La obra de César Aira parece escrita en una lengua extranjera, en una música elusiva, elegante y estupefactiva. Sus libros, esos cuentos de hadas para adultos, como él los llama, son engañosamente fáciles de leer y exquisitamente singulares. El autor argentino, tan a menudo asociado a las obras de Marcel Duchamp, Jorge Luis Borges y Raymond Roussel, nunca se ha ahorrado palabras sobre el universo de la música.
Es más, la música ha sido una presencia, un modelo continuo, a lo largo y ancho de su poética y trayectoria. Entre Canto castrato, el quinto libro en su vasto catálogo, y La mendiga, dos novelas separadas por una década, y un relato en el medio como Cecil Taylor, el autor trabó una fecunda relación con la música que aún hoy nos sigue dando variados frutos.
Así, aunque Aira dice que «la literatura es la reina de las artes» en distintas entrevistas, se mueve transversalmente entre las artes, en sus intersticios. «La literatura que es solo literatura es una cáscara vacía, una utilización espúrea del medio, o del formato. Es el caso de la novela, hoy», dice en Continuación de ideas diversas.
Pero la idea esencial de la cita, rumiada a la luz de Paul Léautaud, ese prolijo, monstruoso diarista, espía de sí mismo, es: «la superioridad de la literatura sobre las demás artes radica justamente en las demás artes. La literatura las incluye, trabaja con sus mecanismos, con las claves de sus mecanismos, los que las demás artes emplean a ciegas y la literatura expone en toda su belleza, en sus asimetrías, en su ingenio».
El lente musical de Aira es revelador. En el camino de los tres libros, de lejos, comporta un desarrollo análogo a los cambios de la música del siglo XX. Es decir, pareciese que Aira hubiera sido al principio tradicional y «tonal» en concomitancia con el lenguaje de la música, y con el tiempo fuese quebrando la tradición «musical», hasta llegar al atonalismo, al serialismo y el azar, es decir, al modernismo y las vanguardias de primera mitad del siglo XX. Y también a la música concreta, al free jazz y otras estéticas que se entreveran en la segunda mitad del siglo pasado.
O, dicho de otro modo: Canto Castrato juega con las convenciones de la música barroca —solo pensemos en lo tonal, que implica un punto de estabilidad sonora de salida y de llegada en una melodía—, que al simplificarlas prosaicamente serían las convenciones de la mayoría de las músicas hoy día, por ejemplo, el pop, rock, hip hop, tango, etc. Y luego Cecil Taylor y La mendiga rompen tales convenciones, e incorporan el «caos» y el «ruido» de la música del siglo XX, también utilizada en cierto cine.
Canto castrato, quizá el más largo de sus libros, pertenece al primer Aira, de principios de los años ochenta. Es una novela histórica que «salió mal», esto es, que involuntariamente le salió mucho mejor que una novela histórica típica del género, dinamitándolo interiormente con sedosa inventiva y disparatada gracia.
La novela transcurre en los años posteriores a 1735. El protagonista es el Micchino, un castrato —cantante masculino que fue sometido a una castración en la infancia para conservar su voz aguda de soprano o contralto— que aspira salvar a su Eurídice, Amanda, de un matrimonio infernal. El cantante divo viaja por Europa como gran virtuoso en medio del aire absolutista y veleidoso. Y la novela se mueve en cuatro escenarios: Nápoles, Viena, San Petersburgo y Roma. El contexto es aquel de Federico el Grande, María Teresa y Catalina, Luis el Bienamado, con personajes ambiguos rococó que sustituyen el vacío dejado por Luis XIV. El espionaje y la estulticia, la melancolía y la frivolidad serpentean en la atmósfera de las cortes, no sin cierto esteticismo.
Hasta aquí no hay nada nuevo en lo temático, pero en realidad no hay tema. Porque el estilo de Aira es lo nuevo, ya tiene sus rasgos: es como si alguien tocase el Cumpleaños feliz con interrupciones y desvíos de melodías refinadamente extrañas y ritmos peculiares. Su estilo deambula en pliegues internos y puntos de fuga, en frases abiertas e ingeniosas, en algo parecido a las máximas de los moralistas franceses o al wit inglés, con deliciosas sombras de tintes absurdos: «el matrimonio es la condena a la infancia», dice Amanda. «Es una operación que viola las leyes de la naturaleza; con él se hace retroceder todo el futuro al pasado, todo el teatro a lo real».
