«Fueron veintidós, dice la crónica.
Diecisiete varones, tres mujeres,
dos niños de miradas aleladas,
setenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas,
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas,
un solo miedo, un odio que crepita,
y un millar de silencios extendiendo
sus vendas sobre el alma multilada».
Cuestión de estadísticas (2005). Piedad Bonnett.
No suelo llorar viendo películas. Quizá por eso recuerdo con claridad las pocas veces que ocurrió. Hace una década, en una sala del Titán Plaza, en Bogotá, vi La tierra y la sombra (2015), el primer largometraje del cineasta caleño César Acevedo. En la pantalla, una mujer se negaba a abandonar el pedazo de tierra por el que había luchado toda su vida. Un niño, aferrado a la mano de su madre, parecía dispuesto a arder con ella. Un hombre, hundido en su propia culpa, intentaba recomponer los vínculos que había quebrado. Eran los últimos días, los últimos gramos de amor, de una familia que resistía su desaparición bajo el polvo envenenado de los cultivos de caña de azúcar.
Me recuerdo reprimiendo el llanto, avergonzado, porque nunca mis amigos me habían visto así. Porque los hombres —todavía— no sabemos llorar en público. En ese momento, la historia de una familia campesina me resultó extrañamente cercana, pese a mi distancia con la ruralidad. Hoy sé que algo se había movido por dentro: esa película era un recordatorio de todo lo que yo aún no había perdonado. La vigilancia de mi padre. La presencia intermitente de mi madre. Reconstruir la memoria de una familia, entendí entonces, es como internarse en un valle de zarzas secas: saldrás lastimado aunque camines con cuidado.
Después de la función, Acevedo habló ante el público. Con voz serena, dijo que a veces quería morirse y que se aferraba al cine porque solo a través de la cámara podía ver la belleza del mundo. Confesó que había escrito esa película para recuperar la presencia de los seres que amaba: su padre, que se fue a otra ciudad cuando él tenía once años, y su madre, quien lo crió sola y murió en 2007. Un encuentro repentino entre ambos, poco antes de su muerte, moldeó para siempre su manera de mirar.
El último gesto de la madre de César Acevedo antes de morir fue perdonarse con su padre. Esa escena, de unos pocos minutos, le permitió comprender que las revelaciones más hondas siempre llegan acompañadas: solo avanzando junto a otros sobre esta tierra se alcanza el alivio. Desde entonces, sus personajes peregrinan en compañía, se buscan, se confrontan, se espejean. Entienden que la reconciliación que anhelan con el mundo no empieza afuera, sino cuando uno aprende a olvidarse de sí para poder mirar al otro. Dar cuidado, incluso cuando el amor se ha acabado.
Tras la avalancha de reconocimientos —La tierra y la sombra fue proyectada en cuarenta festivales del mundo y ganó veinticinco premios—, la gran revelación del cine colombiano, el primer director nacional en recibir la Cámara de Oro en Cannes, el que algunos llamaban «el Tarkovski criollo», desapareció del radar mediático. Las productoras lo buscaban para repetir el éxito, pero él eligió callar.
¿Qué ocurre con un hombre cuando elige desaparecer? ¿Qué se pierde —y qué se encuentra— en una década sin alimento para el ego? ¿Por qué hablar de la guerra, del perdón y del alma desde el punto de vista de los muertos? Nos encontramos en una sala de cine de Proimágenes Colombia, rodeados por un silencio sacro, para entender el paso del tiempo en su vida y en su cine.
Esta es la historia de un hombre que descendió al limbo y, contra toda lógica, allí encontró sentido.
¿Cómo nació Horizonte y qué quería expresar con esta película?
Horizonte nació de la desesperanza total: no podía comprender por qué deseábamos seguir matándonos en una guerra sin sentido en Colombia. Nos acostumbramos tanto a la muerte que olvidamos por completo el valor de la vida. Empecé a escribir la película justo cuando ocurrió el plebiscito por la paz, cuyos resultados me hicieron sentir que ya no había oportunidad para nosotros en esta tierra, que habíamos perdido la fe en nosotros mismos. Pero no quería vivir con ese sentimiento de derrota. Al contrario, cuanto más terrible se mostraba el mundo, más quería esforzarme por construir ideales contrarios, ideales que nos dieran esperanza y confianza hacia el futuro. Por eso no quise hacer una simple recreación del conflicto, un inventario de horrores, sino un ejercicio de humanización que nos recordara que la vida es sagrada.
Planteé entonces la película desde la perspectiva de los muertos, en un plano espiritual y metafísico. Me propuse dejar de pensar en los miles de colombianos asesinados y desaparecidos como estadísticas, y verlos como personas con sueños, con familias, con motivos por los cuales vivir. Hablar de los muertos en Horizonte no significa referirse a algo perdido e inmutable; al contrario, la película está dirigida a todos los que aún estamos aquí, los que todavía tenemos tiempo y oportunidad de transformar nuestra realidad. Estoy convencido de que reconocer nuestros traumas y nuestro cinismo —por crudos que sean— es lo único que nos permitirá comenzar a sanar la salud moral de nuestro pueblo.
