A nadie que pasara frente a la bella casona de dos pisos ubicada en el parque de la Bailarina, en El Poblado, Medellín, se le habría ocurrido: adentro, veinte jóvenes asumían cincuenta identidades falsas cada día. No eran actores ni webcámers, eran soldados rasos en una bodega digital creada para influir en las elecciones presidenciales de México. Era junio de 2018 y, en esa casa adaptada para coworking, se gestaba una operación que cambiaría para siempre la comprensión de Sebastián Franco Galeano sobre el poder, la manipulación y la fragilidad de la verdad en los tiempos digitales. Franco tenía veintiséis años, un comunicador audiovisual que llegó a esa oficina buscando estabilidad laboral. Lo que encontró fue una maestría acelerada en ingeniería del consenso.
«Desde un principio me dijeron que el tipo de trabajo que había que hacer era crear contenido para un político y lograr que subiera la percepción en las encuestas en México», recuerda.
La empresa que los contrató era una consultora respetable registrada en actividades de gestión e investigación experimental. Aunque la compañía dejó de operar en 2022, en su perfil de Instagram aún se puede leer: «Creemos que el capital humano y de conocimiento es el principal insumo para conectar ideas y co-crear». Sebastián conserva impreso el contrato como community manager y los recuerdos de quien participó en una de las primeras operaciones de manipulación digital profesionalizadas en Colombia.
En la entrevista de trabajo las preguntas fueron directo al hueso ideológico: «¿Eres de derecha o de izquierda?». Su respuesta revela tanto sobre el pragmatismo de una generación precarizada como sobre la naturaleza transaccional de esta industria: «Trabajo es trabajo».
El salario, dos millones de pesos mensuales, representaba la entrada a un mundo en el que la verdad se había convertido en materia moldeable. Trabajaría en horarios tradicionales, con extensiones durante debates televisados. A cambio de manipular la realidad política de un país que no conocía, recibiría pizza los fines de semana.
Guionistas del engaño
Lo que Sebastián no supo entonces es que participaba en la evolución digital de técnicas centenarias. Edward Bernays ya había teorizado en 1928 sobre la «ingeniería del consenso»: la manipulación sistemática de la opinión pública. Las bodegas digitales son la evolución de esos principios, operando ahora en tiempo real y escala global.
Dentro de esas oficinas se desplegaba una operación para posicionar la imagen de Ricardo Anaya frente a Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales mexicanas de 2018. Cuando Sebastián llegó, dos meses antes de las votaciones, parte del equipo llevaba seis meses construyendo una realidad paralela.
Al iniciar, Sebastián recibió un arsenal digital: cincuenta identidades falsas que debía habitar como un actor de método. «Eran 50 perfiles de Twitter para manejar, sus respectivas sim cards para recuperarlos si nos bloqueaban alguna cuenta. Con cada perfil nos entregaban un guion con su respectiva personificación. Cada cuenta posteaba dos veces al día, mínimo», explica.
Cada mañana, él y sus compañeros se convertían en una multitud artificial. Sus dedos daban vida «al muchacho que le gustaba el fútbol, la señora que escuchaba rancheras, el señor taxista». Esta diversidad demográfica no era accidental sino estratégica. «Manipulábamos a la gente a través de las emociones desde los mensajes, para que se identificaran con uno».
La profundidad de la desinformación revela la naturaleza industrial del engaño. Sebastián recuerda la orden de construir narrativas médicas falsas sobre la supuesta demencia senil de López Obrador, buscando evidencia científica inexistente para sustentar diagnósticos inventados.
Los días de debate televisado transformaban la oficina en una sala de guerra informática. «Entrábamos con una estrategia principal y, a medida que transcurría, el coordinador recibía llamadas y nos cambiaba toda la línea». Una de las más reveladoras fue desacreditar a la periodista moderadora, «diciendo que era una aliada de AMLO. Sin argumentos, solo desacreditar, inventar».
Sebastián se atreve a hablar porque ya venció la cláusula de confidencialidad que lo ató durante cinco años, y porque ahora vive fuera del país.
Tentáculos invisibles
Lo que Sebastián vivía constituía apenas un eslabón en una cadena de manipulación que se extendía más allá de las fronteras colombianas. Su equipo no generaba contenidos, sino que ayudaba a sostener operaciones superiores cuya naturaleza permanecía en el misterio.
En Colombia, esta realidad se ha normalizado hasta volverse invisible. Camilo García, experto digital conocido como Hyperconectado, rechaza el término bodegas y prefiere cibermilicias. Un asesor político y digital que ha trabajado en campañas en Latinoamérica, que solicita anonimato —revelador en sí mismo de la naturaleza clandestina de esta industria— estima que operan «cientos de proveedores de bodegas en Colombia». Estas organizaciones generalmente se acercan a ofrecer servicios cuando aumenta la visibilidad pública y los ataques hacia sus potenciales clientes.
También habla de cifras que dimensionan la magnitud económica: «Un candidato a la presidencia en Colombia puede gastar hasta 15.000 millones de pesos en su campaña; y de eso, alrededor del 30 % se destina a operaciones digitales, incluyendo bodegas».
