Hussein al-Jerjawi tiene dieciocho años y ha sido desplazado cinco veces por ataques israelíes. Después de perder un año escolar entero, como miles de adolescentes cuya educación fue suspendida por los bombardeos, eligió una forma de seguir: pintar sobre bolsas de harina vacías y conseguir recursos bajo la ética del hazlo tú mismo. En ellas retrata familias horneando pan, refugiados que imploran dignidad con los brazos en alto y mujeres y niños convertidos en peones de ajedrez. En Gaza, donde la vida se juega como una partida sin reglas, el arte ofrece un refugio psíquico bajo el fuego. Con el dibujo y la pintura, algunos palestinos alivian la cabeza del estruendo incesante y escriben, quizás sin proponérselo, sus memorias. «Estoy haciendo arte ahora mismo porque es la única manera de comunicar el sufrimiento y la resiliencia de nuestra gente», le dijo al-Jerjawi a GACETA.
A finales de los años ochenta, el artista Suleiman Mansour, figura central de la Primera Intifada, comenzó a experimentar con barro, henna, arcilla y paja. Materiales plásticos no tradicionales. Elementos que brotaban de la tierra palestina. La metáfora era clara: si los símbolos nacionales eran despojados en la guerra, habría que reconstruirlos con insumos del propio entorno. Hoy, bajo un asedio más prolongado y atroz, ese principio estético pervive en los artistas palestinos. En lugar de pigmentos y lienzos importados, los creadores trabajan sobre envases de medicamentos, cuadernos entregados por la ONU y piedras rescatadas de los escombros. Es su respuesta frente al intento sistemático de borrar su cultura. Como dijo el artista multidisciplinario Shareef Sarhan: «Cada pintura es un documento que le dice al mundo que estamos vivos, que soñamos y que nos aferramos a nuestras raíces».
Ibrahim Mahna, de diecinueve años, pinta sobre cajas de ayuda humanitaria. Donde antes se guardaban latas de pescado, ahora hay figuras humanas con los ojos hundidos y las bocas abiertas. También hay tiendas de campaña: esos frágiles refugios de tela rodeados de palmeras que, para una parte de la población, es todo lo que le queda. «No protegen del viento ni del duelo. Pero las pinto para que no desaparezcan», le dijo Mahna al medio Al Jazeera.
De ese ecosistema forzado —campamentos con albergues en lonas de nylon, barro espeso por las tormentas, manos que alzan vasijas como ofrendas— afloran imágenes poéticas. En Gaza, la creación nace, una vez más, de la intemperie. La escasez no solo empuja al ingenio: construye una estética, redefine la noción de hogar y transforma el residuo en testimonio de vida. Cada obra lleva la huella material del asedio. Los artistas no borran los sellos de Naciones Unidas de las bolsas: los integran. No hay relato más hondo que el que se escribe sobre los restos de lo que salvó a un cuerpo.
La necesidad de crear bajo el asedio, resignificar los materiales de auxilio y sostener el arraigo en medio del desplazamiento tiene raíces antiguas. Como explica la historiadora de arte Adila Laïdi-Hanieh, la producción visual palestina no creció como un movimiento formal ni una tradición estable, sino como un conjunto de impulsos dispersos. En el siglo XVIII, algunos artistas ligados a la iglesia ortodoxa comenzaron a pintar íconos influenciados por el arte bizantino. Más tarde, varios de ellos se formaron con monjes rusos en Tierra Santa, desarrollando un estilo devocional que fue interrumpido por los choques bélicos del siglo XX. En 1948, con la Nakba y la expulsión forzada de setecientas mil personas tras la creación del Estado de Israel, la posibilidad de consolidar una estética local quedó truncada.
Desde entonces, el arte palestino se ha desarrollado entre diásporas y discontinuidades. En los años sesenta y setenta, una nueva generación de creadores nacidos en su mayoría en campos de refugiados comenzó a usar el dibujo, la pintura y el grabado como herramientas de memoria y formas de celebración de su identidad. Las muestras en Cisjordania y Gaza, cada vez más politizadas, no cayeron bien en la orilla israelí. Como respuesta, en 1980, el Estado de Israel prohibió las exposiciones con carga ideológica y la incorporación de los cuatro colores de la bandera palestina en una misma obra, según cuenta un artículo de la Universidad de San Diego. De ahí la popularización de la sandía, que tiene los mismos tonos nacionales palestinos, en la plástica local.
A partir de los años noventa, el arte palestino entró en una etapa de expansión y riesgo. Más conceptual, más multimedia, menos patriarcal. Algunos críticos llamaron a este período «presente tenso» y lo describen como un despliegue de exploraciones íntimas de los paisajes de ocupación y el exilio. Samia Halaby, pionera de la pintura abstracta árabe, convirtió la geometría en campo de liberación emocional, mientras que Laila Shawa usó la serigrafía para denunciar la opresión de las mujeres bajo el fuego cruzado. Ambas demostraron que el arte podía ser experimental sin perder filo político.
