Despierto aturdida en medio de la noche y por un momento no sé dónde estoy. Me encanta el ruido que me rodea: el agua que cae del cielo azota las ventanas. Huelo la lluvia. «¡Qué bonito suena! Cómo me gustaría oír las aguas cayendo para siempre», es mi último pensamiento antes de volver a dormir.
Vengo de Berlín y de una sensación que nunca antes había vivido: fobia a la sequedad. Puede que no sea un término oficial, pero describe con exactitud mi estado durante las noches de insomnio en las que el aire se hacía cada vez más denso y no refrescaba. Un dato: los humanos somos más sensibles al olor de la lluvia que los tiburones al de la sangre. Solo necesitamos unas pocas moléculas por billón de moléculas de aire de un compuesto químico llamado geosmina. Proviene de una palabra griega que significa «olor a tierra». También es la sustancia que da a la remolacha su sabor. Los científicos no saben por qué somos tan sensibles al olor de la lluvia. Existe la teoría de que nos ayudó a sobrevivir porque nuestros antepasados debían buscar agua fresca, por ejemplo, donde había llovido recientemente.
Pero nada que llovía en Berlín. «¿Y si la única agua que quedara disponible fuera la de mis propias lágrimas?», pensé, cuando ya no era capaz de manifestar optimismo. El verano de 2023 batió récords con sus altas temperaturas y es, de hecho, el más caluroso del que se tiene noticia en Europa en las últimas décadas. El agosto más cálido siguió a los meses de julio y junio más cálidos y dio lugar al verano boreal más caliente de los registros, que se remontan a 1940. A raíz de esta circunstancia, el secretario general de la ONU, António Guterres, anunció en septiembre de 2023 durante una rueda de prensa dirigida al mundo entero: «La era del calentamiento global ha terminado; la era de la ebullición global ha llegado».
¿Volverá a llover? Esta pregunta me llena la cabeza de ansiedad, ruidosa y burbujeante, como cuando abres una botella de agua con gas Bretaña y su contenido te salpica. Claro que volverá a llover, pero a la vista de las temperaturas récord, los árboles resignados desprendiéndose de sus hojas en su lucha por la supervivencia y la tierra encostrada en los prados donde debería haber hierba verde, se impone el miedo a la sequía en Alemania. En mi vecindario en Berlín nos turnamos para irrigar los árboles de nuestra calle y salvarlos de la deshidratación. Estas plantas tienen suerte, porque el barrio dispone de una de esas anticuadas bombas de hierro fundido que podemos utilizar para llenar las regaderas. El señor Kowalski, viejo y patizambo, es el conserje de mi edificio, y ya residía en este distrito en tiempos de la RDA. Es el padre de todas las matas de la calle y se encarga del rescate. Una vez me lo encontré en la fuente, furioso, pero a la vez contento de haber espantado a unos niños que habían estado jugando con el agua en vez de llenar las regaderas y rociar. «Chinos desgraciados», refunfuñaba, y no se andaba con rodeos: «Sí, el fin está sobre nosotros», afirmó siguiendo con las letanías habituales de un pesimista consumado, un nostálgico del pasado, cuando todo iba mejor, los jóvenes eran educados y había muchas más fuentes hidráulicas operables en Berlín.
Cuando nos duchamos, lavamos la ropa o hacemos café, casi nunca pensamos en lo fácil que es obtener el agua que necesitamos. Simplemente abrimos el grifo y el agua corre. Sin embargo, hasta bien entrado el siglo XIX, todo esto llevaba asociado un esfuerzo considerable: antes de que existiera un suministro de agua centralizado en Berlín, la población obtenía el agua diaria de pozos subterráneos. Hasta el siglo XVIII había pozos en todos los patios traseros, de los que se sacaba agua con un cubo atado a una cuerda. Con el tiempo fueron sustituidos por bombas de hierro con palancas. La construcción de las primeras obras hidráulicas en 1856 puso fin a su uso, aunque todavía existen varias fuentes callejeras en diferentes lugares de la ciudad, como en mi calle. Según el señor Kowalski, estas bombas son una bendición, sobre todo en el caso de interrupciones a gran escala de la red principal de agua, porque funcionan independientemente de ella. La última vez que accioné la larga barra metálica que, tras varios movimientos arriba y abajo, dejó fluir el líquido, me pregunté: «¿Y si esto estuviera prohibido, tendríamos que sacrificar los árboles para que alrededor de cuatro millones de berlineses pudieran sobrevivir?». Los bombardeos, la ocupación, la división, la construcción del muro, la Guerra Fría y, ahora, en la lista de crisis de esta ciudad, que siempre ha sido bendecida con una cantidad infinita de agua subterránea, ¿la muerte por desertización?
