Por las páginas blancas que separan los capítulos de la novela Las raíces de la luz, de la escritora bogotana Andrea Beaudoin Valenzuela, asciende paso a paso un hombre que empuja una inmensa piedra. Hacia el final del libro, ese Sísifo en miniatura ha llegado hasta la esquina superior derecha y, seguramente, si la historia fuera más larga, en su nueva aparición empezaría de nuevo a empujar la piedra desde abajo.
Ese personaje mitológico, metáfora de la inevitable automatización de la vida, también aparece más explícitamente en un pasaje de la novela en el que los dos personajes principales, Leo, el abuelo, y Ana, la nieta —cuyos padres murieron en un accidente automovilístico—, discuten sobre un loro que descubrieron en un hotel en La Dorada, Caldas. Al ave le cortaron la punta de las alas y además está amarrada a la rama de un árbol.
«A Ana le aterra pensar que el loro no puede volar, que no puede ser un loro. Y Leo tiene una postura un poco más estoica: no tenemos mucha libertad ni mucha decisión y de pronto somos como un loro sin alas y eso tampoco está mal. Como que todos vivimos así, todos repetimos este ser un Sísifo», cuenta Beaudoin, maestra en Escrituras creativas de la Universidad Nacional de Colombia y doctora en Lenguas romances y literatura por la Universidad de Cincinnati, de Estados Unidos.
Las raíces de la luz, publicada por Himpar Editores y ganadora en la categoría de ficción del Premio de los Libreros de la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, se divide en dos planos narrativos que se van intercalando a lo largo de 223 páginas.
En el primer plano están Ana y Leo, que nació en Francia y batalla contra las precariedades económicas para criar a su nieta, deciden viajar en carro desde Bogotá hasta Cartagena para participar en un concurso de coleccionistas; su propuesta es una colección de amuletos que los han protegido contra todo tipo de males. En la otra línea, Ana, ya adulta, le relata a su abuelo cómo el alzhéimer lo fue doblegando y cómo ella ha batallado para encontrar una luz de dignidad tanto para él como para sí misma como cuidadora.
Esa sensación de repetición que viene del mito de Sísifo también está muy presente en la línea narrativa en la que Ana cuida a Leo.
En las dos líneas narrativas hay un poco esa inquietud, pero el alzhéimer lo potencia mucho más porque el personaje de Leo justamente va perdiendo toda la agencia sobre su propia vida y, de hecho, muchas veces Ana dice de forma explícita que la vida se les ha vuelto un repetir la misma rutina (por ejemplo, no pueden cambiar la ubicación de los muebles). Es seguir perdiendo la posibilidad de escoger sobre la propia vida y es también una pregunta de hasta qué punto nosotros consideramos que una persona así es alguien con dignidad; Leo es un personaje que va perdiendo, a los ojos de la sociedad como la tenemos construida hoy en día, su dignidad humana, que nosotros atamos a la posibilidad de escoger, de recordar y de decirnos quiénes somos. Espero que Leo haya seguido siendo humano hasta la última página.
¿Cómo fueron apareciendo los personajes de Ana y Leo?
Ellos fueron lo primero. El germen de la novela fue pensar en la relación entre esos dos personajes, porque me costaba mucho la parte narrativa; es decir, toda la parte que es más abstracta y más poética de la novela, me venía más fácil, pero me costaba pensar en las acciones y en un arco narrativo. El hecho de que sea un mundo íntimo y pequeño, una novela de tú y yo, me permitía darle mucha fuerza a esa voz poética y me facilitó la escritura. No sé, habrá gente a la que le queda muy fácil, he leído libros en los que nacen mundos y mundos constantemente, pero para mí es muy difícil. Entonces, para darle prioridad a un mundo que yo sintiera que pudiera construir de manera sólida, lo dejé en dos personajes.
¿Cuándo empezó a aparecer el interés por el alzhéimer?
Yo creo que más que el alzhéimer, algo que me ha obsesionado desde que escribo hace un buen tiempo es la vejez. Y el eje, lo que me obsesiona sobre la vejez, es justamente eso de cuándo y cómo se da ese proceso en que dejamos de otorgarle dignidad a alguien y cuál es esa experiencia de la vejez en la que todavía nos podemos reconfigurar como seres humanos. Es decir: ¿qué le pasa a la identidad de una persona cuando envejece?
Digamos que si hay alguna enfermedad que puede potenciar eso, para mí es el alzhéimer, porque envejecer implica ese irse quedando fuera de la sociedad, pero el alzhéimer lo expone todavía más. Entonces, me di cuenta de que las enfermedades de degeneración cognitiva permitían explorar ese estar al margen de lo que consideramos productivo, de lo que consideramos digno, y también la pérdida cognitiva tiene que ver mucho con la pérdida del lenguaje, que era otra cosa que me obsesionaba. El lenguaje es algo muy importante en el vínculo entre Ana y Leo y en la identidad de cada personaje.
De hecho, Leo, a medida que avanza la enfermedad, se refugia en el francés, su lengua materna. Parece ser una reacción muy primigenia.
Claro, la persona que somos y la persona que hemos construido durante años, todo este ser adulto que nos esforzamos tanto en curar, se va desdibujando y desdibujando y la persona que nos queda es mucho más quien fuimos cuando niños o quien recordamos de ese niño que fuimos. A Leo lo que le va quedando no es tanto su vida en Colombia, sino su vida en Francia.
Y personas que han adquirido un segundo o un tercer idioma, y que tienen alzhéimer, van olvidando a veces esos idiomas adquiridos en la adultez; uno después ya solo habita ese territorio de la infancia, se va despojando de los años posteriores.
