pues que dejar a un lado la presunción de que lo popular es equivalente a lo auténtico, lo espontáneo, o a lo vernáculo incontaminado. Por el contrario, la imagen recurrente de la película de Gaona es la del cruce de caminos, lugares abiertos y a la intemperie, muy propios del cine del oeste, donde se encuentran, al final de la guerra, los desahuciados del conflicto bélico, ganadores y perdedores por igual.
Las representaciones audiovisuales de la última guerra del siglo XIX colombiano y la primera del XX, a diferencia de las literarias, son escasas. Parecíamos condenados a quedarnos con la imagen cristalizada y virtuosa que de esa guerra nos dejó la primera temporada de Cien años de soledad. La puesta en escena de la guerra en Colombia ha estado marcada, la mayoría de las veces, por un estilo solemne, una especie de rito funerario sustituto. Ver la guerra desde la farsa, la picaresca, la comedia u otros tonos menos graves, ha supuesto riesgos e incomprensiones. La guerra y el cine de género parecían destinados a no encontrarse. En otras palabras, las películas de guerra eran nuestro género nacional, y había que preservar esa excepcionalidad.
Las contiendas de la representación
En 1968, Ciro Durán filmó Aquileo Venganza, otra película ambientada en la Guerra de los Mil Días y con un tratamiento visual y narrativo cercano al western, y fue recibida con cajas destempladas. Uno de los críticos más combativos e influyentes de esos años, el también santandereano Carlos Álvarez, en el artículo «El tercer cine colombiano»** la denostó por ser una película de «vaqueros colombianos copiados de los vaqueros italianos, a su vez copiados de los vaqueros americanos». Y en otro comentario, publicado en la Historia del cine mundial de George Sadoul , Álvarez fue aún más enfático. Escribió que Aquileo Venganza «reúne todos los requisitos necesarios para seguir la línea de embrutecimiento, mimetismo y neocolonización».
Otra crítica de la época, la cartagenera Margarita de la Vega, escribió en el godísimo diario El Siglo que si bien la película de Durán plantea al inicio el problema colectivo de la tierra, «lo resuelve convirtiéndolo en un problema individual y cayendo en el héroe cinematográfico común». Termina de la Vega diciendo que Aquileo, el personaje de la película, debió haber comunicado al pueblo su problema e incorporar a ese pueblo en su venganza. ¿Qué tipo de conciencia histórica debe tener entonces el cine popular? En un artículo sobre Los cartas del gordo, una película producida por Dago García, María Antonia Vélez* reparaba en que la película «construye un mundo como el de Hollywood, en donde los problemas tienen causas y soluciones exclusivamente emocionales e individuales».
Adiós al amigo, si bien hace explícita su ubicación temporal en la Guerra de los Mil Días, nunca asume una posición directamente política sobre ese conflicto, si entendemos el tomar posición política en un sentido tradicional: hacer evidentes las relaciones de poder, examinarlas críticamente y ofrecer al público un horizonte de interpretación con sentido y profundidad histórica. Por el contrario, la narrativa de la película también pone el acento en los problemas individuales y emocionales de unos héroes cinematográficos que, y aquí está la perspectiva popular de la película, son comunes, pero no prototípicos.
Alfredo Duarte Amado, el personaje principal, es un soldado raso del ejército liberal revolucionario al mando del general Rafael Uribe Uribe. Tras recibir un telegrama con la noticia del embarazo de su cuñada, y aprovechando que la guerra ha terminado, va en busca de su hermano, que milita en el otro bando, en una cuadrilla que se resiste a firmar la paz. En el camino, al viaje de Alfredo se suma un retratista obsesionado con encontrar al asesino de su padre, y una bruja, y un conde de pacotilla que parece una reencarnación del José Fernandez de De sobremesa, que viaja acompañado de un amigo negro. Y no falta el general Uribe Uribe en persona. Todos vestidos y maquillados con un énfasis que resalta el tono farsesco. Todos, además, con la probable excepción del general, pensando en sus pequeños dramas personales y en cómo seguir tirando de la cuerda de la vida.
A falta de grandes tomas de conciencia política, la película nos entrega otras formas de reconocimiento, en este caso mediadas por la cámara fotográfica del retratista. Uno de los temas que recorre el cine de Gaona, que siempre se ha filmado en zonas rurales o semirurales de Santander, entre ellas en el pueblo de Güepsa, son los usos sociales de la fotografía. ¿Qué le ocurre a una persona cuando toma distancia de la realidad inmediata en la que vive y la ve representada —objetivada— en una foto? De tan acostumbrados que estamos a ser fotografiados hemos olvidado ese asombro original. Y qué nos pasa cuándo nos vemos retratados, sin esquematismos y simplificaciones, en el cine
Pese a esa individualización de la guerra, Adiós al amigo es la película de un drama colectivo. El dolor personal de cada personaje, al ser compartido, crea las formas de comunidad que la película se permite mostrar. Al ser una película de encuentros azarosos que se dan en cruces de caminos, vemos una cuadrilla de personajes que se conforma y se deshace, una comunidad precaria e inestable de desahuciados obligados a estar juntos y que al final se dan cuenta de que tal vez sí pueden y quieren permanecer unidos, incluso eligiendo estos nuevos vínculos por encima de las ataduras familiares o de origen. La película nos entrega una imagen poética y también una esperanza política: si bien la guerra destruye comunidades enteras, crea otras formas de pertenencia, maneras imprevistas de integrarnos a otros cuerpos y realidades, de ser más que el propio trauma o el dolor del aislamiento.