En el país operan tres modelos diferenciados de manipulación digital. Las granjas internacionales se especializan en inflado de métricas básicas: miles de likes y seguidores fantasma generados desde Bangladesh o Filipinas por centavos de dólar. Paralelamente, las operaciones híbridas locales combinan inteligencia artificial con trabajo humano especializado para ataques políticos dirigidos y manipulación narrativa sofisticada. Finalmente, las bodegas de élite emplean algoritmos avanzados para generar mensajes personalizados que se adaptan al perfil psicológico de cada audiencia objetivo. Cada modelo sirve propósitos distintos: el primero infla artificialmente la popularidad, el segundo destruye reputaciones específicas, el tercero moldea percepciones masivas.
La mayoría de agencias no cuenta con infraestructura propia; funcionan como intermediarios en una cadena que se extiende hasta granjas digitales dispersas por países con economías precarizadas. Esta tercerización revela una división internacional del trabajo digital profundamente desigual.
El investigador Rafael Grohmann, de la Universidad de Toronto, documentó una realidad devastadora: estas operaciones representan una nueva forma de colonialismo digital que conecta «trabajadores de baja tecnología de la periferia, considerados no calificados o invisibles, con la infraestructura de las plataformas de redes sociales, generalmente del Norte».
La industria del engaño es eficiente: un cliente solicita 100 comentarios positivos y 10.000 likes para una publicación en Instagram. La agencia intermediaria compra los likes automáticos a un proveedor mayorista por 4 dólares y contrata los comentarios a freelancers en economías periféricas por 0,06 dólares cada uno. En menos de 48 horas, entrega un producto que el cliente percibe como actividad orgánica genuina, cuando en realidad es el resultado de una cadena de explotación global.
El volumen económico de esta industria permanece en las sombras, característica inherente a su naturaleza clandestina. Sin registros oficiales ni declaraciones tributarias transparentes, los especialistas solo pueden estimar su magnitud a través de indicadores indirectos. Esta opacidad financiera no es accidental, sino estratégica: mantiene la industria protegida de regulaciones fiscales y facilita el lavado de recursos de origen dudoso.
De artesanos y algoritmos
En 2023, el polémico consultor argentino Fernando Cerimedo le contó a Infobae una realidad que habría parecido ciencia ficción en aquellos días de la bodega paisa: oficinas donde «una docena de máquinas encendidas para la automatización» alimentan incansablemente cincuenta mil identidades artificiales, una infraestructura que se extiende desde Brasil hasta Argentina.
Su oficina en Buenos Aires funciona como central neurálgica que irradia influencia hacia múltiples países. Su trabajo para Jair Bolsonaro en Brasil y Mauricio Macri en Argentina convirtió la manipulación política en mercancía exportable, documentando cómo estas operaciones trascienden fronteras para operar como servicios transnacionales.
Los investigadores han llegado a una conclusión fracturante: la línea entre lo auténtico y lo artificial se ha vuelto imperceptible. El estudio Dissecting a social bot powered by generative AI (2025) revela que voluntarios humanos lograron menos del 24 % de precisión clasificando cuentas genuinas de falsas. Han emergido cyborg accounts que combinan comportamiento humano y automatizado, instalando la incertidumbre en cada interacción digital.
El consultor político que prefiere el anonimato confirma la sofisticación: «Entregar instrucciones a un robot de ia para generar cincuenta mensajes de ataque político me toma diez segundos».
En otro nivel está el uso de WhatsApp. En el submundo digital lo llaman «el guasón». «Dos días antes de unas elecciones, se puede generar una fotografía con inteligencia artificial de un político consumiendo drogas, crear un video borroso que parezca auténtico, y distribuirlo a miles de contactos». En municipios de veinte mil habitantes, esta artillería digital desestabiliza una elección en cuarenta y ocho horas.
Las bodegas más sofisticadas han comprendido que el futuro está en la viralización masiva a través de fandoms: «Tengo un video de un político y lo viralizo subiéndolo en mil cuentas diferentes de formas distintas, cambiando la edición». La clave está en fragmentar y redistribuir el mismo mensaje creando una sensación de viralidad orgánica.
García, que ha monitoreado estos fenómenos durante años, ha sido testigo directo de su evolución. Durante periodos electorales, los feeds de Facebook se saturan con «videos creados con inteligencia artificial y voces miedosísimas». Los mensajes apocalípticos ahora llegan acompañados de bandas sonoras cinematográficas y voces sintéticas que el oído humano no puede distinguir de las reales.
Mientras el debate público se concentra en las bodegas tradicionales, una realidad mucho más siniestra opera en las sombras digitales. «Los alcances de la comunicación paga pueden ser diez, veinte, treinta veces más grandes que la comunicación orgánica», afirma García. La diferencia es abismal: mientras una bodega tradicional genera mil interacciones, un político que comprenda las herramientas de segmentación puede impactar a cientos de miles de ciudadanos con mensajes personalizados según sus vulnerabilidades específicas. No estamos ante trincheras digitales, sino ante bombardeos quirúrgicos que llegan directamente a la psicología individual.
