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Esquema de Tomás Carrasquilla

Cabe preguntarse ahora por qué el único realismo genuino entre nosotros, antes del que hoy contemplamos, fue el plasmado por Carrasquilla. Volvemos, pues, siempre a «lo mismo». No hay escapatoria. Un análisis de su obra hecho por Jaime Mejía Duque para GACETA en 1976.
Jaime Mejía Duque, abogado y reconocido crítico literario, explica en esta crítica literaria por qué Carrasquilla fue el escritor en prosa más completo que tuvo Colombia hasta mediados del siglo XX.

Esquema de Tomás Carrasquilla

Cabe preguntarse ahora por qué el único realismo genuino entre nosotros, antes del que hoy contemplamos, fue el plasmado por Carrasquilla. Volvemos, pues, siempre a «lo mismo». No hay escapatoria. Un análisis de su obra hecho por Jaime Mejía Duque para GACETA en 1976.

Tomás Carrasquilla (1858-1940) fue el escritor literario en prosa más completo en Colombia hasta mediados del siglo XX. Libros como María (Jorge Isaacs), De Sobremesa (José Asunción Silva), La Vorágine (José Eustasio Rivera) y Cuatro años a bordo de mí mismo (Eduardo Zalamea) son trabajos escritos de arranque por hombres menores de treinta años, imperfectos y esquemáticos. En su momento, el más logrado es el de Isaacs. El de Silva, búsqueda interrumpida, queda como apuesta frente a una tradición de escritura al menudeo, como alternativa conscientemente emprendida, pero no postulada hasta el fin. El de Rivera perdura por el vigor de su imagen, aunque su elaboración es tremendamente defectuosa y, en ocasiones, lamentable. Y el de Zalamea sucumbe a ese lirismo periodístico que sigue siendo el baldón y la marca del provincianismo nacional.

Por sobre toda esa cadena de precoces aficionados, escritores que se quedaron en agraz, permanece la madurez de Carrasquilla como autor de un verdadero «opus» narrativo, el único que ofrece un amplio espacio histórico-novelesco, lo que se dice un mundo. Este «opus» de Carrasquilla no es una simple metáfora, sino la crónica de un pueblo entero discurriendo en su ámbito originario. Solo que su epos no emana de la guerra, sino de esa vasta cotidianidad rural y aldeana cuyo reflejo literario, de tan obstinadamente fiel (y en esto el autor iba hasta la superstición y el prejuicio), se estanca a veces en el comadreo. Tal es el costo estético, en el primer genuino narrador nacional, del anacronismo de nuestras estructuras. Los presuntos escritores, colombianos contemporáneos suyos, por eso mismo, cuando pretendían trascender tales límites objetivos resultaban universalizando en falso, es decir, simulando sobrepasar el horizonte real de su historia. Gesticulaban tras el vidrio desde su precario contexto colonial.

Era entonces poco menos que una fatalidad inscrita en dicho contexto el que, apenas requerido polémicamente por algún vocero de aquella universalidad vacía —el literato Max Grillo, o cualquier otro—, Carrasquilla produjera con euforia la montaraz, aunque contundente «teorización» de sus Homilías (1906). Al final de la primera se lee:

«Bajo accidentes regionales, provinciales, domésticos, puede encerrarse el universo; que toda nota humana que dé el artista, tendrá de ser épica y sintética, toda vez que el animal con espíritu es, de Adán acá, el mismo Adán con diferentes modificaciones (…)».

Y la segunda termina diciéndole a Max Grillo:

«Mi ideal es muy claro, Maximiliano: obra nacional con información moderna; artistas de la casa y para la casa. Yo sueño con un 20 de julio literario. ¿Cómo no? Independencia absoluta de todo país extraño y… que vengan los pacificadores».

Sobre el lunar panorama de la reflexión literaria en Colombia, las dos Homilías se yerguen como solitario monumento de la lucidez y de carácter, crítico testimonio del primer escritor que habló aquí con plena solvencia en nombre de un pueblo ante una minoría intelectual visceralmente formalista. A mi juicio, es este un hito histórico de nuestro proceso cultural. Antes de esos textos de Carrasquilla, los viejos costumbristas, y aún el propio Silva, ignoraron lo que hacían. Y después, solo una visión dialéctica de la cultura podía ir más allá de las razones carrasquillanas y superar, al paso de la historia en otra fase, las contradicciones allí planteadas.

