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El día que todo se acabó

«Yo todavía tengo los zapatos que Weimar tenía puestos ese día», dijo Beatriz Méndez, Madre de Soacha, en un texto publicado originalmente en el suplemento Generación de El Colombiano. GACETA lo recupera a propósito de la afrenta del representante del Centro Democrático, Miguel Polo Polo, contra la memoria de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales.
En un acto de revictimización, el representante Polo Polo desechó a bolsas de basura las botas, uno de los mayores símbolos de memoria y sanación de las ejecuciones extrajudiciales, de la organización MAFAPO. / Centro Nacional de Memoria Histórica.

El día que todo se acabó

«Yo todavía tengo los zapatos que Weimar tenía puestos ese día», dijo Beatriz Méndez, Madre de Soacha, en un texto publicado originalmente en el suplemento Generación de El Colombiano. GACETA lo recupera a propósito de la afrenta del representante del Centro Democrático, Miguel Polo Polo, contra la memoria de las víctimas de ejecuciones extrajudiciales.

En la funeraria había mucha gente. Familia, amigos, vecinos. Estaba llena de flores y coronas, y al fondo los dos ataúdes. Yo no sabía para cuál coger, cuál era mi hijo y cuál mi sobrino. Alguien me cogió de la mano y me llevó: mire, acá está su hijo. Lo miré, pero no lo podía creer. Decía sí, es su carita y lo miraba, lela, y le vi en su frente como quemaduras, y pensé, lo torturaron, pero mi hermana me dijo que eso no eran quemaduras, sino balazos. No sabía por qué los habían matado, primero pensé que había sido por robarlos, luego porque habían sido testigos de algo grave. No me explicaba, y me hacía muchas preguntas. Pensé tantas cosas, hice tantas conjeturas, pero jamás me imaginé que tenía que ver con el Estado.

¡Jamás!

Solo sabíamos que los mataron y ya. Mi cuñado era el que hurgaba por allá, que los abogados, que los uniformes, que toca entregarlos en custodia, que no los toquen, que él tomó fotos… Yo… nada, mi vida cambió. No sé si Dios o no sé quién le da a uno fuerza para que siga vivo y cuerdo. Porque es para perder la cabeza, de verdad. Hay mujeres y hombres que terminan locos en la calle con un costal que no saben ni de dónde son, debe ser por un dolor tan intenso. A veces quisiera que se borrara y más bien estar locos para no saber la realidad, pero bueno… Tristemente la historia de mi mamá se repite en mí. Yo perdí a mi hijo mayor y mi mamita también, se lo mató la guerrilla. Entonces dice uno, Dios mío, qué es esto que nos persigue. Me preguntaba mucho por qué ¿Qué estaban haciendo? ¿Qué? Y no encontraba explicación, no encuentro. De tantas preguntas que uno se hace y tanto que uno teje y teje, y no encuentra a dónde llegar. Tiempo después empecé a escuchar por radio que en Soacha se estaban perdiendo los muchachos. Y después que estaban apareciendo muertos en Ocaña, y que había unas mamitas en la Personería poniendo denuncias. Dios mío, ¿cómo así? Yo tenía todo eso fresquito, a pesar de que habían pasado cuatro años. Era lo mismo, muchachos asesinados que los hacían pasar por guerrilleros poniéndoles uniformes. Y le dije a mi hermana, si ve, es lo mismo que nos pasó a nosotros. Vámonos para Bogotá, quiero conocer a esas mamitas y decirles que nosotras existimos, que eso también nos pasó. Nosotros vivíamos en un pueblo, porque después de todo lo que pasó, las denuncias, salimos desplazados. Y mi mamá, pero hijita, ¿a qué va a volver a Bogotá? Y yo le decía, tengo que ir porque eso fue lo mismo que le pasó a Weimar y a Edward, porque mi hijo me dijo como tres o cuatro meses antes, mami, unos señores nos ofrecieron trabajo. Les dijeron que los iban a llevar a hacer un curso a Los Llanos. Yo le dije, no, papi, nunca nos hemos separado.

Es que imagínese, nunca nos habíamos separado. Weimar nació el año que yo cumplí 18 años. El 10 de julio de 1984 a las 9:15 de la mañana. Más lindo. Grande, de ojos claros, le decíamos Kojak porque era calvito y se parecía mucho al detective de ese programa. Lo veía y no lo podía creer. Ese es el amor más grande que uno siente. Saber que de uno nace otro, un ser humano tan perfecto, tan bonito.

¡Ay, no!

Yo era boba con ese hijo. Le gustaba bailar, era muy cariñoso, muy inocente y muy inteligente. Le iba bien en el colegio, dibujaba, montaba tabla. Todavía tengo por ahí calificaciones, le guardo muchas cosas. Él tenía tantos talentos, de verdad, y tantos sueños y tantos planes. Y todo se acabó de un día para otro. Se acabó. Todo. Nos cambió la vida. Tanto, que uno duda, cree que no es real. Esto no me puede estar pasando a mí ¿Por qué? ¿Por qué ellos? ¿Por qué los dos? ¿Por qué nos hicieron ese daño tan grande? Y aunque nada nos va a devolver a nuestros hijos, necesitamos que reconozcan lo qué pasó, el dolor tan grande que han causado. Que agachen la cabeza, que dejen la soberbia, ¿qué les cuesta? Nosotras necesitamos la tranquilidad y el orgullo de que el nombre de nuestros hijos quede limpio. Yo todavía tengo los zapatos que Weimar tenía puestos ese día. A veces digo… si esos zapatos hablaran, si esos zapatos me contaran qué pasó… es la única forma que tengo de ponerme en su lugar.

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