Territorio sin ley
En aquella oficina de El Poblado, las órdenes que recibía Sebastián revelaban la naturaleza destructiva de estas operaciones más allá de la manipulación electoral. Cuando el periodismo incomoda, se activa la maquinaria de destrucción digital: así les indicaban atacar periodistas en los debates.
En 2023, la periodista Laura Ardila experimentó en carne propia la evolución de esas técnicas primitivas hacia operaciones de violencia digital de precisión quirúrgica. Cuando reveló que la editorial Planeta había decidido no publicar su libro sobre la casa política Char, la respuesta fue inmediata: en seis días, ColombiaCheck documentó al menos 242 ataques digitales dirigidos contra su trabajo y su persona.
Las heridas de la violencia digital trascienden las pantallas. Ardila reveló cómo los ataques coordinados colonizaron su cuerpo: insomnio, ansiedad, culpa que la obligaron a cuestionar dos décadas de trabajo periodístico hasta forzarla a salir del país. El de Laura solo es un ejemplo de las decenas de casos que suceden cada día.
Las pocas operaciones descubiertas revelan la dificultad para combatir este fenómeno. En Brasil, la Policía Federal identificó a Cerimedo como parte del «núcleo» golpista de Bolsonaro. En Colombia, investigaciones periodísticas han expuesto algunas granjas, pero las consecuencias legales son mínimas debido a vacíos normativos.
El Estado que debería combatir estas operaciones se convierte, paradójicamente, en su cliente. Como explica el consultor político, desde las instituciones siempre «se encuentra la forma» de contratar estos servicios de manipulación digital. La metodología para blindar estas operaciones revela una sofisticación que supera la simple corrupción: «Si tienes la bodega en Nicaragua, Ecuador u otro país, una fuga de la información va a ser relativamente muy difícil». El círculo se cierra con una ironía devastadora: el dinero de los ciudadanos financia la manipulación de su propia percepción política.
Las plataformas como X, Facebook e Instagram afirman combatir las granjas digitales con inteligencia artificial, revisiones humanas y eliminación masiva de cuentas inauténticas cada trimestre, pero aclaran que no asumen responsabilidad legal por la información o los ataques que se difundan desde esas cuentas, salvo cuando una orden judicial les exige retirarlos.
Mario Riorda, politólogo argentino especializado en comunicación política, reflexiona sobre la dificultad de «imaginar instancias de regulación», considerando la «dificultad operativa» y el «lobby internacional de las propias empresas». Cuando las tendencias se generan desde fuera del país, la regulación doméstica resulta «bastante ineficaz».
Espejo roto de la democracia
La reflexión de Sebastián sobre su experiencia revela las dimensiones existenciales de participar en la construcción industrial de la posverdad. «Uno tiene que leer las cosas dos veces antes de dar una opinión sobre algo, dudar, tener claro que en este momento todo lo que uno ve, no es necesariamente cierto».
Y también cuestiona a los medios por la amplificación. «Las personas del común no usan realmente esa red social [Twitter, ahora X], pero lo que se hace tendencia ahí se replica en los medios de comunicación grandes. Y mucha gente cree todavía en los medios».
Riorda advierte sobre las consecuencias sistémicas: «Un aumento de la negatividad discursiva, ubicada ya ni siquiera en discursos de odio, sino en los discursos de incivilidad, que significa la negación de la otredad, del otro, de su identidad y de diferentes formas de pensamiento». Estudios recientes en Chile revelaron que más del 40 % de la discusión digital durante las elecciones estaba «inflada artificialmente». En este nuevo paisaje mediático, cada trending topic, cada ola de indignación viral, debe examinarse con la sospecha de que puede ser producto de operaciones fantasma.
Cada día, en miles de hogares latinoamericanos, se repite una escena que Camilo García conoce dolorosamente: «Mi mamá todo el tiempo me dice cosas que ve en internet —y que son falsas—, y cuando le digo que son falsas, se pone bravísima por eso». Esta fractura familiar, multiplicada por millones, es otro de los daños que causa el consenso artificial.
En esta nueva geografía digital, en la que proliferan los fabricantes de mentiras, donde las historias se vuelven de cartón y las vidas se construyen como fábulas de lata, cada ciudadano debe convertirse en arqueólogo de su propia realidad. Las luces de neón que parpadean en nuestras pantallas pueden ser espejismos manufacturados.
La madre de García, como millones de personas, se vuelve, sin saberlo, víctima y propagadora de una industria que ha convertido la credulidad en mercancía. La supervivencia democrática ya no depende solo de nuestro derecho al voto, sino de nuestra capacidad para dudar, para cuestionar, para nunca tener fe ciega en lo que los algoritmos nos susurran al oído. Porque en un mundo en el que la verdad se ha vuelto materia prima industrial, la sospecha puede ser la última trinchera de la autenticidad.
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