Nuestro abuelo se llama Juyaa, el lluvia; y la tierra Mma, nuestra abuela. Dicen los viejos que cuando el abuelo visita a la abuela cae la lluvia sobre la tierra y el desierto comienza a reverdecer en un ciclo de vida que transforma a la península y los caminos son diferentes a los de la sequía. Cuando llueve, todo es fiesta entre los wayuu. Los chivos y las vacas engordan; hay carne y leche para todos; las cosechas que requieren poca agua —el maíz, el frijol, la ahuyama, la patilla, el millo o el melón— se vuelven abundantes y cambian por un tiempo la dieta de la sequía.
Pero el abuelo Juyaa ahora aparece poco y cuando lo hace es de manera violenta, trayendo ventarrones e inundaciones que se llevan animales y cultivos hasta que todo es desolación, hambre y sed. Cuando eso pasa los animales son arrastrados por los arroyos para recordarnos que la naturaleza tiene memoria. «Tormenta tropical», «huracán», «cambio climático», los llaman los expertos. Nosotros decimos que el abuelo Juyaa está muy molesto con sus nietos porque dejamos de soñar, dejamos de recordar su nombre, y ya no lo esperamos en los sueños, como era una tradición de los abuelos.
Antes invocábamos al abuelo Juyaa con las Yanama —los trabajos colectivos de reparación de las huertas para preparar el suelo o reforzar las cercas que protegen los cultivos de los animales—; los Kaulayawaa —con los que se imitan los movimientos de reproducción de los animales y las plantas, y se le recordaba al abuelo que seguíamos conectados con la vida—, o la Yonna —en la que hombres y mujeres danzan al ritmo del tambor Kasha sobre la pista de arena ante la algarabía de los asistentes y con el grito desafiante del jotsei, del danzante de turno, que nos recuerda la eterna danza de la vida con la muerte—.
Cuentan también que cuando una persona muy querida por la comunidad, un wayuu de alma grande, muere por causa natural, Juyaa llora desde el cielo al nieto o la nieta y que por eso llovizna o cae un aguacero durante el velorio. Se dice entonces que «el difunto tuvo su lluvia».
Hasta hace algunas décadas había dos periodos de lluvia en el año. La lluvia menor, entre marzo y abril, conocida como Iiwaa, la lluvia suave, refrescante y leve, y la lluvia mayor, fuerte, Juyou, entre octubre y noviembre. La lluvia menor es tierna, fresca y nutritiva como la chicha del maíz; la lluvia mayor es impetuosa, rauda y fuerte como la estirpe de los antiguos guerreros wayuu. Ambas, en periodos normales y predecibles, eran la presencia del abuelo Juyaa que no abandonaba a sus nietos. Curiosamente, el intervalo que corresponde a un lapso de doce lunas (meses), se conoce también como Juyaa, año.
Estas lluvias moldearon la dieta y la gastronomía, y tejieron lazos de organización social, determinando el ciclo de la economía en lo que hoy es La Guajira. El intercambio de productos entre los Apalainshii, los hombres hijos y nietos del mar, y los Arülejülii, los que pastorean en la sabana, fue la forma de establecer lazos de amistad, compadrazgo y familiaridad. Los ciclos de sequía y lluvia también sirvieron para que los dueños de territorios acogieran temporalmente a los amigos y familiares con sus animales y su núcleo familiar en un proceso que se conoce como O’onowaa, «habitar temporalmente».
Cuando llegaba la sequía a sus regiones, las familias buscaban la solidaridad de amigos y de parientes lejanos para que les permitieran desarrollar su actividad económica y social en territorio amigo. A estas familias se les llamaba entonces Wayuu O’onoshii, «habitantes transitorios». Hoy en día, la tradición O’onowaa se ha visto afectada por las sequías prolongadas que azotan a la península y porque las familias temen que los habitantes transitorios no cumplan con su palabra, se queden a la fuerza y no abandonen jamás el territorio.
A mediados del siglo xx, el Gobierno del General Rojas Pinilla encontró en los pozos profundos una alternativa para que las comunidades pudieran tener acceso al agua mediante la instalación de molinos de viento con los que pudieran extraer el agua subterránea. Esta solución complementó la tradición milenaria de excavar artesanalmente la tierra e instalar pozos profundos para extraer manualmente el agua para consumo humano y animal, especialmente en la Alta Guajira. Pero las aguas profundas son cada vez más escasas y al final de la jornada de excavación los rostros desconsolados se devuelven a sus ranchos sin encontrar lo que buscaban en las entrañas de la tierra.
También se dice que el desvío o el caudal escaso del río Ranchería está secando los pozos profundos de la Alta Guajira o que la gigantesca operación de extracción y exportación de carbón de El Cerrejón necesita millones de litros de agua para que el polvo del carbón no llene de nubes negras el cielo sobre la tierra expoliada por décadas en nombre del progreso y el desarrollo que aún no llega a La Guajira. Otros piensan que dejamos de soñar y que al perder el contacto con el dueño de los sueños, Lapüü, este dejó de enviarnos señales de buenos augurios e incluso dejó de contarnos en los sueños dónde se encuentran los pozos profundos más cercanos que tienen el agua que pueda calmar nuestra inmensa sed de vida.