¿De qué manera cree que los muertos dan esperanza a los vivos en Horizonte?
Para mí fue muy complejo configurar el mito que propone la película. No me interesaba mostrar los actos violentos en sí mismos, sino más bien aquello que esos actos generan en los personajes y en el mundo que habitan. Horizonte puede tener elementos sobrenaturales, pero yo nunca la concebí como una película de fantasía. Siento que todo lo que ocurre en ella es muy real. Lo que quería era que el espectador tuviera una experiencia doble: racional y emocional frente al conflicto. Por eso la historia está contada a través de dos personajes, una madre y su hijo, que representan quizás el vínculo físico, emocional y espiritual más fuerte que podemos experimentar en la vida. A través de ellos, el público puede entender lo difícil que es perdonarnos y aceptarnos mutuamente.
Los personajes de Horizonte luchan por recuperar su humanidad. Ahí radica la esperanza. Se preguntan de qué manera pueden emprender actos que les permitan encontrar el perdón del otro. Toda la película gira en torno a esa búsqueda. La intención es que nosotros, los vivos, nos cuestionemos cuál es nuestra responsabilidad y nuestro compromiso con este mundo en un tiempo en el que todos hablan de diálogo y ofrecen disculpas vacías. Horizonte, de cierta manera, plantea que la única forma de transformarnos individual y colectivamente es reconociendo al otro. Y eso implica un sacrificio enorme de cada persona: una entrega completamente honesta a los demás.
Pasaron diez años entre La tierra y la sombra y Horizonte. ¿Qué ocurrió en su vida durante este tiempo? ¿Lo afectó de algún modo ese largo silencio lejos de los focos?
La avalancha de reconocimientos que vino con La tierra y la sombra fue muy difícil para mí. Lo único que generó en mi país fue que me cerraran las puertas. Muchos de mis amigos no me volvieron a llevar a sus películas. Todo el mundo pensaba: «este man se consagró, la hizo» y, por el contrario, quedé en el limbo. Sin opciones de trabajo. Para mí, estar en un set no era solo aprender, era estar vivo. Comprendí que la única forma de volver al cine era haciendo mis propias historias. Creo que los premios son importantes en la medida que valoran el trabajo de quienes hacen una película. Pero tengo claro que un premio no te hace mejor director ni mejor persona. La vida sigue. Apenas estoy formándome como cineasta.
Y también sucedió algo: a raíz de todos esos focos mediáticos, de la frialdad y de la intensidad vacía de los festivales no quería volver a hacer cine. No quería volver al set simplemente porque un productor me dijera: «ahí está la plata, hágale». Aunque me ausenté de los reflectores durante diez años, estuve vivo: dicté clases y trabajé muchísimo en este proyecto. No me afectó en absoluto estar lejos de la atención mediática. Necesitaba ese tiempo para madurar la película. Estar fuera del ojo público no significa estar inactivo. En esos años puse el alma entera en Horizonte, cuidando cada detalle para que la película permaneciera cercana a mis ideales.
Desde su primera película hasta ahora, ¿qué cambios y qué desvíos percibe en su forma de hacer cine? ¿Cómo se alteró su mirada como creador?
Algo que aprendí después de La tierra y la sombra es que, más que interesarme por grandes acontecimientos o tramas complejas, me interesa llegar al alma de mis personajes. Me preocupa exteriorizar en la pantalla aquello que piensan y sienten en lo más íntimo. La tierra y la sombra era una película familiar; en cambio, Horizonte plantea retos mucho más complejos, porque aborda la violencia en el país y yo, personalmente, no soy una víctima directa de esa violencia ni tampoco un victimario. Tuve que encontrar la manera de afrontar esos temas con rigor y recurrí a las audiencias que se llevaron a cabo durante el Proceso Justicia y Paz y de la JEP. Por otro lado, se asentó la idea de que en mis historias los paisajes no son meramente físicos: son paisajes emocionales y espirituales que expresan lo que los personajes sienten sobre sí mismos y sobre los demás. Esto ha significado liberarme de ataduras para jugar con una narrativa más sensorial.
Hablemos de la belleza. Horizonte tiene momentos visuales casi de trance. ¿Cuál es su noción de belleza en esta película?
Horizonte tiene sus particularidades estéticas: es una película que va de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida. Al principio todo es árido y sombrío; no hay casi armonía en ningún lado. Incluso la naturaleza aparece apagada, como si también estuviera herida. A medida que los personajes van recuperando su humanidad, el mundo que los rodea empieza a recobrar esa armonía perdida: surgen colores donde antes había grises, vuelven a oírse los cantos de los pájaros, se restablece otro tipo de relación con la tierra. La belleza en Horizonte está ligada a esa transformación gradual. Quise que el espectador sintiera al inicio una atmósfera asfixiante, casi desprovista de vida, y que poco a poco fuera entrando en una suerte de trance visual a medida que la esperanza y la reconciliación florecen.
