Desde hace años proliferan los programas de televisión donde la gente se insulta y reconcilia en tiempo real. La justificación de esos arrebatos es que no son actuados. El público no contempla: espía. Mientras los participantes sucumben a revueltas emociones, los espectadores se comportan como los guardias que supervisan un sistema de circuito cerrado.
A medida que la realidad se desdibuja, surgen espacios que la sustituyen. ¿Cómo convencer de que eso es auténtico? Si los poetas románticos buscaban la esquiva flor azul, los protagonistas cautivos ofrecen total indiscreción. El encierro sirve para decir cosas agraviantes, incómodas, próximas, en una palabra: genuinas.
El reality y los tribunales televisivos, como Caso cerrado, que difunde los sinsabores de la comunidad latina de Miami, refutan un viejo lema de conducta: «La ropa sucia se lava en casa». Convencidos de que los siglos que promovieron la discreción no llevaron a nada útil, demuestran que la impudicia vende. Personas de las que no sabíamos nada se convierten en celebridades de las que solo conocemos su vida íntima.
¿De dónde surge el expansivo interés por este género? Desde siempre, a la gente le gusta oír detrás de la puerta. Basta que algo sea secreto para querer saberlo. El reality tiene el atractivo de lo que se conoce «a traición». Javier Marías invita a leer su novela Corazón tan blanco con un comienzo irresistible: «No he querido saber, pero he sabido».
El atractivo del reality tiene que ver con la revelación de intimidades, pero también con la inesperada apropiación de un escenario narrativo: la isla desierta.
Pensé en esto al leer Robinson ante el abismo, bitácora de un notable coleccionista de islas literarias: Bruno Hernández Piché. De Robinson Crusoe a La isla de concreto, de J. G. Ballard, la llegada a ese sitio de excepción ha dependido de un rito de paso: el extravío o el naufragio. Horizonte de salvación, la isla también es un lugar de encierro.
Al caer en el espumoso mar, Crusoe encuentra dos zapatos que no hacen juego. Estamos ante la más condensada metáfora del caos: los objetos han dejado de rimar entre sí. Una vez en la isla, el sobreviviente debe sobreponerse a su soledad, convirtiéndose en industrioso jefe de sí mismo, hasta que encara algo aún más difícil: una huella aparece en la arena, y debe convivir con otro.
Defoe convierte al segundo habitante de la isla en súbdito del primero. En Viernes o los limbos del Pacífico, Michel Tournier agrega posibilidades homoeróticas a ese trato, y en Foe, J. M. Coetzee introduce a una mujer en la ecuación, tan inquietante como «La intrusa» de Borges.
La isla regresa siempre. Dale una hoja en blanco a una persona y lo primero que dibujará es un trazo circular, el decantado contorno de un lugar y un desafío. Eso le sucedió a Robert Louis Stevenson cuando su hijastro le pidió que hiciera un dibujo. El escritor escocés bautizó ese sencillo mapa del deseo como La isla del tesoro.
Hernández Piché asocia la isla con las tribulaciones de la soledad. Toda zona de aislamiento es un reto existencial. Ahí las relaciones solo pueden darse como anomalía. No hay nada más contradictorio, a fin de cuentas, que tener contactos en un sitio desierto. Por lo tanto, la llegada del otro garantiza una relación extrema y potencialmente disfuncional. Estamos ante el antecedente mítico del reality.
En los años sesenta, La isla de Gilligan llevó el tema a la comedia televisiva. Un heterogéneo grupo de náufragos experimentaba el desafío de convivir. El reality actualiza y exagera esta dinámica. Ahí el naufragio no es marítimo sino nervioso y provoca tormentas emocionales. En esa isla impera el mal clima.
A cuarenta años de La isla de Gilligan, la televisión produjo una serie de ficción no ajena a la alta fantasía: Lost. En 2010, el último episodio llevó a discusiones multinacionales sobre el destino de los náufragos. Una vez más se puso de manifiesto el atractivo de un espacio restringido para liberar la imaginación. El reality show se apropia de ese escenario, pero se limita a usarlo para satisfacer el ancestral deseo de mirar la intimidad ajena. En esa dinámica no es necesario identificarse con los protagonistas. Su lógica es la del jardín zoológico, donde los animales observados en confinamiento cautivan por su peculiaridad.