Ahora, bajo las estrechas carpas de desplazados, algunos artistas que no superan los veinte años han vuelto al dibujo y la pintura. El regreso no es en clave nostálgica: puede tomarse como una nueva deriva conceptual del arte local. En una época colmada de fotos devastadoras —más de 57.000 palestinos han muerto desde el inicio de la ofensiva israelí en octubre de 2023—, la repetición de escenas crudas puede comenzar a enfriar nuestra capacidad de conmovernos y tomar acción. Si uno escribe la palabra «Gaza» en Google, verá destrucción en todas las escalas: un territorio hecho ruinas, rostros en duelo, manos aferradas a cuerpos muertos. La existencia reducida a su expresión más insoportable. El arte, en cambio, se detiene y rescata lo que aún vincula. Veo dibujos de familias reunidas en torno a vasijas con comida caliente y niños que se asoman curiosos por encima de una cerca, y creo que esas imágenes buscan recordar que la vida digna también necesita ser representada. Hussein al-Jerjawi me dijo que pinta a sus amigos y a su familia porque son los rostros que lo mantienen en pie.
En Gaza, hoy no existe un circuito artístico formal. Lo que hay son esfuerzos tenaces y dispersos por hacer obra en medio de la emergencia. Aunque la infraestructura cultural ha sido pulverizada —al-Jerjawi me cuenta que la mayoría de espacios fueron destruidos y que los insumos artísticos casi han desaparecido—, la guerra no ha detenido la producción ni la movilidad del arte. Muchas de las piezas han salido del territorio sitiado a la vecina Jordania. Durante el primer semestre de este año, el Centro Darat al Funun albergó la exposición Bajo Fuego, con obras realizadas en Gaza durante los meses más crudos del hostigamiento. Ciudades como Londres, Barcelona, Chicago, Zúrich y Hiratsuka también han acogido exhibiciones con obras de artistas gazatíes.
Esta expansión internacional del arte palestino revela una mutación: los artistas no solo buscan representar y denunciar, buscan conexión global. En su cuenta de Instagram, Hussein al-Jerjawi, el pintor que trabaja sobre bolsas de harina vacías, acompaña sus publicaciones con una invitación: la de imprimir sus piezas, difundirlas, pegarlas y, si es posible, aportar económicamente para que su familia pueda costear lo esencial. Él no está buscando necesariamente validación curatorial, sino solidaridad humana y confianza de las instituciones en lo que está construyendo. Su mayor anhelo ahora es ganarse una beca para poder salir de Gaza. El arte, en este contexto, deja de ser solo un objeto contemplativo y se vuelve un vínculo que existe en red, que circula como alimento de una comunidad que cree que la vida no puede girar en torno a la supervivencia.
Como parte de esa misma red de vínculos que está tejiéndose ahora, la nueva generación de artistas locales crea y, al mismo tiempo, enseña. Reúnen a los niños para que nombren lo que les pasa en hojas blancas. A veces resulta un dibujo de una casa destruida. Otras veces, muchas, aparecen parques con flores, árboles y animales donde ellos corren libres. Así contienen la reacción visceral de la pérdida y experimentan un espacio de concentración, ensoñación y descarga. En un momento en el que la escuela no funciona y no es posible acceder a terapia psicológica, muchos niños están aprendiendo con el arte a conectar con sus emociones y narrarse.
El arte palestino ha trazado su propio camino de supervivencia simbólica. Si el mundo decide prestarle atención y hacerse preguntas, valdría la pena empezar por estas: ¿qué conversaciones puede abrir el arte cuando no muestra cuerpos lacerados en primer plano, sino rituales de comunidad? ¿Podrán las galerías y los museos internacionales hacer algo más que exhibir? Más allá de compartir imágenes indignantes en redes sociales, ¿estamos dispuestos a meter la mano al bolsillo para apoyar a artistas que, con cada obra vendida, compran pan, medicinas y mantas para el frío? La pregunta de fondo es esta: ¿el tejido solidario que hoy se construye desde tiendas de campaña sobrevivirá cuando se apaguen los drones y las cámaras? Quizás los artistas palestinos no necesitan grandes gestos, sino que otros, del otro lado del mundo, se comprometan con su lucha a su manera. Si Hussein al-Jerjawi pudiera enviar una nota de voz por WhatsApp que llegara al mundo entero, diría solo esto: «Detengan la guerra. Traigan comida. Ayuden a los artistas a salir de Gaza».
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