¿Qué referentes lo inspiraron para plasmar esa noción de belleza en Horizonte?
En lo pictórico me inspiré en las Pinturas Negras (1819-1823) de Goya, y en cuadros del paisajista Caspar David Friedrich como El caminante sobre el mar de nubes (1818). En cuanto a literatura, estuvieron muy presentes Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo y La Divina Comedia (1472) de Dante Alighieri, obras que exploran mundos espirituales y el tránsito entre la vida y la muerte. Y, por supuesto, siempre está la influencia de Tarkovski en mi trabajo. Es un faro para mí en esa búsqueda de rescatar nuestra humanidad cuando se están atravesando crisis profundas. Todos estos referentes alimentaron el espíritu de Horizonte: una paleta oscura que poco a poco deja entrar la luz.
Recuerdo que en la presentación de La tierra y la sombra usted hablaba de la dificultad de recomponer vínculos familiares lastimados, de la complejidad de reparar los afectos violentados. ¿En la última década logró reconstruir algunos lazos familiares?
La tierra y la sombra me permitió volver a conectarme con mis hermanos y con mi papá. Para el público, esa película funciona de cierta manera, pero para nosotros como familia fue algo muchísimo más cercano. En ella reconstruí muchos recuerdos de nuestras vidas: cosas que nos habían pasado, cosas que pudieron haber sido distintas, pero sobre todo resalta todo lo valioso que aún teníamos para seguir adelante juntos. Gracias a esa película, mis familiares pudieron entender mejor a qué me dedico y por qué el cine es mi vida. Ahora con Horizonte siento una gran ansiedad de cómo mi núcleo la recibirá. Mi familia es mi primer filtro, mi primera audiencia, y son colombianos del común, sin profesiones ligadas al arte. Quiero que vean que, a pesar de las situaciones complicadas que viví o las ausencias que implicó perseguir esta visión, todo lo he hecho porque creo en la vida.
A lo largo de esta conversación ha emergido con fuerza el tema de los actos de servicio, de entregarse a los demás, es decir, trascender del propio ego. Este es un legado de su padre y su madre. Me gustaría que compartiera ejemplos concretos: ¿recuerda algunos actos de entrega por parte de ellos que lo hayan marcado profundamente?
Mi madre me dejó múltiples recuerdos de generosidad. El más significativo fue el último gesto que tuvo antes de morir: la última persona con la que habló en esta vida fue mi papá, y en ese momento ella decidió no desperdiciar ni un segundo más en peleas, resentimientos o tristezas. En vez de reproches, hubo un acto de perdón hacia él. Ese instante final me marcó para siempre.
Más allá de ese momento, mi mamá dio toda su vida en servicio de nosotros. Pasamos por muchas necesidades cuando yo era niño; a veces no había casi nada para comer, y sin embargo ella siempre encontraba la forma de que a mí no me faltara nada, aunque eso implicara que fuera ella quien se privara. Tengo grabada en la memoria la imagen de mi madre cosiendo flores de tela hasta la madrugada, para ganar unos pesos extra y sostener nuestra casa.
En cuanto a mi papá, la relación con él ha sido más difícil, sobre todo por la distancia física y por lo distintos que somos en nuestra manera de ver la vida. Sin embargo, de él también recibí enseñanzas valiosas. Mi papá es un hombre que me demostró el valor del trabajo disciplinado y de la perseverancia. A mi abuelo —el padre de mi papá— lo asesinaron cuando él era joven; además, mi papá no pudo estudiar, prácticamente se hizo solo en la vida. Aun así, se ha entregado como ha podido a nosotros.
Hay algo en mi padre que siempre me ha conmovido: su manera de apreciar la naturaleza, de celebrar la vida con lo sencillo. Cada vez que estoy con él, lo escucho decir maravillado: —«¿Escucha esos pajaritos?»¡Qué belleza! ¡Mire esos árboles!—. Detalles así, que a veces podrían parecer tontos o triviales, para mí han sido muy significativos. Esa mirada de asombro ante la creación también me marcó y terminó reflejándose en mis películas. Por ejemplo, la presencia de los paisajes y la naturaleza en mi cine viene de lo que mi papá me inculcó.
Hace un tiempo escribió que, si hubiese un tercer largometraje, sería sobre lo que significa para usted la felicidad y la dignidad en esta tierra. ¿Qué significan para usted ahora mismo?
Escribí algo sobre ese tema hace algún tiempo. Pero le soy franco: en este momento de mi vida, no quiero pensar en esas preguntas. Ahora mismo no quiero hacer cine, ni quiero hacer nada en absoluto. No sé si voy a encontrar de nuevo la fuerza para rodar otra película.
¿Diría que está en un momento de agotamiento total?
No sé si llamarlo agotamiento. Simplemente ya no sé qué viene para mí.
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