¿Es interesante contemplar personas peores que nosotros? Podría pensarse que el reality surgió para realzar nuestra superioridad ante la gente que se equivoca en tiempo real en la pantalla, pero la percepción mediática de las emociones ha cambiado. Cada vez son más frecuentes las sagas televisivas en las que todos los personajes resultan desagradables. Un caso emblemático es el de Succession, que genera una atractiva adhesión negativa; no esperas la salvación de los héroes, sino atestiguar hasta dónde llegan o hasta dónde se hunden.
En el reality, formar parte del cautiverio vale más que salir del encierro: quien se libera pierde. La misión de las islas literarias es la opuesta. La llegada a esa lengua de arena puede ser dramática, pero la supervivencia activa la mente. Solo ahí podía ocurrir La invención de Morel, espejismo en el que un fugitivo se enamora de una mujer de maravillosa irrealidad que aparece cuando la máquina que produce su imagen es activada por las mareas. En este caso, la isla depara una doble alteridad: el protagonista está aislado y su amada es virtual.
Con excepción de personajes como Jekyll y Hyde o el vizconde demediado, de Italo Calvino, ningún ser humano es completamente malo ni completamente bueno. Quien duerme de un lado a veces explora el otro. Las posibilidades del horror reposan en el interior del santo.
El reality aspira a acabar con las ambigüedades con el pretexto de la supervivencia, en la que todos los instintos son primarios. En 1987, Gordon Gekko, el magnate que protagoniza la película Wall Street, de Oliver Stone, inmortalizó un lema del descaro: «Greed is good [la codicia es buena]». La trama se inscribe en una tendencia que podríamos denominar el «éxito de los defectos». Con diferentes niveles de ingenio, tanto Succession como los realities conjugan esta gramática.
A medida que el reality se fue asentando en la cultura de masas, la percepción de los seres que sobreviven desnudos en la naturaleza o tratan de copular en un cuarto donde no se cambian las sábanas adquirió otra valoración. Lo que en un principio se veía por morbo ahora se ve con un interés no desprovisto de reverencia. La premisa básica se mantiene (lo que ahí ocurre es primario y, en esa medida, desagradable), pero el trance garantiza un incuestionable beneficio: la celebridad. No cambió la isla, cambió el océano que la rodea.
En México, el reality ha dado apariencia cool al lenguaje y los códigos corporales y de vestuario del crimen organizado. La pista sonora de esa subcultura es aportada por bandas como el Cartel de Santa, grupo de hiphop que, desde su nombre hasta sus letras, pasando por su look sicario y su conducta (dos de sus miembros han sido detenidos por cargos de homicidio), procura asociarse con el ámbito delictivo.
En un reportaje de septiembre de 2023, la revista Science informó que el crimen organizado es el quinto empleador en México. El narcotráfico y sus negocios aledaños generan más puestos de trabajo que Petróleos Mexicanos (Pemex). El emporio de lo ilícito solo es superado por Femsa (embotelladora de Coca-Cola), Walmart, Manpower y América Móvil. Si el crimen determina nuestra economía, no es casual que genere nuevos comportamientos. El branding narco promueve un diferenciado estilo de vida.
La elaborada y muchas veces inútil cortesía mexicana, que había cambiado poco desde el virreinato, se ha transformado en un teatro de la procacidad y el descaro cuyo máximo foro es el reality. Con todo, el principal atractivo de contemplar la impudicia ajena proviene de lo que mencioné antes: el éxito de los defectos. En una sociedad donde el triunfo legal es casi imposible, destacar ejerciendo instintos representa una venganza.
A medida que el reality se fue asentando en la cultura de masas, la percepción de los seres que sobreviven desnudos en la naturaleza o tratan de copular en un cuarto donde no se cambian las sábanas adquirió otra valoración. Lo que en un principio se veía por morbo ahora se ve con un interés no desprovisto de reverencia. La premisa básica se mantiene: lo que ahí ocurre es primario y, en esa medida, desagradable.
En octubre de 2023 fui a la Feria del Libro de Monterrey. En el avión coincidí con dos jóvenes que hablaban con la estruendosa espontaneidad de quienes desean llamar la atención. De inmediato obtuvieron la mía.