También observamos su estilo en las delicadas transiciones y atmósferas, que recuerdan la literatura del Fin de siècle: «el brillo esforzado de los caballos al detenerse y la agitación de los lacayos de rojo en la puerta bastaban como causas eficientes para producir la generación de elegancias que se deslizaban como mariposas hacia los rectángulos de luz creciente: lo más figurativo imantado por lo más abstracto, rotunda alegoría de la política».
Y cuando Aira nos habla de música directamente —porque su escritura, como en la cita anterior, siempre abarca lo musical en el más amplio sentido griego de mousiké: el arte combinatorio en sonidos, danza, poesía, pintura, etc.— lo cristaliza con la precisión y el inspirado desvarío de un poeta pensador, como lo acuñó Nietzsche, sin la abstracción a veces huera del especialista: «había en su voz un subtono de umbrosa fibrilación». O este pasaje donde la música no es solo lo obvio sino la naturaleza, la realidad entera: «¿existirían de verdad las aves nocturnas ¿Las habría visto alguien alguna vez?», se pregunta el castrato Esteban. «Con las otras bastaba: las miradas que se deslizaban en la luz siempre debían volverse oídos clasificadores finos de lo invisible. La energía del canto se transformaba en ópticas lujosas, de coleccionista».
O encontramos asociaciones tan aireanas con temas como el dinero, que nos recuerdan su admiración por Balzac, tan ligado al dinero: «la música siempre ha sido lo abstracto de la vida, y el dinero lo contrario».
Años más tarde, cuando Aira publicó su relato Cecil Taylor, su obra ya se había multiplicado en diversos rumbos, y su máquina de procedimientos ya era realmente numinosa, un sombrero mágico. Cecil Taylor es el mítico pianista americano de free jazz, a veces dicen que el padre del género, el voluptuoso improvisador con alma de asceta. Sobre este relato Roberto Bolaño dijo: «Aira ha escrito uno de los cinco mejores cuentos que yo recuerde».
Despojado del halo romántico y maldito del Johnny Carter (Charlie Parker) que nos pinta Cortázar en El perseguidor, y sin los lugares comunes, el relato de Aira sobre Taylor es soberbio y osado. Parece una vida breve de John Aubrey, pero el argentino hace algo distinto: se concentra en la etapa de fracaso del pianista, antes de que supuestamente tuviera éxito. Taylor comienza a probar suerte tocando en distintos bares y espacios donde «la música ocupaba un segundo lugar detrás de la espera y la droga», y donde a veces tocaba una sola nota y ya lo interrumpían o despedían del lugar, como si fuera un demonio o un niño que hubiese aterrizado en el teclado, por casualidad. Incluso se lo tomaban a broma, nada en serio.
Las analogías entre el relato de Aira, el free jazz y el atonalismo en la música son patentes dentro del tejido textual y en el sinsentido del fracaso que implicaba para Taylor crear un público. El pianista insiste y persevera al tocar, fracasa y nunca ceja, con sus penurias cotidianas. Pero Taylor innovó –con otros coetáneos suyos, cada cual a su manera–, fracturó toda idea de diseño y estructura en el jazz. Echó mano de todo la tradición y la vanguardia para destruirlas, incluido el atonalismo. El atonalismo planteó la ausencia de estabilidad sonora sin una nota central, ningún sonido ejerce atracción «natural» sobre otros sonidos cercanos, la música no tiene «armonía», parece caótica, agresiva, arbitraria, una suerte de «anarquía» e «individualismo» sonoro.
Y el relato de Aira también tiene cambios aparentemente inconexos: la primera escena en Manhattan con una prostituta que al amanecer encuentra una pelea entre una rata y un gato, tras un vidrio, y unos hombres sospechosamente violentos. El segundo y tercer párrafos rompen la secuencia, parecen asociaciones libres, imágenes poéticas con ciertas palabras y frases sobre las historias, la continuidad, la inmovilidad, la tracción narrativa, una reflexión y crítica sobre lo heroico y la biografía, «los crepúsculos opuestos caen como fichas en una ranura de hielo». Y el relato se mueve en secuencias yuxtapuestas con las anécdotas de Cecil Taylor y algunos pasajes donde el narrador justifica o teoriza brevemente.
Al final el narrador dice «en realidad el fracaso es infinito, porque es infinitamente divisible, cosa que no sucede con el éxito», y prosigue con un párrafo que juega con esta paradoja de Aquiles y la tortuga, de Zenón de Elea.
Por otra parte, en La mendiga, el libro que nos falta, Aira usa el mecanismo de la «música concreta» y el azar, la improvisación, algo muy usual en otros libros suyos, pero aquí lo encarna específicamente en Rosa, la mendiga protagonista. Y asimismo nos hace un guiño al emparentar un personaje con el compositor argentino Carlos Guastavino.
