1.
Hemos creído que, frente a la imagen y sus regímenes de producción, hay que tomar distancia, pertrechados en la sospecha o el pudor. Pero también hay que sospechar de ese mandato, sobre todo si se convierte en disculpa para la desafectación. A veces, a la duda hay que sumar el arrojo para entrar en las imágenes con pies y cuerpos desnudos, abrazar su punctum y manifestar la herida.
Como tantos otros, me he querido proteger de las imágenes de Sara Millerey, la mujer trans asesinada en Antioquia hace unas semanas, del ultraje que vivió y del registro de ese ultraje. Las vi una, dos, quizá tres veces. Las suficientes para que se quedaran ahí, dando vueltas, en ese compartimento donde habitan las ideas y los afectos, es decir, la rabia, la voluntad y el deseo.
Me he preguntado por la paradoja de que un cuerpo mortal en el que late una vida frágil adquiera, de pronto, el rigor mortis de los símbolos. Para Sergio, Dilan, Lucas o Sara Millerey temprano levantó la muerte el vuelo. Sus existencias que no fueron posibles reciben como compensación una vida supletoria —una vida que no es vida— como mártires. Están petrificadas en una especie de eternidad al servicio de los vivos.
Son «actos de memoria» y hay que hacerlos, me dijo un estudiante en una clase reciente, y lo entiendo, aunque también sé que las economías del sacrificio son insaciables: siempre reclaman muerte y muertos. Sé que toda causa, desde la más noble hasta la más indigna, necesita mártires, muchos de los cuales no escogieron voluntariamente serlo.
2.
También estamos constituidos por imágenes más movedizas e inciertas, como los mitos. Están ahí, como un ruido en medio de nuestras existencias conscientes. Si nos detenemos a escuchar ese ruido oímos y entendemos cosas que nos conciernen y nos explican. Yo crecí con la idea de que existía una hermana perdida. De la nada, me venía el pensamiento insidioso de que al compacto bloque familiar en el que vivía le faltaba una pieza, y que esa ausencia era ella, una que antes vivía en la casa como una de las nuestras, pero que un día, siguiendo la llamada de una canción desconocida, había regresado a la naturaleza.
Ahora, ella —a veces también era la imagen de un hermano, hombre— vivía en los potreros o las mangas, lejos de todo contacto humano, hermanada con los animales y las plantas. Al «naturalizarse», había escogido vivir una vida innombrable. Se había convertido en noche y silencio. Yo casi no pensaba en ella, pero su recuerdo asediaba de repente, sin avisar y sin ser solicitado. En una duermevela como la del inconsciente.
3.
Sara Millerey fue empujada hacia una quebrada del municipio de Bello, Antioquia, a pocos kilómetros de donde yo fui niño. Allí estuvo, al parecer por más de media hora, pegada a una rama y pidiendo auxilio. Había decidido escapar de una ley antigua y darse un nombre propio, elegido por ella misma. Fue un intento por huir de la norma, de las asignaciones y las sucesiones. Pero la norma no se resigna. Vemos a Sara Millerey en el centro de una imagen viral, propagada como el miedo al contagio o a la peste, rota por fuera y por dentro; pide la clemencia de una ley que exhibe con orgullo su sordera.
Hay capas y capas de historia y significado en la desnuda concreción de estas imágenes, en los testigos y creadores de la escena del crimen, que son su fuera de campo horripilante. Las imágenes nos repiten que el lugar de los que huyen del pacto familiar son los potreros y las mangas, lejos de la casa, de sus cuidados y su vigilancia, en el lugar de lo obsceno y de lo inmundo.
En el borde vegetal y animal que no queremos ver, pero del cual nos servimos, estas disidencias pueden ser negadas, deshumanizadas. Se vuelven invisibles. Sara Millerey, pienso, es como mi hermana perdida y, al mismo tiempo, es claro que no lo es; porque mi hermana, que era de otros tiempos, escogió la huida y el ocultamiento, y nosotros, su familia, decidimos olvidarla, borrarla de la foto, desaparecerla, en un oscuro pacto de negación mutua que nos empobrecía.
Sara Millerey, en cambio, quería ser visible y soberana de sí misma. Esa altivez se ve en las fotografías que ella se tomó o que permitió conscientemente. Y entonces la norma apareció para decirle que solo podía ser visible, o exhibida, en las condiciones impuestas por unos órdenes territoriales y simbólicos que deciden cómo hay vivir y quién vive. La llevaron pues a convertirse en emblema y símbolo. La imagen común y predecible de un cuerpo feminizado escarnecido, solitario, abandonado. No bastaba con castigarla, había que mostrar a los cuatro vientos su castigo. Y construir de paso una muy precisa geografía del horror. Las economías dominantes necesitan de la eficacia simbólica de imágenes como estas y requieren de cómplices de su amplificación.