Desde su primer relato, Simón el mago (1890), apenas si varió Carrasquilla el tono de su estilo. Ahí está entero en su perspectiva, en su estética. Lo que viene luego, con Frutos de mi tierra, terminada en 1895 y publicada en Bogotá a principios de 1896, ya es una ampliación del campo temático, la complejidad mayor de la obra extensa, novela propiamente dicha. La vida cotidiana de una familia de clase media, con sus tensiones tragicómicas, contada sin omitir las pequeñas miserias, al modo naturalista, aparece en esta primera novela de Carrasquilla como un acontecimiento literario cuyos aspectos básicos bien vale la pena destacar:

a) Es la primera narración extensa propiamente realista que en Colombia viene a superar estructuralmente los amagos que la precedieron entre los costumbristas.

b) Marca así nuestro vislumbre efectivo de la novela en sentido moderno, al menos tal como ella se daba entonces en España con Galdós, Valera, «Clarín» y la Pardo Bazán. Lo cual no implica todavía una plena liberación del costumbrismo o regionalismo como perspectiva cultural vivida por el escritor en un ambiente que estaba aún lejos del desarrollo industrial y urbano. Esta limitación concretamente histórica hará que en las obras posteriores, y hasta el final de su vida, Carrasquilla oscile —aunque sin quebrar el realismo último de su escritura— entre elementos contemporáneos y universales (la psicología, lo patológico, el conflicto de conciencia), y lo más típicamente costumbrista en el marco de una sociedad anacrónica (el «color local», el conformismo ante los valores religiosos y clasistas de la sociedad atrasada, la cotidianidad descrita sin distancia crítica).

Dentro de su contexto socioliterario, en el curso de una incierta tradición en la cual él ha sido el primer escritor de «dedicación exclusiva», Carrasquilla es grande y permanece justamente porque esta ambigüedad de contenido-forma, que le venía de su historia, se expresa en él sin mala conciencia. Ningún desgarramiento advertimos en su actitud literaria ni en su común existencia de hombre apegado a su provincia. Su escepticismo intelectual —llevadero para quienes le frecuentaban en la tertulia— declina hacia 1930, cuando «regresa» de lleno y sin condiciones al ritualismo religioso, con confesiones, comuniones y rosarios. En su hogar de Medellín, ciego y en silla de ruedas, tomaba cada tarde la camándula como cualquiera de esas beatas que pueblan sus obras.

Sin embargo, tendríamos que preguntarnos: ¿por qué hay tanto fracaso en las historias de amor que traza Carrasquilla y de dónde le viene a él esa como complacencia, no exenta de íntimo sadismo, en la presentación de afecciones patológicas, de orden nervioso sobre todo? Pues la verdad es que dichas cuestiones son en su obra —tan risueña en sus giros y tan familiar en su garrulería— como el demoníaco contrapunto que distingue a este autor de los costumbristas anteriores.

La respuesta a ese interrogante la hallaremos en su realismo. Tal infelicidad y tales patologías se daban pues en la misma vida social de la provincia, vida que el escritor conocía demasiado bien y de la que participaba con perfecta espontaneidad. De tal suerte que, por debajo del efectivo anacronismo, y del atraso material de su comunidad (condiciones precapitalistas en el interior del propio sistema mundial prevaleciente), aquí las relaciones humanas tradicionales se descomponían. Los atávicos prejuicios del propio Carrasquilla no lograban impedir, en el proceso de su trabajo literario, alguna forma de manifestación, así fuese meramente testimonial, a manera de crónica inclusive, de tales rupturas interpersonales dadas en el interior de estructuras aparentemente armónicas y satisfechas.

