Florentino Ariza era un penitente de serenatas con violín de las que no desistía ni siquiera en medio de los aguaceros babilónicos del Caribe, y fue capaz de atragantarse de flores mientras lloraba de despecho por los amores contrariados. Alguna vez, en los delirios por Fermina Daza, se le ocurrió que podía rescatar los tesoros del galeón San José, hundido la tarde del 8 de junio de 1708 por los ingleses en las islas del Rosario —cerca de Cartagena de Indias—, para regalárselo, perla a perla, a su amada. Para tal empresa, pese a que al principio no le reveló los detalles de su propósito, se valió de Euclides, un niño de la isla de Barú, miembro aventajado de la pandilla que a diario nadaban como sábalos y tiburones y buscaban con pericia las monedas que lanzaban los turistas desde los transatlánticos.
Euclides, quien apenas si llegaba a los doce años, con el entusiasmo parlanchín que ponía a la narración de sus hazañas de lobo marino precoz, dijo poseer todas las habilidades que demandaban los sueños románticos de Florentino Ariza. Euclides podía descender a veinte metros de profundidad a puro pulmón, sabía timonear un cayuco mar adentro en medio de una tormenta, sabía navegar de noche orientándose por las estrellas y podía espantar a los tiburones con artificios mágicos.
Aunque al final la aventura no terminó como se esperaba, no es un detalle menor que Gabriel García Márquez depositara en uno de los personajes infantiles de la novela El amor en los tiempos del cólera tamaña responsabilidad y lo convirtiera en el protagonista de aquella búsqueda que tenía cierto toque de romanticismo filibustero. Gabriel García Márquez siempre creyó en el criterio de los niños y las niñas, y son reconocidas sus referencias a la primera infancia, al punto que alguna vez confesó que lo más importante de su vida había ocurrido desde su nacimiento hasta los ocho años, cuando fue sacado de la casa en Aracataca y llevado a vivir al otro lado del río grande de la Magdalena, a las tierras donde nació su padre.
Exageraba, sin duda. Pero detrás de aquella fijación por la hipérbole que fue una característica de su escritura se esconde una verdad incontestable: más que experiencias de vida —que por supuesto iría acumulando con el tiempo en otros escenarios, y acudiría a ellas a la hora de expresarse desde la literatura—, lo que él quería destacar era que desde esa manera de percibir al mundo, de entenderlo desde la orilla de niño aparentemente retraído al que se le podía ir el día observando la diligente experiencia de las hormigas alrededor de su refugio, había construido y desarrollado los referentes éticos y estéticos de su posterior escritura. En las lógicas mentales y sensoriales que posee un niño en esa etapa de la vida, aquellas experiencias representaban una amplia dimensión en tiempo. Durante esos momentos, Gabo —bajo el cuidado y la guía vital del abuelo veterano de la guerra civil colombiana que cerró el siglo xix y dio la bienvenida al nuevo— cuajó inconscientemente el espíritu de su narrativa. En resumen, los criterios literarios que desarrolló de adulto fueron construidos con los ojos y los oídos de aquel niño sensible a las minucias de los días, tal como lo expresó en sus memorias:
No lo sabía hasta entonces, o lo había olvidado, pero en el cuarto siguiente encontramos la cuna donde dormí hasta los cuatro años, y que mi abuela conservó para siempre. La había olvidado, pero tan pronto como la vi me acordé de mí mismo llorando a gritos con el mameluco de florecitas azules que acababa de estrenar, para que alguien acudiera a quitarme los pañales embarrados de caca. Apenas si podía mantenerme en pie agarrado a los barrotes de la cuna, tan pequeña y frágil como la canastilla de Moisés. Esto ha sido motivo frecuente de discusión y burlas de parientes y amigos, a quienes mi angustia de aquel día les parece demasiado racional para una edad tan temprana. Y más aún cuando he insistido en que el motivo de mi ansiedad no era el asco de mis propias miserias, sino el temor de que se me ensuciara el mameluco nuevo. Es decir, que no se trataba de un prejuicio de higiene sino de una contrariedad estética, y por la forma como perdura en mi memoria creo que fue mi primera vivencia de escritor.
«Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le pregunta: ¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como yo?». Todos hemos sentido el latigazo de ternura con este microrrelato de García Márquez y la lógica, no adulta sino infantil, desde la que fue concebido. El niño es él. No hay que hacer mucho esfuerzo para imaginárselo. