No sé si es ganar o perder la batalla pero me he empezado a tragar las hormigas que flotan en el café. Siempre estoy atento a la pantalla y cuando menos pienso ya escalaron el pocillo y se lanzaron resueltas hacia el líquido. Al principio las sacaba con la yema del dedo, aprisionándolas contra la pared de cerámica, o tiraba el café por el desagüe del lavaplatos y me servía de nuevo, pero ahora, después de tanta energía desperdiciada en mis intentos por echarlas, cada nueva hormiga que se aventura a embriagarse en mi pequeño estanque portátil de estimulación temprana tiene que vérselas con mis candelas gástricas y mis lombrices.
Una noche hace mil o diez meses, Diana se levantó sonámbula como suele hacerlo, se comió una rebanada de bocadillo y dejó el lingote de guayaba sobre el poyo de la cocina. A la mañana siguiente lo encontré cubierto de hormigas, parecían quererlo cargar mientras enterraban sus mandíbulas en el rojo dulce. Soplé y limpié la lonja con una servilleta, la guardé en la nevera y me dediqué a observar las hormigas: se dispersaron por el primer piso del apartamento. Durante ese día las estuve siguiendo y descubrí que tenían su nido en una esquina del balcón, debajo de una matera cuya base se levantaba algunos centímetros del suelo. Nunca antes las había visto en casa y lo primero que pensé fue en las razones que tuvieron para venir a colonizar unas aburridas paredes en lugar de continuar su vida en algún noble árbol o franja verde en las fisuras del cemento.
¿Sería el aire áspero de afuera, podarían el soporte del hormiguero, llegaría un taladro de pavimento a entorpecer las vibraciones, un depredador alado, acaso? O quién sabe si las atrajo alguna fragancia, asaltaron el edificio y comenzaron su peregrinación hacia este cuarto piso donde convivimos dos adictos al dulce. O qué tal que los vecinos las hayan ido desplazando de los apartamentos a punta de veneno hasta que llegaron al último, tantas opciones: es como si en el mundo, donde siempre hay algo naciendo, algo pudriéndose, también existieran unas fuerzas permanentes e intocables que hacen mover a todo ser vivo, y que se mueven y circulan en sí mismas, eso explicaría por qué la tierra es redonda y respira, de lo contrario, si nos quedásemos estáticos, perderíamos las formas y desvencijados nos convertiríamos en polvo antes de tiempo.
Puede que esté exagerando, pero desde que llegaron las hormigas ronda en el hogar la idea de buscar otras opciones de vivienda, abandonar la ciudad, y no tanto porque sintamos la necesidad de cambiar de aires, sino porque la decisión de ellas parece estar encaminada a sacarnos sí o sí del apartamento. No podemos dejar caer una gota de piña al suelo, una miga al escritorio, un grano de azúcar al comedor, todo lo invaden en gavilla y cada día parecen multiplicarse. Cuando quise expulsarlas con remedios caseros entendí que siempre encontraban un mejor lugar para salir airosas. De la matera emigraron a la pared de la sala, la entrada era una fina grieta que se había hecho por fallas del edificio; la resané con un poco de yeso, pero fue peor: el taponamiento las indujo a escalar al segundo piso, donde está el aposento matrimonial.
Desde entonces, la vivencia con el insecto ha sido mucho más íntima. Están los episodios cotidianos, como sorprender una avanzada escalando el tarro de champú orgánico de Diana o encontrarlas explorando mi cajón de medias y calzoncillos, pero también se revelan de formas misteriosas. Por ejemplo, una vez tenía yo la tarea de sellar con silicona el marco de la ventana del corredor, por donde se estaba filtrando el agua lluvia. Cuando iba a ejecutar el trabajo, percibí que el paso de hormigas era continuo y la experiencia me dictaba que la silicona debía aplicarse en un solo movimiento. Esperé varios días a ver si despejaban la ruta, pero la zona funcionaba como un apetecido estrecho de Bering entre la sala y la cocina en el que podían hidratarse durante el camino. Decidí entonces vigilar el corredor con la silicona en la mano. Serían las dos de la mañana cuando, al no ver moros en la costa, abrí bien los ojos y apliqué el producto de manera magistral, sin interrupciones. Luego, como aconsejan los sabios de la silicona, pasé el dedo delicadamente para culminar un trabajo perfecto que incluía, lo notamos días después, un par de hormigas atrapadas, inmortalizadas como lo están hoy en ámbar y en museos algunos de sus antepasados prehistóricos.