En 1899 se publica en Medellín El Padre Casafús (conocido también como Luterito), una historia de humor negro en cuyo desarrollo puede apreciarse, a la vez que la sabiduría descriptiva de Carrasquilla, su incertidumbre al momento de sugerir la crítica social. La muerte tragicómica del protagonista, quien tras la hambruna a la que fuera forzado junto con sus familiares por el asedio del fanatismo aldeano se dispensa el atracón que lo revienta, brinda una imagen tan sobrecogedora literariamente cuando ideológicamente ambigua. Desde el inicio de la narración Casafús aparece como un curita atrabiliario. Con ello, sin preverlo —o previéndolo solo al nivel estético, pudiera decirse—, el autor configura la primera ambivalencia. De hecho, es como si nos dijera: solo un tipo así de exorbitante puede postular en este pueblo la tolerancia y la caridad cristianas; sus buenas intenciones equivalen a la locura, como la caballería en Don Quijote. En medio del más exaltado fanatismo (en un hipotético pueblo conservador del Estado de Antioquia durante la guerra civil de 1876), Casafús predica su idea de un cristianismo conciliador, y es tildado entonces de liberal camuflado, de «cura rojo». Sus virtudes privadas nada valen frente a la prepotencia de los demagogos del sectarismo godo. Carrasquilla es implacable en el relato de los menudos sucesos que tejen el destino del curita y en el esbozo caricaturesco de este. El probable anticlericalismo o antigodismo del autor en aquel período viene implícito en la trama. Bajo la objetividad del relato, su simpatía parece estar con Casafús. Pero esta posición no llega a definirse, pues lo grotesco no deja de implicar allí una forma elusiva. Queda en el lector la enojosa impresión de que la víctima ayudó y justificó a sus perseguidores con su extravagancia. Así que, al revés de la urdimbre, está la fatalidad encogiéndose de hombros. No obstante, la ambivalencia subsiste más allá de la actitud subjetiva de Carrasquilla. En efecto, la esquizofrenia doctrinaria y apostólica de Casafús, si miramos en perspectiva la patología social del momento, reflejaría la impracticabilidad objetiva de lo razonable (que en la moralidad de Casafús es lo «cristiano»), en el propio centro de las tensiones de la guerra político-religiosas entre conservadores y liberales, entre «godos» y «rojos», en el ámbito delirante de una sociedad dependiente, fanatizada y sumida en el anacronismo del coloniaje. Si esto es así, de lo cual estoy seguro, el realismo de Carrasquilla es todavía más profundo y su visión de más largo alcance, si la comparamos con la de los costumbristas de su tiempo. En todo caso, en fecha tan temprana como el año 1899, bajo los parámetros culturales de su medio, Carrasquilla fue capaz de plantearse el primero novelísticamente semejante problema.

La religión ocupa un gran espacio temático en la obra de Carrasquilla. En las relaciones sociales que ella comporta lo religioso cuenta demasiado, ya que la sociedad a la que el escritor expresa es así y no de otro modo. Por lo demás, él mismo carecía de la suficiente conciencia crítica al respecto y amaba aquel mundo tal como se le daba. Solo en casos extremos de malévola beatería, que surgen también en su obra, descubrimos en él amagos de ironía. Apenas de ironía, jamás de nada más fuerte. Su paciencia ante los hechos es la de quien verdaderamente ama lo que narra y, si a veces deja la impresión de regodearse en la cháchara banal de sus personajes femeninos y no elegir lo sustancial, ello ocurre más que todo por secretas determinaciones de estructura que emanan de la dialéctica del momento histórico-literario general, como se ha sugerido antes, y no tan solo de la deliberación técnica del escritor.

Uno de los rasgos peculiares de la personalidad de Carrasquilla, notable en el ambiente de trascendentalismo intelectual imperante en Colombia, fue su sentido del humor, la forma como hacía saltar aquel «espíritu de seriedad» heredado del virreinato y que, por lo visto, se ha instalado en nuestra neurosis actual. No sabía hablar gravemente de sí mismo. Aunque si miramos hoy en retrospectiva la cronología de su producción literaria veremos su continuidad y su parejo nivel, en cada oportunidad él insistía en su «pereza». Lo cierto es que aprovechó bien sus condiciones familiares de holganza y afecto, su soltería perpetua y sus demás circunstancias personales y sociales para permanecer fiel a la literatura hasta el último de sus 82 años de existencia. Cuando a finales de 1915 le pidieron un resumen autobiográfico, lo empezó así: «Seguí leyendo y creo que en el hoyo donde me entierre habré de leerme la biblioteca de la muerte, donde debe estar concentrada la esencia toda del saber hondo (…). Lo que tengo en la cabeza es un matalotaje caótico de hojarasca, viruta y cucarachas».

Entrañas de niño (1906) señala un hito en la reconstrucción carrasquillana de la infancia, de aquella niñez condicionada por la tradición antioqueña hacia la segunda mitad del siglo XIX. Como siempre en Carrasquilla, mucha religión, con alta dosis de supersticiones populares —cuyos portadores son los miembros de la servidumbre, casi siempre— y, lo más significativo como testimonio sociológico, todo el cuadro represivo de la moral familiar en conexión interna con la autoridad eclesiástica, todo ello envuelto empero en un dulce paternalismo que solía hacer de la violencia inserta en la relación un «problema privado» del niño, de cada persona en formación. De ahí el sufrimiento morboso en estos niños de Carrasquilla, a quienes «nadie» castiga. De ahí la atmósfera de tortura psicológica, de masoquismo, que los acompaña. Hay instantes de oblicua malignidad en que uno, a su pesar, piensa aquí en Dostoievski. ¿Cómo es posible, con un autor tan poco desgarrado como Carrasquilla? Sin embargo, ante sus atormentados niños provincianos, envueltos en nubes de pesadillas religiosas, y ante sus histéricas enamoradas, rozamos la moderna «psicología profunda».