Adiós al amigo muestra estos vínculos nacientes sin ningún exceso sentimental. Ante la inmensidad de lo que cargan en sus espaldas, los personajes necesitan, por ejemplo, de la ayuda de una semilla convertida en un polvo que, al ser inhalado, abre portales a otras realidades y facilita la reconciliación con los propios demonios. Esta deriva de la película me hizo recordar el papel regenerativo de las plantas en películas de Ciro Guerra como La sombra del caminante o El abrazo de la serpiente. La posibilidad de volver a creer en la bondad de la naturaleza como una forma de bondad de los extraños, o de lo extraño.
En la carpeta de prensa de la película, Iván Gaona dice que Adiós al amigo es «un viaje hacia nuestras raíces, contado desde los márgenes del país». Más que colombianos promedio o estándar la película nos trae personas —y personajes— reconocibles por su singularidad, por su modo de hablar y por la historia cultural que cargan a cuestas. En vez de aplanarlos para que entren en los códigos de lo que se espera de los colombianos de algunas regiones del país, que es la manera como el cine y la televisión han construido casi siempre los arquetipos regionales, la película los mira y los acoge. Los reconoce. Al reconocerlos, estos personajes entran en un relato más grande, el de la pertenencia y la continuidad histórica. No son los representantes exóticos de una identidad regional recortada en clichés, sino personajes bellos y dignos.
¿Lo que les gusta a los colombianos?
En agosto de 1976, el crítico Hernando Martínez Pardo*** escribió en el quinto número de la revista Gaceta un texto, «El cine colombiano a la luz de otros cines», en el que explicaba la existencia de tres factores que siempre corrieron paralelos en la consolidación de grandes cinematografías, como la estadounidense o la francesa (hoy se podrían sumar otros cines nacionales, como el indio o el coreano): el desarrollo industrial, el desarrollo de lenguaje y contenidos, y la proximidad al gusto popular. En los años en que Martínez Pardo escribió ese texto, el cine colombiano se mostraba deficiente en los tres factores, y buscaba salidas que le permitieran tener alguna posibilidad de existir.
Hoy, cuando en medio de una supuesta crisis se pueden reconocer avances industriales, y de lenguaje y contenido, el problema de la aproximación al público sigue siendo un misterio y un cuello de botella. En una entrevista de 2006, Dago García**** decía que el mercado colombiano era demasiado pequeño para ser fragmentado, razón por la cual él le apuntaba a un público masivo. Hay que reconocer que con frecuencia lo ha logrado. El problema es pensar que esas fórmulas, las de Dago García, son las únicas posibles. Cincuenta años después de lo escrito por Martínez Pardo, y veinte después de la entrevista de Dago García, tenemos un público aún más fragmentado.
Adiós al amigo se estrenó en un circuito de treinta salas de cine, en veintiún ciudades de Colombia. Es un número significativo pero no demasiado grande. Otra película colombiana próxima a estrenarse, Un poeta, aspira a muchas más salas. Aquí conviene entonces diferenciar lo popular de lo masivo. Películas nacionales como La vendedora de rosas y La estrategia del caracol siguen siendo, a la luz de hoy, fenómenos a la vez populares y masivos. Lograron conectar con problemas de lo que hoy llaman el campo popular, y a la vez fueron éxitos de taquilla. Sin desconocer que el público es también un dato estadístico, conviene recordar que es mucho más que eso.
Me gustaría entender cómo el cine afecta lo sensible, cambia un estado de ánimo o lleva a que se produzca un aplauso espontáneo. Me gusta soñar que, en una sala de cine, nos reunimos con la confianza de ser, por un breve tiempo, algo más que nosotros mismos, una cuadrilla ambulante, una comunidad provisional de extraños, un país imaginario. Y creo que lo popular es eso: la poderosa certeza de que somos más que individuos aislados, que tenemos, a la vez, singularidad y raíz, libertad y pertenencia.
NOTAS
*María Antonia Vélez, «Las cartas del Gordo: Lo que nos gusta a los colombianos», en Kinetoscopio No 78, 2007.
**Carlos Álvarez, «El tercer cine colombiano», en: revista Cuadro No 4, 1978.
***Hernando Martínez Pardo, «El cine colombiano a la luz de otros cines», en: revista Gaceta, Vol. I, No. 5, agosto de 1976
****«Los países se piensan, se reflexionan y se cuestionan desde muchas perspectivas», entrevista con Dago García, en: «El guión en el cine colombiano», dossier de Kinetoscopio No 77, 2006.
El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes no es responsable de las opiniones recogidas en los presentes textos. Los autores asumen de manera plena y exclusiva toda responsabilidad sobre su contenido.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024