Tanto en la opinión pública como en los diálogos entre los miembros de las comunidades wayuu de la Media y Alta Guajira, se recuerda la palabra «miasii», sed. Las comunidades wayuu padecen de sed. Los burros famélicos que transportan los recipientes para cargar el agua caminan lentamente kilómetros en busca del líquido vital. Pero los wayuu no solo padecen de la sed de agua, también tienen una interminable sed de vida, se niegan a desaparecer con una resistencia silenciosa que se ve en los rostros de ancianos, mujeres y niños. «Nos sentimos como los peces cuando se les está secando el agua», dicen algunos.
Los wayuu quieren que sean respetadas sus tradiciones, sus territorios y su cultura, y que esa cultura sea comprendida, entendida y tenida en cuenta por aquellos que toman decisiones en la política pública y el gobierno, especialmente con el tema del agua.
Recientemente, el Gobierno nacional propuso distintas estrategias para llevar el agua desde el sur hasta la Alta Guajira. Desde fórmulas fallidas como la creación de una empresa de agua potable con sede en Riohacha, hasta la ampliamente conocida idea de bajar el agua del río Ranchería por inmensas tuberías desde la represa El Cercado, en el sur de La Guajira, hasta la última ranchería en la Alta Guajira, ninguna propuesta se ha cumplido, en parte por intereses políticos y económicos y porque no hay una fuerza social que sea exigente con las iniciativas del Gobierno nacional. Por ejemplo, la mayoría de los municipios del norte de La Guajira (Maicao, Uribia y Manaure) consumen el agua que se vende en carrotanques destartalados sin ninguna garantía de que es potable.
Me pregunto si el esfuerzo del proyecto Ranchería II para crear una infraestructura que sirva para trasladar agua potable es sostenible para los gobiernos locales que difícilmente han podido cumplir en los cascos urbanos de sus municipios o si los usuarios, en su inmensa mayoría miembros del pueblo Wayuu, asumirían mediante tarifas de servicios públicos domiciliarios el suministro permanente de agua potable en la Alta Guajira.
¿Estarán dispuestas las comunidades wayuu a utilizar un servicio público con un pago individual por algo tan básico, aunque no haga parte de una cultura basada en la colaboración colectiva? ¿Están preparadas las entidades e instituciones públicas para hacer una labor pedagógica tanto sobre el uso adecuado del agua como por pagar al consumirla? ¿Cuentan las instituciones Alíjuna con un personal que tenga el conocimiento y la sensibilidad para implementar algo tan diferente al modo de pensar del pueblo wayuu?
Son conocidas las experiencias fallidas en el diseño y la implementación de políticas públicas en el departamento de La Guajira y en los municipios con presencia de miembros del pueblo wayuu. Sus gestores no hablan wayuunaiki y sus métodos no conectan con las expectativas, necesidades o perspectivas culturales de los wayuu y demás pueblos originarios que habitan la península. Desde casos tradicionales de intervención en áreas como la salud, la educación y la seguridad, pasando por el ampliamente conocido tema de la desnutrición infantil, todos tienen algo en común: «No entendemos sus palabras», dicen los wayuu.
Es necesario que los gobiernos nacional, regional y local planteen un modelo de desarrollo donde confluyan los saberes ancestrales de las comunidades indígenas y el conocimiento técnico de las administraciones en territorios con amplia presencia de comunidades wayuu, especialmente en los temas relacionados con el agua potable y su consumo para el bienestar humano y animal. Las instituciones gubernamentales en La Guajira tienen una idea del desarrollo que tiene que ver con solucionar necesidades básicas insatisfechas en lo que se refiere a los servicios públicos, la educación, la salud, el hambre o la pobreza, pero sin comprender una región y su cultura, sin dialogar con las comunidades locales.
Hasta hace algunas décadas había dos periodos de lluvia en el año. La lluvia menor, entre marzo y abril, conocida como Iiwaa, la lluvia suave, refrescante y leve, y la lluvia mayor, fuerte, Juyou, entre octubre y noviembre. La lluvia menor es tierna, fresca y nutritiva como la chicha del maíz; la lluvia mayor es impetuosa, rauda y fuerte como la estirpe de los antiguos guerreros wayuu. Ambas, en periodos normales y predecibles, eran la presencia del abuelo Juyaa, que no abandonaba a sus nietos.
Para los wayuu el asunto es más complejo. La idea de bienestar tiene que ver con la necesidad urgente de volver al origen, al Wayuuwaa a’in. Esto no implica abandonar los instrumentos ni los avances de la modernidad, sino darle sentido a la existencia trayendo las voces ancestrales al presente; en volver a soñar, honrar la palabra, reconectarse con la naturaleza de la cual somos parte integral; en recuperar nuestra espiritualidad con lo que nos enseñaron nuestros ancestros: los sueños, la lengua y la forma como nos relacionamos con otros seres vivientes que forman parte de nuestra cultura —los animales, las plantas, los seres inanimados, los espíritus de nuestros sueños—.
Tal vez, de esta manera, podamos algún día cercano, hacer las paces con el abuelo Juyaa, y que él nos vuelva a nutrir con el agua para calmar la sed física y espiritual; para que después de tanta espera nos vuelva a arrullar con el canto alegre de la brisa, con las caricias de las gotas de agua que nos recuerdan que debimos creer en nosotros tal como hicieron nuestros antecesores, que cerraron sus ojos esperando un mejor modo de vida para todos. Entonces repetiremos los versos del poeta al pie de un árbol centenario:
Si llegas a nuestra tierra
con tu vida desnuda
seremos un poco más felices…
y buscaremos agua
para esta sed de vida, interminable.
Esta es mi palabra.
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