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Parcelar la selva

La propuesta de zona de reserva campesina La Guardiana alimenta el anhelo de las comunidades de Calamar en Guaviare. Localizada en inmediaciones del Parque Nacional Sierra de Chiribiquete, su declaratoria podría significar la titulación de miles de hectáreas de tierras históricamente en disputa. ¿A qué retos se enfrenta y qué está en juego en la región?
Juan de la Cruz Hichamón derriba un árbol para sembrar la chagra. El Encanto, río Caraparaná. 1979. Foto de Fernando Urbina Rangel.
Juan de la Cruz Hichamón derriba un árbol para sembrar la chagra. El Encanto, río Caraparaná. 1979. Foto de Fernando Urbina Rangel.

Parcelar la selva

La propuesta de zona de reserva campesina La Guardiana alimenta el anhelo de las comunidades de Calamar en Guaviare. Localizada en inmediaciones del Parque Nacional Sierra de Chiribiquete, su declaratoria podría significar la titulación de miles de hectáreas de tierras históricamente en disputa. ¿A qué retos se enfrenta y qué está en juego en la región?

Perroevereda acelera y en el envión nos tragamos un buen pedazo de trocha. Viajamos en moto, sin casco ni gafas, como se acostumbra en La Primavera, corazón del Guaviare. Son cerca de las once de la noche y ya sumamos más de diez horas recorriendo caminos polvorientos en los que Perroevereda me habla a gritos, con el viento en contra, llenándome la cara de saliva. Algunas veces ni siquiera logro escuchar lo que me dice. Hemos visitado a los líderes de La Primavera, Brisas del Itilla, La Cristalina, Caño Caribe y Aguabonita, todas veredas que persiguen un mismo objetivo: el reconocimiento oficial de sus territorios dentro de la anhelada zona de reserva campesina La Guardiana del Chiribiquete.

Estamos en un enclave enmarcado por los ríos Unilla e Itilla, a cuarenta minutos del casco urbano del municipio de Calamar. La vía es ancha y fue labrada en una superficie que solía ser bosque de sabana hasta los años setenta del siglo pasado, pero que en la actualidad está cubierta de pastizales de las variedades Marandú, Mombasa y Toledo, por entre los que abundan los túmulos de comején y las cabezas de ganado cebú. La zona es considerada área de amortiguación del Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete, una especie de cinturón externo a los límites trazados del parque. Llegué motivado por la posibilidad de ver el bosque de cerca, de caminar entre los árboles y perderme en la espesura. Sin embargo, hasta ahora no encuentro por dónde. A lado y lado de la ruta se adivinan los cadáveres blancos de algunos árboles que aún se mantienen erguidos, muchos de ellos agujereados por los nidos de las aves. A lo lejos se abren relictos de una selva que, durante el día, como un espejismo, domina el horizonte, pero que, en realidad, ya ha sido alinderada en parcelas que abarcan cientos de hectáreas. Hay cercas por donde se mire: la tierra tiene dueño aunque no haya sido legalizada.

¿Cómo se convirtió en potrero todo lo que antes era selva? En 1959, cuando un poco menos del 50 % del territorio colombiano fue declarado zona de reserva forestal por la Ley Segunda, a esta y otras zonas baldías llegaban colonos que lograban hacerse con cientos de hectáreas que reclamaban como suyas mediante el trabajo. Hoy las últimas tierras en disputa se traslapan con el resguardo indígena de La Yuquera y con las más de cuatro millones de hectáreas del parque. Inevitablemente la tierra no es infinita.

He escuchado a Perroevereda decir que, desde mediados de 2016, cuando constituyeron la Asociación de Campesinos y Trabajadores de la región de los ríos Unilla e Itilla (ASCATRUI) —conformada hoy por 278 familias afiliadas, de las que están caracterizadas 178, repartidas en 15 veredas que pertenecen al municipio de Calamar—, su sueño es ver estas tierras convertidas en una zona de reserva campesina. «Esto nos permitiría legalizar los predios y controlar la tala», dice. También ha repetido una y otra vez el mismo mensaje durante el día: «Lo de la zona de reserva va por buen camino», le dijo al atardecer al presidente de la Junta de Acción Comunal de Brisas del Itilla; «solo nos falta redactar el plan de desarrollo estratégico», le soltó a Millo, un colono caqueteño; «necesitamos que acudan a la sede de la asociación para revisar los compromisos», les había dicho a las diez de la mañana a un grupo de setenta campesinos que escuchaban a los representantes de Visión Amazonía y del Ministerio de Ambiente en un estadero de Aguabonita. Allí se hablaba sobre el Ingreso Forestal Amazónico, un programa que ofrece un pago de 2.700.000 pesos cada tres meses durante un periodo de tres años a quienes se comprometan a mantener un acuerdo de conservación. Los presentes se veían interesados, pero no faltó quien se riera entre dientes y criticara el programa, que paga a los que han talado para que no lo sigan haciendo. Algunos que todavía tienen hectáreas de bosque sin tumbar ya han comenzado a talarlo para que les permitan entrar al programa y así cobrar la ayuda. Son las paradojas de la conservación. Por donde estuvimos el mensaje fue el mismo: hay que hacer una reconversión productiva, buscar alternativas, detener la deforestación. Según el Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (IDEAM), el 56 % de la superficie de Colombia estaba cubierta por bosques en 1990; para el 2014, ese porcentaje había bajado al 51 %.

Aunque continúa hoy, la colonización campesina de esta zona vivió al menos tres oleadas a lo largo del siglo XX, marcadas al inicio por la extracción del caucho, luego por la bonanza de la marihuana y la coca y, en tiempos más recientes, por la expansión ganadera. Atraídos por las pieles de tigrillo y por las plumas de garza en el siglo XIX, los colonos ya habían conocido estos territorios en tiempos del Gran Vichada, que apenas en 1994 cedió formalmente parte de su extensión para que la comisaría del Guaviare se hiciera departamento. Desde siempre, a Calamar han llegado hombres solos desde Chocó, Cauca, Antioquia, los Santanderes, Caquetá o Boyacá, y no han sido pocos los indígenas, desplazados también de otras regiones, que han ocupado territorios que en su momento se convirtieron en resguardos. Divino Bernal Acosta, miembro de la familia tucano, llegó a la zona el 14 de marzo de 1973, escapado de Mitú, donde trabajaba el caucho. Llegó primero a Miraflores, al suroriente de Calamar, y ante la noticia de que había gente colonizando en las inmediaciones de los ríos Unilla e Itilla, se abrió paso monte adentro en busca de un terreno para su familia. Al llegar al punto que ahora se denomina La Yuquera, decidieron establecerse y, en 1994, mediante la Resolución 027, el extinto Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA) reconoció el resguardo. Hoy los límites de ese territorio no están claros. De las 7.708 hectáreas iniciales, se espera que haya una reducción a 3.576 porque, debido a las presiones de colonos y ganaderos, la comunidad ha visto cómo la frontera agrícola se expande sin control. Ante la presión de los vecinos, que buscan más tierras para el ganado, es poco lo que los ochenta habitantes del resguardo pueden resistir. «No saben lo que hacen», dice William C., capitán del resguardo y sobrino de Divino Bernal: «Imagínese… sin selva no somos nada. ¿De dónde piensan que sale el agua? Para nosotros la selva es todo. De ella vienen la pesca, la comida, nuestras medicinas tradicionales». Cuando dejamos a William C., Perroevereda me dice que visitaremos al Diablo, un colono cuyas tierras colindan con el parque.

—¿Por qué le dicen el Diablo? —le pregunto, pero no me hace caso.

—Allá están las cachiveras —sonríe mientras prende la moto.