En el capítulo tres, Rosa encuentra un xilófono «en una pila de desperdicios junto a un árbol», y el narrador insinúa que quizá no sabe que es un instrumento. Así y todo, Rosa descubre de algún modo su potencial sonoro, prosigue su andadura, y, en medio de la oscuridad, con «un rayo de luna que dio en la plata de…» encuentra con qué percutirlo: una cuchara, ¡ah, sí!, «la que le había regalado su padrino para el bautismo». Y en el capítulo cuatro Rosa comienza a tocar «plin… plon… tuc… (…). Cloc… trec… el orden no tenía importancia, se plegaba y se desplegaba (…). Para hacer música no se necesitan instrumentos, ejecutantes, partituras, teoría, teatro, público, sensibilidad… Lo único que se necesita es la música», dice el narrador. Y más adelante, tras varias páginas donde alternan la música de Rosa, la neófita percusionista, y los comentarios del narrador sobre lo que toca, el narrador dice «la improvisación avanza siempre hacia el absoluto de lo nuevo. Un solo átomo viejo, una gota ya vista en el océano de las aguas nuevas, y su música no habría significado nada. En la oscuridad brillaban, como astros irisados, los contenidos de la expresión».
La música concreta, cuya idea comienza con Pierre Schaeffer, postuló utilizar sonidos de objetos de cualquier tipo en dispositivos distintos: una cinta analógica, digital, etc, haciendo una suerte de collage musical. Se le llama concreta también porque su fuente no es una partitura, algo abstracto que debe interpretarse, sino el sonido per se. Se usan sonidos naturales, artificiales y de cualquier fuente.
Por tanto, digamos que en Aira el soporte sonoro es el libro, el lenguaje y su grafía, que, por supuesto, estremecen y suenan, el sonido es inherente al significado, que resuena, el significante vibra. Entonces el libro es simultáneamente música y partitura, con todo lo que suena en su ficción: objetos, naturaleza y seres de todo tipo.
Como observamos en los tres libros, lo mismo que en el resto de su obra, la música es central en la obra de César Aira. El azar en su escritura interviene diversamente, y sospechamos que el xilófono y la cuchara de La mendiga surgieron en la marcha improvisadora del autor mientras escribía. En La nueva escritura el autor nos habló del azar y nos dijo que sus procedimientos operan de modo similar al que John Cage utiliza en obras como Music of Changes: la altura, la duración, el tempo y el volumen de cada pasaje sonoro se definen mediante uno de los sesenta y cuatro hexagramas del I Ching.
Por otro lado, en La mendiga hay otros elementos musicales. El malentendido que surge en el diálogo de Rosa y su esposo Rolf es cómico, hablan lenguas distintas: «el pensamiento se vaciaba sobre sí mismo, y daba la impresión de dejar en su lugar cuerpos huecos (…). Cada palabra, no importaba si se la había entendido bien o no, quedaba instalada para siempre en las vitrinas de la vida».
Así, las deliciosas aventuras de los libros de César Aira abundan en malentendidos y sobrentendidos donde lenguaje y sentido se independizan. Dilata el hiato entre fábula y palabras, cultiva estros, aflatos, que vuelven inasible la superficie narrativa. Y, coqueto, a veces altera dimensiones de objetos: siete días pueden no ser una semana. Su prosa no posee aquella textura sinuosa y monocromática, esa única voz que persiste en los libros de un paisano suyo como Juan José Saer, sino que domina tonos y registros, modula tempos, timbres y velocidades, imágenes varias como Cecil Taylor y Bach, como Stockhausen y Ginastera.
Es la prosa de un ángel lunático: incapaz de ira, de moralismo y de sermón, inepto para acusar y corrupto para imaginar, la ironía de Aira es metafísica; es lo inefable. Música absoluta. Luz y oscuridad.
Acaso la famosa oscuridad de Aira sea uno de los rasgos más musicales y hermosos de sus libros, porque su prosa es clarísima, lucífuga. Y no sabemos si es calculadamente inexacto. Pero maestro del error perfecto y del retroceso, del salto mortal y la fuga hacia delante, el autor ha volado como un niño por los aires con el peso de un césar y la cometa de su lengua privada; ha sumado claridades para encontrar el enigma, el deslumbramiento, sin bajar nunca de los cielos del azar y la poesía, como un animal lúbrico, un demonio de felicidad que nos habla –como quería Proust– en una lengua extranjera.
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