El misticismo del pequeño Francisco, protagonista y narrador de Entrañas de niño, le induce a comparar a su propia madre con la Virgen y a idealizar a toda su familia, cuya estructura patriarcal, no menos sacralizada por el escritor, se nos muestra en el capítulo tercero. Lo curioso es que el propio Carrasquilla le confiere a su relato desde el comienzo una entonación idealizadora o mistificante. Dijérase que él mismo se conmueve con su historia antes de empezar a contarla. Su distancia aquí es prácticamente nula, por lo cual desciende a menudo a un sentimentalismo que nos dificulta la lectura en algunos pasajes.

La Marquesa de Yolombó (1926-27) es otra cima del trabajo de Carrasquilla y sin duda de la literatura nacional y latinoamericana. En otra ocasión sostuve que por su forma pertenece al siglo XIX, pero que en Colombia fue por entonces lo más avanzado y perfecto que se escribiera. Ya que este país no vería literariamente el siglo XX, al menos en la narrativa, sino después de clausurada la obra de Carrasquilla con Hace Tiempos (1935-36). Esto suena a hipérbole, si miramos lo que ocurría entonces en países como Argentina, México, Uruguay, Chile, Brasil y otros del continente. Pero tal es nuestra distorsionada temporalidad.

Y esta novela autobiográfica es justamente la hazaña del ciego y ya casi octogenario autor, quien la dicta desde su silla de inválido. Al modo y en las circunstancias de la sociedad tropical, es ella como otra versión de lo que en la literatura clásica burguesa llamaron el «bildungroman», la novela educativa, cuyo modelo es el Wilhem Meister, de Goethe. Esta de Carrasquilla equivale a una novela de formación, pues Eloy Gamboa, protagonista de Hace Tiempos, se educa de manera ascendente, sin academia, existencialmente en verdad, a través de los tres estadios o partes de la obra: Por aguas y pedrejones, —Por cumbres y cañadas, Del monte a la ciudad.

Cabe preguntarse ahora por qué el único realismo genuino entre nosotros (en Colombia específicamente) antes del que hoy contemplamos, fue el plasmado por Carrasquilla. Cuestión inquietante y que a mi parecer entraña el análisis de nuestra situación dependiente. Volvemos pues siempre a «lo mismo». No hay escapatoria. Pero, si el estudio del asunto es veraz, no tiene por qué causar monotonía. «Lo mismo» no es sino la perspectiva en sentido amplio, jamás el detalle de lo que se revela. Ahora bien: ¿no era entonces realismo el de La Vorágine, contemporánea en su elaboración de La Marquesa de Yolombó? ¿Ni tampoco lo era el de Cuatro años a bordo de mí mismo, coetánea de Hace Tiempos? Lo eran, relativamente. ¿Por qué «relativamente»? Porque en ambos ejemplos se trataba de libros episódicos, parcialmente logrados y sin continuidad en una obra. El hecho de que, sobre todo a La Vorágine, se la considere «clásica» plantea un verdadero problema socioliterario que el futuro desarrollo de nuestra novelística tal vez resolverá.

Carrasquilla, en cambio, como queda dicho, ofrece un «opus» desplegado en múltiples aspectos. Un pueblo se nos presenta allí en varios planos y momentos de su existencia, y no solo con carácter documental, sino que los datos empíricos se procesan en relaciones vivas de parentesco, amistad, hostilidad, negocios, trabajo, cultura, y todo ello se mueve en el tejido narrativo a través de situaciones y caracteres más o menos típicos.

La segunda pregunta viable, cuya conexión interna con la primera habría que revelar dialécticamente, sería esta: ¿Por qué el estilo y la «metodología» de Carrasquilla prácticamente no evolucionaron de modo fundamental desde su primer relato, Simón el mago (1890) hasta su última obra, Hace Tiempos (1935-36), habiendo conservado por lo demás idéntica eficacia, la maestría dentro de su tipo?

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