Las actividades campesinas en la zona han estado ligadas desde siempre a la explotación: la quina en tiempos coloniales, el caucho a fines del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, a la par que se cazaba y se sacaban pieles de felinos, nutrias y plumas de garza. Posteriormente hizo bonanza la marihuana, que abrió paso a la coca, al tiempo que la ganadería terminaba por instalarse. Hoy el libreto parece haber cambiado: expresiones inesperadas como «reconversión económica», «ecoturismo» y «alternativas sostenibles» saltan de boca en boca con facilidad.

Parte de un territorio deforestado cerca a Plato, Magdalena, 2019. Foto de Juan Arredondo.
Parte de un territorio deforestado cerca a Plato, Magdalena, 2019. Foto de Juan Arredondo.

Los únicos momentos en los que Perroevereda no sonríe son cuando habla de la zona de reserva campesina y de su lucha. Usa un sombrero de ala corta y conduce una moto vieja y desajustada que parece andar de milagro. Nació en algún lugar de Boyacá y fue criado en Casanare, de donde una de las tantas violencias colombianas lo obligó a internarse en Venezuela, por la parte del Arauca, en 2004. Al cabo de cinco años tuvo que regresar, otra vez a causa de brotes de violencia al otro lado de la frontera y, a cargo de cuatro hijos y sin una mujer a su lado, vino a dar al Guaviare en bicicleta. «Yo andaba con dos niños sentados atrás en la parrilla, uno acomodado en la barra y el menor colgándome del cuello», dice ante el esqueleto de la bicicleta panadera que se pudre junto a un árbol de mango en la finca de Cucho, su amigo y cómplice en la lucha por fundar una asociación y buscar que las tierras en las que viven sean reconocidas como zona de reserva campesina. Más tarde contará que aprendió a leer a los cinco años y que se inició en la computación escribiendo los estatutos de la asociación. Ha sido domador de bestias, agricultor y defensor de los derechos de los campesinos y, más recientemente, ha aprendido a tomar coordenadas y leer mapas en su celular. Incansable, Perroevereda saluda, ríe, chancea, convoca, explica una y otra vez:  «el sábado hay reunión para trazar el plan de desarrollo», «la cosa va por buen camino», «la zona de reserva campesina es una realidad».

La figura de ordenamiento territorial de zonas de reserva campesina fue creada en 1994 por la Ley 160, pero se sustenta en años de lucha del movimiento campesino. Según Ana Jimena Bautista, inspectora de tierras de la Agencia Nacional de Tierras, el plan de desarrollo que deben presentar los campesinos que desean constituir una zona de reserva se construye de abajo hacia arriba, pues lo redactan las comunidades, y luego es discutido con las instituciones del Estado.

Durante nuestro recorrido, todos los líderes con quienes nos encontramos parecen comprometidos con la causa. Lo mismo en La Cristalina que en Aguabonita, se preocupan por el porvenir y por algunos temas comunes. Los hombres, porque la inmensa mayoría son hombres, asienten sin decir mucho. «Mucho macho solo», dice Perroevereda cuando le pregunto por las mujeres. En una región donde ha imperado la fuerza de los hombres para someter a la naturaleza, la división del trabajo sigue siendo la tradicional: ellos se entienden con el monte, el ganado y los linderos, mientras que las mujeres, cuando están, ofrecen solaz, comida y cuidado. Algunos de los líderes han señalado que no irán el sábado, pues sus terrenos ocupan un rincón de Calamar que está más cercano al municipio de El Retorno, de donde se sienten parte. «Por aquí vino un funcionario de la Agencia Nacional de Tierras la otra vez y les dejó muy claro: si pueden, cojan su pedazo de tierra, pónganlo al otro lado del caño y váyanse para El Retorno. De que son de Calamar, son de Calamar», nos explica Millo, a cuyas tierras llegamos luego de buscar infructuosamente al Diablo en las profundidades de La Cristalina Alta, donde está la cachivera desde la que se divisa el parque.