A unas filas viajaba una conocida cantante pop y, a mi lado, un rubicundo magnate de Monterrey. Desde el despegue, los jóvenes se convirtieron en el alma de la cabina. Ella tenía un cuerpo que revelaba adicción al bisturí y un maquillaje que parecía a prueba de cremas disolventes. Él llevaba una camiseta de basquetbolista estampada con una calavera que dejaba ver sus brazos tatuados. Aunque hablaban entre ellos, el diálogo ocurría en voz alta, en función de los demás. Él acababa de pasar por una crisis amorosa y estaba feliz de haberse separado muy bien de su pareja. Ella lo felicitaba por esa ruptura tan cordial.
El intercambio podría haber pertenecido a una novela de Jane Austen de no ser porque la palabra más usada era «verga». Además, la conducta del muchacho desconocía los protocolos: trató de ir al baño cuando el avión estaba en la pista, olvidó ponerse el cinturón de seguridad y tuvo que acomodar un bulto que tenía sobre los pies. En todas esas ocasiones, la azafata se dirigió a él con firmeza y él pidió disculpas con amabilidad. ¿Qué clase de persona era? Me pareció un buen chico que había errado el rumbo. Durante la hora de viaje a Monterrey pensé en el destino de ese joven. ¿Aspiraba a imitar al Cartel de Santa? ¿Era el hijo agradable y dispendioso de un narco?
Cuando aterrizamos, el chico se dirigió al empresario que había dormitado en el asiento vecino al mío y exclamó: «¡A ver si hacemos un reality!».
Fue la primera señal de que estaba ante un astro mediático. En el vestíbulo del aeropuerto encontré a una multitud armada de cámaras y celulares. Pensé que venían a recibir a la cantante pop, pero la persona más famosa del avión no era ella, sino el muchacho por el que yo había sentido una absurda preocupación. Se trataba de una celebridad de reality. Había salido de su isla y demostraba que la realidad es un naufragio.
La intimidad célebre
Quienes ya son famosos no necesitan someterse a la reclusión del reality; sin embargo, de vez en cuando se sienten obligados a alimentar la curiosidad de su auditorio.
Como dije antes, la información ya forma parte de la atmósfera: resulta imposible localizar la fuente de la que proviene. En algún momento de 2022 supe algo que no me interesaba: Ben Affleck y Jennifer Lopez se habían reconciliado. El dato llegó a mí como una hoja caída de un árbol.
Llama la atención que las noticias sean parte del ambiente, pero llama más la atención que se trate de esas noticias. Si dos famosos se aman o se detestan o se vuelven a amar modifican el clima.
China controla la deuda externa, la basura, el tráfico fluvial y el mercado de innumerables cachivaches en el planeta. Pero Estados Unidos controla la celebridad. Si los griegos estaban atentos a los arrebatos de Zeus y los aztecas al designio fatal de Tezcatlipoca, en la teodicea contemporánea ningún sistema de valores supera al rating o a los seguidores.
Sabemos, por las Kardashian y Paris Hilton, que se puede ser conocido sin virtud específica. La curiosidad humana surge de distintas formas y una de ellas consiste en seguir a la gente «famosa por ser famosa». En el siglo XIX, las novelas satisfacían el deseo de llevar existencias paralelas; hoy, ese placer vicario se sacia de modo más simple, conociendo la colección de zapatos o la nueva mascota de una influencer. En 2013, Sofia Coppola dirigió The Bling Ring, película basada en hechos ocurridos en 2008. Un grupo de adolescentes decidió apoderarse de las pertenencias de sus ídolos de Hollywood. Deseaban poseer de manera fetichista los collares de las divas, pero sobre todo llamar la atención. En la dinámica de la fama, no hay publicidad mala. Esta certeza se perfecciona con otra: el horror obtiene más rating que la bondad.