Cuando se habla de escasez de agua casi nadie piensa en Alemania. Menos aún los propios alemanes. Hasta hace poco se daba por sentado que los problemas de calidad se habían resuelto y que los de cantidad no desempeñaban un papel importante. Los hechos ilustran el dramatismo de la nueva situación: en veinte años Alemania ha perdido una cantidad de agua equivalente a unas 2,5 gigatoneladas por año. Los investigadores del Instituto Global para la Seguridad del Agua de la Universidad de Saskatchewan (Canadá) han descubierto que esto la convierte en una de las regiones con mayor pérdida de agua del mundo. Los datos de la investigación muestran un claro indicio de las condiciones de sequía. Además del cambio climático, otra causa parece ser el aumento del bombeo de aguas subterráneas en respuesta a la menor disponibilidad de aguas superficiales. Según la misión GRACE de la NASA/DLR (Experimento de Clima y Recuperación Gravitatoria, misión espacial conjunta entre la NASA y el Centro Aeroespacial Alemán), el patrón de sequía en Alemania es similar al de las sequías del sur de Europa, un área que también se ha vuelto cada vez más seca en las dos últimas décadas. Según la Agencia Federal de Medio Ambiente, el 74 % del agua que circula por las tuberías en Alemania procede de aguas subterráneas. Más de la mitad de los principales acuíferos del mundo, incluidos los que se encuentran bajo suelo alemán, se bombean más rápido de lo que se reponen y, por lo tanto, se están agotando.
Mi vida transcurre entre Colombia y Alemania, más concretamente entre Berlín y Bogotá, lo que también significa que soy consumidora de agua en ambas ciudades. Esto me recuerda mi infancia y por qué siempre he pensado en el agua. Por aquel entonces, La Dorada (Caldas), donde se encontraba nuestra hacienda, desempeñaba el papel principal en mi vida, aunque también viajábamos con regularidad a Alemania, donde el agua que salía del grifo era potable, mientras que en la hacienda el agua procedía del río Doña Juana, afluente del Magdalena. El agua saludable nos llegaba a hombros de un jornalero que volcaba una enorme botella boca abajo en un dispositivo con un pequeño grifo. Después de que mi hermano y yo enfermáramos de paratifoidea, por fin nos tomamos en serio las advertencias de nuestra madre de no beber agua cuando nos bañáramos en el río y de no utilizar agua de la llave para lavarnos los dientes. De ahí una de las primeras preocupaciones que marcaron el fin de mi inocencia: al final de cada viaje, la pausa habitual y la pregunta ansiosa, ¿dónde estoy? Y, ¿podré beber el agua sin enfermar gravemente?
La primera noche que paso en Bogotá en 2024 comienza con la misma desorientación y tras unas pocas horas de sueño me despierto ofuscada. Esta vez me invade una sensación de pánico por haber olvidado llenar de agua cubos, botellas y cualquier otro recipiente que pudiera encontrar. La situación se ha invertido. Ahora no llueve en el trópico. El nivel de los embalses es alarmantemente bajo y el alcalde de Bogotá ha ordenado el racionamiento de agua. La enorme capital, que desde su fundación no ha hecho sino crecer independientemente de si hay suficiente agua o no, ha sido dividida en nueve sectores y, a partir de las ocho de la mañana, mi apartamento no tendrá agua. Son las cuatro de la mañana y todavía tengo tiempo de almacenar suficiente agua para lavarme, cepillarme los dientes, hacer café y fregar los platos. Casi sonámbula, me pongo manos a la obra. Decido que lo más práctico será reunir en la ducha todos los recipientes disponibles y luego llenarlos uno a uno. Miro mi silueta en el espejo y pienso en las niñas de África, condenadas a sacar agua de los pozos y a caminar largas distancias hasta sus casas, porque los hombres africanos jamás asumen semejante faena. Y ahora yo, que una vez fui la hija despreocupada de dos naciones vencedoras en materia de riqueza hídrica, tengo que enfrentarme a los hechos: el agua es un bien amenazado y en grave peligro, aquí en Colombia y allá en Alemania.
De regreso en Alemania visito la exposición Water Pressure, que se exhibe en Hamburgo. «La presión del agua» pone de manifiesto hasta qué punto hemos perdido de vista su valor. Alrededor de la mitad de la población mundial sufre una grave escasez de agua, al menos estacionalmente. Según las previsiones, cada vez más países sufrirán un estrés hídrico extremadamente elevado de aquí a 2050. No cabe duda de que la situación es catastrófica, aunque las numerosas ideas ingeniosas sobre cómo ahorrar el recurso más valioso que tenemos nos llenen de optimismo.
Una pared con fotos en blanco y negro me llama la atención. Lo que a primera vista parecen tomas aéreas de paisajes son en realidad lágrimas secas observadas a través de un microscopio. La artista norteamericana Rose-Lynn Fisher captura lágrimas de dolor, alegría, risa e irritación con extremo detalle. Aunque la naturaleza empírica de las lágrimas es una composición de agua, proteínas, minerales, hormonas y enzimas, la topografía de las lágrimas es un paisaje momentáneo, pasajero como la huella dactilar de alguien en un sueño. El mensaje de los curadores que decidieron incluir una obra de arte en una exposición que informa sobre la problemática y las tecnologías que nos podrían salvar es inequívoco. Por un breve instante me pongo en la piel de mi conserje en Berlín y estoy de acuerdo con él: en cierto modo, los buenos tiempos se han acabado; a partir de ahora cada lágrima cuenta.
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