En esta época el raudal parece manso, las piedras brillan al sol y la tentación de caminar sobre ellas y cruzar al otro lado, a la tierra libre de cercados, quema. Alguien me ha dicho que dentro del parque ya hay colonos que tumban y arrasan monte. La sola idea espanta. También corre la voz de que unidades del frente primero de las FARC-EP que se negó a desmovilizarse, hacen presencia en la zona. Se ve algo de basura entre el raudal: una botella de plástico encallada, ropa interior que alguien abandonó después del baño, envolturas de galletas y papas fritas. De regreso nos asomamos a ver si ya apareció el Diablo, pero es escurridizo y su rancho se ve desierto, apenas un chinchorro vacío meciéndose solo, sin perros a la vista, rodeado de pollos bastos que picotean la tierra roja y reseca. Aparte de la finca El Tigre, donde hay un sitio arqueológico que exhibe vasijas rotas y objetos de cerámica entre los que se reconocen un gurre, una rana y una tortuga, la cachivera del Diablo es el único otro lugar de la zona que tiene algo que evoque la idea de una atracción turística: el accidente geográfico hecho de granito a medio sumergir entre el agua que lo surca, algunas cabañas rústicas entre el sotobosque y un estadero desolado en el que durante la temporada de diciembre y enero sirven pescado y carne asada. «A los dueños de esto les dio por hacer una cabañita y un estadero del otro lado. La gente pasaba y hacía su asado allá, pero las autoridades del parque los mandaron a recoger», me cuenta Perroevereda.

El silencio reina en la finca de Millo. Una moto Kawasaki 125 descansa a la sombra de un pomelo y de la cocina del rancho escapa un hilito de humo. Cuando nos descubre, Millo sonríe y levanta los brazos. «Estaba por irme a templar el alambre de una cerca, pero me cogió el mediodía y me vine a prepararles una sopa a los perros», dice, mientras nos muestra un racimo de chontaduro recién recogido.

El chontaduro, traído desde otra selva, se ha convertido en una alternativa al asaí, la palma nativa que resulta difícil cosechar porque su tallo es alto y muy fino. Veo que hasta aquí también ha llegado la World Wild Fund for Nature (WWF) para hacer una caracterización de las hectáreas de conservación. Una tela impresa colgada en una de las paredes exhibe los hallazgos de las cámaras trampa que WWF instaló en los terrenos: aparecen de perfil una guagua, un cerdo labioblanco, un guatín, una danta, una chucha de agua, un venado, un puerco espín, un cerdo de collar y un puma concolor. En total, diez especies de mamíferos registradas en un área de más de 150 hectáreas de bosque en inmediaciones del Parque Serranía de Chiribiquete.

Millo es procaz y risueño. Su voz de tarro retumba en las paredes de tabla de su casa pintada de azul cielo. Junto a él, echada en el suelo, una gata pinta amamanta a siete cachorros. Descamisado, el hombre nos sirve guarapo y suelta la lengua:

—¿Cómo hacemos pa impulsar el turismo por aquí? —pregunta sin esperar respuesta—. Porque esa vaina de la coca ya se acabó, y el ganado toca recogerlo, ya no se puede andar acostando monte pa meter más vacas… hay que entrarle al turismo ecológico, organizar unos senderos, que vengan los gringos a cogerle gusto a esto.

—Necesitamos una reconversión económica —lo interrumpe Perroevereda—, poco a poco toca desmontar la economía ganadera y apostarle a otras cosas, se puede sembrar cacao y copoazú.

Tumba de selva para la siembra de la chagra. La Chorrera, 1991. Foto de Fernando Urbina Rangel.
Tumba de selva para la siembra de la chagra. La Chorrera, 1991. Foto de Fernando Urbina Rangel.

Las actividades campesinas en la zona han estado ligadas desde siempre a la explotación: la quina en tiempos coloniales, el caucho a fines del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, a la par que se cazaba y se sacaban pieles de felinos, nutrias y plumas de garza. Posteriormente hizo bonanza la marihuana, que abrió paso a la coca, al tiempo que la ganadería terminaba por instalarse. Hoy el libreto parece haber cambiado: expresiones inesperadas como «reconversión económica», «ecoturismo» y «alternativas sostenibles» saltan de boca en boca con facilidad. Perroevereda lo explica a su manera: «Cuando un colono llega a una región de estas piensa es con el bolsillo. Aquí se hace plata con el ganado y para meter reses se necesita espacio. La selva siempre ha sido un impedimento». Millo lo increpa:

—¡Y coca!

