El principio de la correlación orgánica explica que un animal puede ser reconstruido teóricamente a partir de sus fragmentos, de modo que algo tan pequeño como el hueso de un pie es suficiente para proyectar con exactitud la estructura ósea del ser vivo al que pertenece. Más allá de la importancia que este principio pueda tener en la paleontología, lo que el abandono de ese hueso entre la tierra excavada comunica para mí, es sobre todo una lección de escritura: la posibilidad que tiene una sola frase de proyectar, de anticipar y de imaginar la anatomía completa de un texto literario, o el estilo de una novela en construcción. Al igual que los huesos, las palabras son piezas que pertenecen también a un organismo; a un lenguaje que se organiza o se desorganiza en función de un conjunto y de una correlación estética y rítmica. Escarbar, sin embargo, no es una labor que me interese hacer entre los libros de mi biblioteca, sino en la selva, en el campo y en los pueblos, porque lo que escribo está jugado casi siempre en la oralidad, en la plasticidad con que las frases fueron dichas; así como en los rastros y las huellas que esas palabras dejan ocultos en la tierra antes de removerse. La dificultad radica en que el habla popular, como recurso de la escritura proyecta un horizonte de posibilidades estéticas que desborda y supera las líneas de la pantalla, precisamente por esa tridimensionalidad que tienen las resonancias del habla. Los viajes se me han convertido por eso en el recurso fundamental del oficio, y los aprovecho para charlar, para preguntar, para escuchar conversaciones entre las que, a punta de tamizar el habla una y otra vez entre el cedazo, desentierro y escojo frases que me alcanzan para proyectar el estilo del libro que quiero escribir. Lo que me propongo cuando escribo, es entonces adaptar el aspecto vivo de esa frase que me produjo un goce inesperado para construirle una anatomía y una estructura ósea capaz de alojar todo el alcance de su contundencia, de su belleza o de su brillo. Como no puedo quedarme a vivir en el taxi o en la lancha donde hice el hallazgo, llevo su hueso en la memoria hasta mi estudio para trabajarlo; para restituirle a ese organismo las partes esqueléticas y las orgánicas que se desintegraron durante su proceso de fosilización. Como escritora, cuando pienso en mi propio estilo, entiendo que la movilización de esas gramáticas al texto, es un gesto fundamentalmente político.
Digo que no me interesa escarbar en mi biblioteca, pero eso no quiere decir que las lecturas de ciertos libros no sean fundamentales para construir las herramientas con las que, como paleontóloga, despejo el área del hallazgo literario. El Eisejuaz de Sara Gallardo, El llano en llamas de Juan Rulfo, o Yawar Fiesta de José María Arguedas, me han dado una brújula de búsqueda y un sistema completo de navegación. El proyecto de oralidad en estos libros absorbe las estéticas de un habla popular ya de por sí tremendamente sofisticada, que se agudiza luego hasta la extenuación en cada una de sus páginas. Solo después de estudiar, incluso de repetir a mano en mis libretas la anatomía de ciertas frases, mi oído estuvo listo para escuchar y entender la absoluta belleza de hallazgos que hice en viajes posteriores, en los que me di cuenta de que en mis novelas lo que quería era construirles a esas frases el conjunto de un lenguaje correlativamente armónico. Alguna vez en Oaxaca, un taxista me señaló el cerro que se veía en la carretera y de repente me dijo, señorita, mire allá al fondo del valle la cantera, que cuando la toca el agua se pone verde. Algunos oaxaqueños me contaron que el conductor se refería a la Verde Antequera, el fenómeno natural que explica el color que aflora en la roca cuando llueve, pero mi desconcierto tenía que ver con la forma en como la frase estuvo dicha, y que me hacía dudar si había abordado un taxi o a Pedro Páramo. Un par de años después me subí a una lancha en Quibdó para recorrer los ríos Quito y Atrato. En el momento menos esperado, el lanchero señaló un punto estrecho del río y me dijo, durante el verano el sol lo cubre de pampa y uno puede atravesarlo sin mojarse ni siquiera el calzado.
Desde estos dos vehículos de lenguaje me hablaron con tanta plasticidad, con frases tan poco trajinadas, con tanta extrañeza y a la vez con tanta sencillez que, al regresar a mi estudio, solo pude pensar en escribir un libro que proyectara al animal que rebosaba dormido entre esas dos hablas distantes.
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