Sobre ese tema de los lenguajes compartidos entre Ana y Leo, otro asunto muy poderoso son esas mitologías que ellos van creando. Por ejemplo, está la colección de amuletos cuando Ana es niña y, en la otra línea, están los zapatos con pegatinas, casi infantiles, que ella le compra a Leo.
En estos dos personajes y en el mundo que ellos construyen hay una ingenuidad y, sin embargo, ellos no están totalmente por fuera de la sociedad. Están en contacto constantemente, tienen que ir al médico, están subidos en este carro que atraviesa el país para llegar al concurso de los amuletos; es decir, viven en el mundo, pero están en su burbuja, una burbuja muy cuidadosamente creada a punta de ese lenguaje, de todos estos juegos y de estas mitologías. Justamente, lo que hace la mitología es crear un mundo, ahí donde no había nada, yo me invento un mito fundacional que dice: «Este es nuestro universo, primero estuvo Leo, después estuvo Ana, somos un sistema solar y todo lo demás va a orbitar, pero muy lejos de nosotros».
También hay una serie de reflejos entre los dos planos, el más obvio es que en el pasado Leo cuida a Ana, mientras que en el presente Ana es la que cuida a Leo. Además, Ana de niña se va dando cuenta de que ella también tiene que tomar las riendas de su vida, mientras que, más adelante, un poco es el alzhéimer el que toma las riendas de la vida de los dos.
Me interesaba mucho ese proceso de desarticulación de la identidad, que le pasa a Leo en la línea del alzhéimer, y también el proceso de articulación de la identidad. Si te fijas, los dos personajes, tanto él cuando está viejo, como ella cuando es niña, no tienen una identidad sólida, su identidad no ha cuajado o se está descuajando, y ellos están explorando simultáneamente ese proceso.
Ese viaje en carro es un despertar para Ana porque ella está en una edad en la que empieza a entender: «Ok, me va a tocar ser adulta, este señor está un poco loco y me toca a mí coger las riendas porque necesitamos plata y necesitamos volver». Aunque no fue milimétricamente ejecutada, sí fue pensada esa exploración simultánea de la articulación y la desarticulación de la identidad.
En cuanto a los narradores, la tercera persona, que de hecho es el narrador típico de las fábulas, relata esa línea del viaje por carretera, mientras que en la otra parte es Ana quien habla en segunda persona. Es decir, es una narración más íntima y más problemática. ¿Cómo fue definiendo ese punto de vista de cada narrador?
Como me costaba mucho llegar a las acciones, mi sensación era que me enfrascaba mucho en ese hermetismo de la relación entre los dos personajes. Y yo empecé escribiendo esta novela en primera persona, era Ana narrando, y esa primera persona no quedó en la versión final porque sólo contribuía al hermetismo, era una autorreflexión constante y se ahogaba mucho. Entonces, para darle oxígeno y distancia, creé una tercera persona para que mirara a esos dos personajes un poco desde arriba; pero es una tercera persona con trampa, porque no es tan omnisciente, no sabe lo que están pensando todos los personajes. Solamente sabe lo que piensa y lo que siente Ana a lo largo del viaje, no nos narra nunca lo que Leo está sintiendo, solo nos narra lo que él hace.
Y la segunda persona sí llegó de forma más orgánica, porque desde el comienzo era una narración que necesitaba contarse, ella necesitaba hablarle a su abuelo, y creo que eso tiene que ver con el germen de lo que fue la novela antes de investigar, de leer, de cualquier cosa. Ana está perdiendo al único interlocutor que ha tenido en toda su vida, con el que creció, con el que creó este idioma. La única persona que le explicó cómo funcionaba el mundo se le está yendo y, aunque lo esté perdiendo como interlocutor, lo está interpelando y está tratando de decirle: «Este eres tú, esto es lo que hicimos, esto fuimos nosotros, y este eras tú antes de estar conmigo».
Hay escenas muy cotidianas, llenas de dolor, resignación e impotencia, en las que usted retrata cómo sobrellevan el alzhéimer tanto Leo como Ana. ¿Qué significó narrar una enfermedad tan dolorosa?
Narrar el alzhéimer fue de las cosas más difíciles de escribir esta novela, pero también de las más emocionantes. Fue difícil porque es atrevido narrar un proceso que no has vivido, o sea, ¿qué sé yo, que no he tenido alzhéimer? Sin embargo, sí he estado del lado del que cuida, no a alguien con alzhéimer, pero sí con una enfermedad neurodegenerativa, y es muy duro, es una experiencia de mucha soledad. Al narrarlo es muy fácil caer en el drama y en la soledad y se vuelve un relato muy pesado, muy hermético, sin salida. También era un riesgo caer en la romantización de la enfermedad, porque tiene mucho potencial poético y, además, ellos [Ana y Leo] tienen este juego y este vínculo tan ingenuo. Esa otra cara también extingue la narración. El reto era darle una dimensión humana, tanto a él como persona que está atravesando eso, como a ella, a la soledad que implica cuidar y perder a una persona.
Otra cosa muy importante era poner de relieve que el alzhéimer no es una discapacidad en sí mismo, la discapacidad es la imposibilidad de una persona de adaptarse al mundo como lo conocemos. El mundo, tal como existe, excluye a las personas con alzhéimer y por eso se vuelve una discapacidad. Por supuesto que la parte biológica es ineludible, pero toda la parte social y toda la parte de cómo ellos están excluidos de la sociedad no es una condición obligatoria de la enfermedad. Si viviéramos en un mundo que ofreciera otras posibilidades, de pronto estos personajes no tendrían que sufrir esta experiencia de exclusión.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024