—Claro, pero hay otras maneras de hacer plata y eso es lo que queremos intentar.

Perroevereda describe su finca: cuatro hectáreas de las que tiene dos abiertas y dos enmontadas en las que le gustaría emprender un proyecto turístico. Se duele de que no haya bañadero pero enumera la fauna que anda por ahí: «Lapas, tapires, cajuches, chaquetos, cualquier cantidad de armadillos… Sueño con montar una cabaña y que venga la gente a relajarse, a mirar los árboles, a descubrir los animales».

El suelo amazónico, ya se sabe, es poco productivo. Esto se debe a que es la hojarasca que cae de los árboles la que alimenta a la ingente variedad de hongos, lombrices y hormigas que enriquecen el sustrato. Sin árboles, el territorio luce desértico, pastizales secos alimentados por el sol. Cuando Perroevereda le dice a Millo que acuda al día siguiente a la jornada para delinear el plan estratégico de la zona de reserva campesina, el hombre se excusa porque ha quedado en ir a capar unas bestias a una finca vecina. Después saldrá para el Caquetá, invitado por el Instituto Amazónico de Investigaciones Científicas Sinchi a unas capacitaciones sobre el cultivo de copoazú.

Al día siguiente, los representantes de una porción de las veredas que integran Ascatrui escuchan a Catalina Oviedo, bióloga y especialista en derecho ambiental que trabaja para el Ministerio de Agricultura. La mayoría son hombres, colonos y campesinos de manos ásperas y voz resuelta. Cuando Oviedo pregunta por qué hay tan pocas mujeres, no dudan en afirmar que a ellas no les gusta venir a estas reuniones. «¿No puede haber nuevos liderazgos?», les pregunta. Alguno se atreve a defender la idea de que estos temas aburren a las mujeres. Catalina los mira en silencio: los conoce desde hace varios años y ha seguido de cerca sus avances. Cuando le pregunto qué motivación encuentra en este lugar, responde: «Me gusta la manera que tienen de organizarse y de llegar a acuerdos para cuidar el territorio, mientras nosotros en las ciudades seguimos disfrutando de unas comodidades sin admitir que la situación es responsabilidad de todos». Luego añade: «Estas personas son la primera línea entre nosotros y la selva. Cuando se desplegó la operación Artemisa en 2019 (que buscó detener la deforestación de 200.000 hectáreas de bosque enviando 23.000 soldados a diversos territorios, incluido el Guaviare), llegaron a quemar las casas de algunos campesinos, pero nunca buscaron a los grandes dueños de tierra en la región».

Las palabras de Oviedo resuenan: «No puede ser que castiguemos a quienes se han ido más lejos y han asumido los mayores riesgos. Además, es un asunto cultural… ¿cómo hacemos para cambiar un sistema productivo extractivista por otro que protege el bosque pero que solo exige más trabajo? Parece imposible, pero ahora ellos comienzan a ver la posibilidad de vivir de la selva». Alhena Caicedo, directora del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), señala que la sociedad ya ha estigmatizado suficiente a los campesinos: «Se trata de comunidades que históricamente han abierto frontera agrícola y que han entablado dinámicas de subsistencia con la naturaleza. Es necesario contarlos para que cuenten. Es necesario conocer sus vidas». Esa, precisamente, es una de las apuestas del ICANH, que adelanta mesas de expertos en torno al tema desde 2018.

La noche anterior, mientras nos acercábamos velozmente al casco urbano de Calamar, Perroevereda ya me lo había dicho: «¿Usted cree que un ganadero va a querer cambiar su negocio para recoger pepitas de asaí o de chontaduro? A mí siempre me preguntan si de verdad creo que vamos a lograr algo con esto de la zona de reserva campesina. Lo único que puedo decir es que lo estamos intentando. Uno no es perfecto, pero se puede permanecer en la línea sin variar, se puede ser uno mismo».

El subsuelo de lo que antes era selva es franco arcilloso, ácido y estéril, como buena parte de los suelos de Colombia, y por eso los caminos sin pavimentar que recorremos son ocres. La vía está reseca por los rigores del verano y la polvareda nos envuelve, nos llena la garganta y las pestañas, nos impide ver los baches que Perroevereda no se molesta en esquivar, arriesgándose a que volemos por los aires. La farola de la moto no ilumina más allá de tres metros, el tacómetro no funciona y es imposible saber exactamente a qué velocidad viajamos, ¿70, 80, 90 kilómetros por hora? De la nada, un ave oscura vuela desde el suelo hacia nuestras cabezas y solo de milagro logramos esquivarla, por lo que la moto se zarandea de lado a lado.

—¡Un guardacaminos! —grita Perroevereda sobre el ruido del motor antes de que le pregunte lo que era—. ¡A veces se enredan en la llanta y se revientan! ¡Lo dejan a uno sucio de mierda y botan los ojitos sobre la vía!

Es una nueva víctima colateral de toda la situación. El bosque, ajeno al tiempo, continúa trabajando.

—¡El campesino no vive de la selva! —grita Perroevereda dando un nuevo timonazo, que nos sacude peligrosamente a causa de un hueco—. ¡Eso es lo que pensaban los de antes: la meta era tumbarlo todo y llenarlo de vacas!

—¡¿Tumbarlo todo…?! ¡¿Con motosierra?! —le grito sobre el hombro, en plena oreja.

—¡Qué va! ¡Con candela! —dice y unas gotas de su saliva me caen otra vez sobre la cara.

La práctica de quemar bosque para despejar o abrir tierra disponible para la agricultura no es nueva. El chileno Vicente Pérez Rosales, colonizador de la provincia de Valdivia, relata que pagó dinero a Pichi-Juan, un indígena de la región, para que incendiara el bosque virgen de Chan Chan y así darle paso a la oleada migratoria de alemanes que amenazaba con rebelarse a mediados del siglo XIX en Chile. En sus Recuerdos del pasado (1886), escribió:

Esa espantable hoguera, cuyos fuegos no pudieron contener ni la verdura de los árboles ni sus siempre sombrías y empapadas bases ni las lluvias torrentosas y casi diarias que caían sobre ella, había prolongado durante tres meses su desbastadora tarea, y el humo que despedía, empujado por los vientos del sur, era la causa del sol empañado, al cual, durante la mayor parte de ese tiempo, se pudo mirar en Valdivia con la vista desnuda.

Hoy día no se puede quemar y ya. Los acuerdos de paz de 2016 abrieron la puerta a la ayuda internacional que busca cuidar la selva y a los satélites al servicio de IDEAM y de Fortland que han cambiado las reglas del juego. El intenso calor producido por las quemas es percibido en tiempo real desde el cielo y señalado con coordenadas precisas, así que se han desarrollado nuevos métodos para ampliar la frontera agrícola. Se habla de que en dos horas un dron puede esparcir suficiente veneno para acabar con diez hectáreas de bosque, que después de algunos días serán recorridas por otro que esparce semillas de pasto. Se trata de una operación eficiente que burla la vigilancia satelital en territorios mapeados, aunque la superficie de tierra baldía sea cada vez menor.

Mientras avanzamos veo resplandecer una inmensa hoguera en medio de la noche. Perroevereda dice algo que no entiendo. El olor a fogata va y viene según los caprichos del viento. Al poco tiempo, tras una larga curva, un nuevo resplandor se eleva hacia el cielo, más ancho y alto que el anterior.

—¡Me dijo que ya no quemaban monte! —me atrevo a gritar.

—¡Claro! ¡Lo que ve ahí es apenas rastrojo! ¡Seguro alguien irá a sembrar!

 

Nota: Algunos nombres de esta crónica han sido omitidos por seguridad de las fuentes.

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