Pudo haber sido después de este episodio que empecé a interesarme más en ellas, a mirarlas con otros ojos, a verlas, a seguirlas. No parecían obedecer a un plan macabro de invasión, por el contrario, parecían estar viviendo su vida normal, con la curiosidad que toda hormiga en el mundo puede llegar a tener en un acto de rebeldía si es que es posible rebelarse contra la naturaleza. Dicen que siempre actúan en colectivo, pero no pocas veces descubro una hormiga solitaria, pensativa, lírica, mansa, poeta, perdida.
Una tarde llegué a la casa y encontré a Diana conmovida. Sus lágrimas no pertenecían a la felicidad o a la tristeza, sino a la belleza, algo así como a la belleza de la existencia, que es feliz y triste a la vez. Había estado en el patio, donde se sentó a fumar y a dejar que el sol le pegara en las piernas, las estiró, echó el humo hacia arriba y cuando bajó la cabeza, sintió que una hormiga subía por su espinilla derecha. Retrajo la rodilla para ver de cerca cómo coronaba la rótula y al aparecer le vio los ojos llenitos de sol. Eso la llevó a pensar que la hormiga cargaba el planeta, y que a la vez era testigo y medidora del tiempo, de todos los tiempos, adentro y afuera, y se sintió demasiado pequeña, como si fuera culpable de todas las mezquindades de la humanidad, para sostenerle la mirada.
Días después las hormigas hicieron presencia en el único lugar que aún quedaba a salvo. Soñé con ellas. Salían en fila del apartamento, llevaban en sus lomos trozos de hojas pardas, mordidas y angulosas, cientos de hormigas con algo encima; yo las contemplaba desde una gran montaña que luego se convertía en un simple escalón. De pronto, el peso de lo que llevaban las hacía ladear, se detenían entonces, acomodaban mejor sus cargas, tomaban un nuevo aire y avanzaban en extraño orden. Confundido, con una angustia inexplicable, bajaba de la montaña y veía que las hormigas estaban sacando los enseres de nuestro hogar; entre dos llevaban la nevera; otras dos, la cama; entre quince, curiosamente, el lingote de bocadillo; otras, el televisor, un armario, la biblioteca.
—¡Cuidado dejan caer mi cuadro de La dolce vita! —les grité como si ese cuadro me importara en lo más mínimo. Una de ellas se detuvo, cargaba sin ningún esfuerzo mi escritorio de la infancia. Yo no sentía emoción alguna a pesar de que no lo veía hace décadas. La hormiga me miraba con unos ojos que parecían olivas negras diminutas. Dijo:
—La mamita madre está encinta —y continuó su descenso por las escalas.
Y yo no lo visualizaba ni lo escuchaba, pero mi ordenador onírico me decía que allá abajo en la portería del edificio había cierto revuelo, cierto corrillo que tenía que ver con nuestro improvisado trasteo. De repente me hallaba en la habitación matrimonial. Diana no estaba por ningún lado. No había nada. Tampoco veía las hormigas. Sentía angustia. Les gritaba:
—¡Las joyas de aquella!
Sonará ridículo, pero aquella vez me despertó una sensación de hormigueo en la pantorrilla como si ya hubieran hecho nido dentro de mí.
Apenas ayer, mientras calentaba un poco de agua y pensaba en ellas, caí en cuenta de que las hormigas colonizaron el apartamento desde las paredes orientales hacia los muros que dan al occidente, siguiendo el camino del sol y el de las grandes colonizaciones en la historia humana. O eso fue lo que leí en un libro por estos días, que seguir el sol es perseguir el porvenir, buscar el futuro como una forma desconocida del destino y la bienaventuranza, la conquista de lo habitable.
También noté que he desarrollado la destreza de detectar a lo lejos el paso de una hormiga. Lo comprobé acostado en la cama cuando las descubrí transitar por las tablillas del techo. Sospecho que en las noches, desde los travesaños, trazan sus rutas del día a día y en la mañana las ejecutan en silencio. De modo que antes de saltar al café puedo verlas cruzar la pantalla del computador, recorrer estos párrafos, detenerse en alguna palabra como esta y continuar como caracteres vivientes que quieren hacer parte de otra frase, de otro pensamiento, fecundar una de estas letras, salirse con libertad de las márgenes y buscar la mano de quien se aferra a este libro.
A veces pienso que si las hubiera dejado tranquilas en el balcón no habrían hecho tanto nido, o sí, y simplemente esa es su naturaleza, su forma de reproducirse y evolucionar como una nueva especie. Unas hormigas que no quieren saber de selvas, ni de parques ni de desiertos, unas hormigas que prefieren tener rutina de apartamento y andar solas de vez en cuando, un poco burguesas. Las respetamos, las soplamos de los platos, pero no dejamos comida afuera ni paquetes mal cerrados. Ellas, como Diana cuando se levanta dormida, saben hallar su alimento. También saben que mientras sigamos conviviendo entre estas paredes, y a mí no me prohíban el café, seguirán siendo el mío.
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