Las economías dominantes necesitan de la eficacia simbólica de imágenes como estas y requieren de cómplices de su amplificación.
4.
Cómo darles la vuelta a esas imágenes de Sara Millerey reducida a la condición de cuerpo sujeto a las órdenes de esa ley que retorna, que no se resigna. Cómo, sin negar la existencia de esa brutalidad y esa violencia, quitarle poder a los que produjeron esas imágenes, a quienes, como pidió el investigador de las disidencias de sexo y género Guillermo Correa, en una publicación sentida y urgente de La oreja roja, hay que nombrar y develar, precisamente para dejar de pensar que se trata de imágenes «naturales».
Lo único que se me ocurre es dejar de verlas como imágenes definitivas en las que está inscrita una ley o un destino, es decir, desnaturalizarlas. Y, con ese mismo fin, traer otras imágenes y hacerlas circular: imágenes vivas, provisionales, contradictorias y movedizas. Quizá, imágenes de la alegría y de la lucha, pues la sola notificación y repetición de la brutalidad y la violencia nos paraliza.
La tía y la madre de Sara Millerey, días después de lo ocurrido, contaron en el podcast Más allá del silencio que, a pesar de la ley tácita que les impedía a los bellanitas auxiliar a la víctima, dos «buenos señores» que pasaban por el lugar se metieron a la quebrada y la socorrieron. Esas fisuras en la imposición del orden de la violencia y la indiferencia también hay que nombrarlas. Dos «buenos señores»: la anónima bondad de los extraños.
5.
En las palabras como en las imágenes se libran batallas y se vive una disputa permanente por el nombre y la interpretación. La circulación de las imágenes no es un asunto trivial, menos hoy, donde asistimos a un régimen de hipervisibilidad. Las imágenes de crímenes y violencia inundan las redes al lado de selfies, recuerdos de paseos felices y de celebraciones, propaganda, invitaciones fraudulentas y promesas inciertas. Se llegó a decir que las imágenes de Sara Millerey en la quebrada de Bello fueron tomadas para ser usadas en una película. Pero, independientemente de eso, esas imágenes ya entraron en un relato, ya cumplieron su cometido.
Nos tenemos que hacer responsables de que el relato del castigo ejemplarizante no se imponga. Después de atravesar esas imágenes, de sentir su horror, hay que salir de ellas. Como sociedad hemos vivido en la fascinación y el obnubilamiento que produce el cuerpo sacrificial. Nuestra iconografía «nacional» está inundada de cuerpos desmembrados y despedazados, observados por testigos indiferentes. No hay como negar esa experiencia compartida. Hay que seguir viendo esas imágenes y, al mismo tiempo, quitarles el poder de ser la única cifra de nuestra existencia.
Los asesinados, desmembrados, despedazados, matados, rematados y contramatados en la galería del horror nacional son casi siempre cuerpos racializados y empobrecidos, disidentes y rebeldes cuyo sacrificio sirve para el propósito de construir un relato cerrado y compacto, hegemónico. Hay que encontrarle quiebres a esa hegemonía mediante la producción y circulación de otro tipo de imágenes. Para fundar, a partir de ellas, otro relato.
Alguna vez, no hace mucho, estuvimos en El Salado, como invitados a participar en el festival de cine que ocurre allí, organizado por el Colectivo de Comunicaciones Montes de María. Hablo en plural porque éramos varios, y llegamos hasta la biblioteca que se construyó al lado de la cancha de fútbol donde entre el 16 y el 22 de febrero de 2000 un grupo de 450 paramilitares asesinó a sesenta personas totalmente indefensas.
Al lado de la biblioteca y de la cancha, bajo una carpa, se proyectó La vendedora de rosas, la película de Víctor Gaviria que termina con el plano de una niña asesinada cerca a una quebrada en la noche y la madrugada de una Navidad antioqueña. Gaviria tomó entonces la palabra y dijo que le alegraba estar ahí porque creía que el acto compartido de ver una película constituía un recuerdo para el porvenir. «Necesitamos crear recuerdos nuevos», creo que dijo.
Estuve y estoy de acuerdo. Esa noche, a través de una película que habla del horror, conjuramos provisionalmente la extensión de la violencia. Y digo provisionalmente porque, al fin de cuentas, no pudimos quedarnos hasta el final. Creció el rumor de que misteriosos hombres de blanco, representantes de algún orden paraestatal deseoso de restaurarse, merodeaban por el lugar de ese ágape. Nunca hay que olvidar la posibilidad de los momentos de reunión, y mucho menos su fragilidad.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024