El documental Anna Nicole Smith: You Don’t Know Me aborda el tema. La modelo muerta a los treinta y nueve años construyó una identidad falaz para cautivar a los medios. Tuvo una infancia agradable, junto a una madre que la quería; sin embargo, en cuanto ganó notoriedad y fue entrevistada en televisión, dijo que había padecido abusos en la infancia, provocados por una madre cruel. Sus anécdotas eran convincentes porque en verdad habían ocurrido, pero pertenecían a otra chica, con la que tuvo una relación sentimental. Cuando la amiga le preguntó por qué mentía de esa manera, apropiándose de un pasado ajeno, la modelo comentó que las malas noticias promovían su carrera con más fuerza que las buenas.
También los ladrones del Bling Ring aspiraban a un prestigio negativo. Las joyas sustraídas a Paris Hilton, Lindsay Lohan, Megan Fox, Orlando Bloom y otras luminarias superaban los dos millones y medio de dólares; sin embargo, algunos de los afectados vivían en tal opulencia o tal despegue de la realidad que ni siquiera advirtieron que les faltaban cosas. Los ladrones eran fans deseosos de apropiarse de la identidad ajena, pero apenas modificaron la desmesurada vida de las víctimas. Su «éxito» fue otro: la notoriedad. Con acierto, Elsa Fernández-Santos describió a The Bling Ring como «el Bonnie and Clyde de las influencers». En 2022, Netflix estrenó una serie documental con los auténticos protagonistas de esos robos que confirmó la ávida curiosidad con que la gente sigue a las celebridades.
Pero no basta entrar al Salón de la Fama para permanecer en él. Una vez que se recibe el escrutinio del ojo público hay que retener su atención. Esto lleva a una paradoja. La gente anhela conocer a los famosos con íntima crudeza, pero la «naturalidad» de esas personas no puede ser como la nuestra. La audiencia exige el tigre blanco en el jardín, el jacuzzi con capacidad para un ballet acuático, la colección de diez mil gorras de béisbol, la efigie de oro en tamaño natural de la dueña de la casa. La fama enrarece a sus favoritos hasta volverlos casi irreales: su normalidad es la extravagancia. Desayunan corazón de pájaro y se casan varias veces con la misma persona. Fue asombroso que Michael Jackson quisiera comprar los restos del Hombre Elefante, procurara blanquear su piel y durmiera en un pulmón de acero, pero habría sorprendido más que no hiciera nada de eso.
Cuando un actor «entra en personaje», se conduce con una espontaneidad ajena, borrando todo rasgo de impostura: no actúa como Hamlet, es Hamlet; se vacía en favor del papel que representa; en cambio, la celebridad construye un artificio. Cada prenda que compra, cada frase que tuitea, cada foto que sube a las redes aumenta su capital simbólico.
Vuelvo a la noticia de la que me enteré sin saber cómo: JLo y Ben se amaban otra vez. Pero al guiso le faltaba un jalapeño. Los medios lo aportaron de inmediato, informando de la peculiar obligación contraída en el romance recalentado. Una cláusula del nuevo acuerdo prenupcial comprometía a los actores a tener relaciones sexuales al menos cuatro veces a la semana.
El País abordó el tema en plan jurídico. ¿Es legítimo someter la libido a un criterio contractual? Entrevistado al respecto, Juan Pablo González, titular del Juzgado de Primera Instancia 24 de Madrid, comentó que en su mesa de trabajo ese acuerdo «sería declarado nulo, sin valor ni efecto alguno, por ser contrario a la libertad y dignidad personal». La opinión del juez resulta irrefutable: nadie puede excitarse por decreto.
Pero la sociedad del espectáculo no es legislada por la ley sino por la percepción. ¿Cómo fue posible que la cláusula sobre el rendimiento erótico de la pareja se filtrara a los medios? Tratándose de un asunto que se podía mantener en cuidadosa reserva, lo más probable es que haya sido divulgado por los propios protagonistas. Convertidos en objeto del deseo colectivo, los actores decidieron agregar una estadística al morbo. En riguroso cumplimiento de lo que la cultura de masas espera de dos personas tan apuestas, JLo y Ben harían el amor doscientas ocho veces al año. Se ignora si hay un bono por rebasar la cifra o si habrá una disminución progresiva de las obligaciones.
Lo único verosímil para una celebridad es el exceso. Al llegar al milenio coital, los abajo firmantes podrán ser vistos como atletas o mártires del sexo. Lo decisivo es la condición pública de su intimidad.
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