Pocos hechos dejaron una marca tan honda en mi generación como el holocausto del Palacio de Justicia. Recuerdo aquellas horas: las súplicas de los rehenes, las llamas devorando el edificio, la columna de humo sobre el cielo de Bogotá, la sensación de que caminábamos hacia un abismo.
El poder civil, paralizado, había enterrado la cabeza como un avestruz, mientras los militares tomaban el mando con mano de hierro. Vimos los tanques irrumpir en el Palacio, a los sobrevivientes salir con las manos en la cabeza, el centenar de muertos calcinados, la inminencia de las torturas, las desapariciones, la desinformación, la mentira y los silencios.
Íbamos hacia el abismo porque ese día se consumó no solo la muerte de la justicia, sino también la claudicación del poder civil. El único idioma que se impuso fue el de las armas. El Palacio en llamas fue el epílogo trágico de un proceso de paz que tuvo más enemigos que ningún otro en la historia reciente. Los años siguientes serían la escuela de la guerra sucia: las alianzas oscuras, los escuadrones de la muerte, el sicariato, el asesinato político, la anomia estatal, el país sin rumbo ni consuelo.
En aquel mismo año había nacido la Unión Patriótica, una promesa frágil de democracia y reconciliación. En pocos meses, ese partido se convirtió en una tercera fuerza política en ascenso: una izquierda legal que surgía del diálogo y que era incompatible con la guerra. Pero su destino quedó sellado entre las ruinas del Palacio. La ruptura de todo límite moral, la militarización de la política y la incapacidad para negociar, abrieron la puerta a su exterminio. La paz había sido derrotada antes de nacer.
A finales de los ochenta la guerra sucia se perfeccionó. Fue el fruto de una alianza cruel entre militares, narcotraficantes y sectores de la política y la economía. El proceso constituyente de 1991 logró detener parcialmente ese desangre, pero nunca cerró la herida. Como dijo Antonio Caballero, la gran Asamblea «no tocó ni la plata ni el plomo». Pagamos caro ese silencio. La historia se repitió. La alianza entre el dinero y las armas mutó en las AUC, mientras las FARC se hundían en su propio delirio militarista y el ELN persistía en su amor inquebrantable por los fusiles.
Luego llegaron el Plan Colombia, la «seguridad democrática» y el espejismo de una victoria en el campo de batalla. El dilema del control territorial fue el eje de gravedad de la seguridad democrática de Uribe. Su mayor logro, sin duda, fue el desmonte de las AUC, que redujo de manera drástica los indicadores de violencia. Pero el reciclaje fue inmediato: nuevos nombres, mismas lógicas. Ni el medio millón de hombres en armas, ni las redes de informantes, ni los batallones en los páramos consolidaron el control. La historia se repitió una década después con el desarme de las FARC. Otra vez la ilusión del control sin legitimidad.
Aunque en los cuarteles se repita que «la paz fue la victoria», conviene recordar que no fue una victoria limpia. Está manchada por los falsos positivos. Más de seis mil asesinatos que todavía nos estremecen no sólo por las vida perdidas, sino por las complicidades, los silencios, la banalidad de los resultados. Tampoco fue limpia la guerra cuando las Fuerzas Armadas actuaron mano a mano con los paramilitares. Una verdad que sigue emergiendo, nítida, en los estrados de la JEP.
Se suele decir que Colombia tiene las Fuerzas Armadas más «civilistas» del continente porque nunca han dado un golpe de Estado. Pero han sido fuerzas profundamente ideologizadas, ajenas a la neutralidad que la democracia exige. En algo, sin embargo, tienen razón muchos militares: esa deriva no ha sido solo suya, sino el resultado de un poder civil que, incapaz de asumir su autoridad, les entregó una autonomía relativa. Un regalo envenenado.
Ahora que la seguridad territorial vuelve al centro del debate, regresa, como si fuera una idea nueva, la propuesta de ampliar la presencia militar. La premisa es simple: más plata, más tropas, más mano dura. Pero ya hemos ensayado esa fórmula.
Vivimos décadas de Estado de Sitio y de un Estatuto de Seguridad que solo multiplicó la violencia. También probamos el error de militarizar la guerra contra las drogas, transformando un problema de raíces sociales en una cruzada bélica contra un enemigo mutante. Seguimos al pie de la letra la cartilla de Estados Unidos cuyo verdadero contenido hoy está al desnudo en manos de Trump.
Desarmadas las AUC y las FARC, nunca se consolidó un control territorial duradero. Ese vacío no nació en la guerra reciente, sino en la propia fundación de la República: en la costumbre de delegar en terceros las funciones esenciales del Estado, como la seguridad y la justicia. Algo que debería ser motivo de gran reflexión en el país, que sigue en la quimera de que los desarmes son equivalentes a la seguridad.
Por fortuna, todo tiempo pasado fue peor. Las Fuerzas Armadas de hoy no son las de ayer. Han atravesado su propio proceso de transformación civilizatoria. En ese camino han sido cruciales el reconocimiento de los derechos humanos y las lecciones de una justicia tardía, pero reparadora. La JEP ha abierto un camino de transición y de verdad, doloroso pero necesario. Más de cincuenta generales han sido llamados a rendir cuentas. En sus palabras están las claves de la no repetición y del cambio ético que el país demanda.
Los episodios recientes en los que campesinos han retenido a contingentes de soldados duelen y ofenden, pero también muestran que ya no se trata de un ejército que dispara sin contemplaciones. Estas asonadas revelan una fractura entre las Fuerzas Armadas y las poblaciones abandonadas por el Estado, comunidades que buscaron en los grupos armados una forma de orden, aunque de carácter autoritario. Allí está, precisamente, el desafío: reconstruir la legitimidad perdida.
La legitimidad es la esencia misma de la seguridad. Y esa legitimidad fue maltratada por décadas de excesos, por la obsesión con los resultados a toda costa, por la ampliación de la noción de «enemigo interno» a quienes simplemente exigían sus derechos, por la infiltración de ideologías partidistas en el corazón de las fuerzas. Mucho ha cambiado, pero no lo suficiente.
Aún persiste una resistencia profunda a mirar el pasado con un lente autocrítico. Las Fuerzas Armadas siguen atrincheradas en narrativas justificatorias, minimizando los abusos y su impacto institucional. El pasado sigue ahí, esperando ser reconocido. Todavía esperamos que alguien, desde los cuarteles, levante la voz y diga: «Sí, ocurrió, pero nunca más ocurrirá». Esa sigue siendo una tarea pendiente, ahora que el país vuelve a hablar de seguridad y que las viejas fórmulas aparecen disfrazadas de novedad. Existe el riesgo de que los cantos de sirena del militarismo se reencauchen.
Quizás los cuarenta años del holocausto del Palacio de Justicia sean el momento para mirar de frente esa verdad, no para repetir el trauma, sino para transformarlo en una memoria ejemplarizante, como diría Tzvetan Todorov. Porque solo en el reconocimiento del pasado comienza, realmente, la posibilidad del «nunca más».
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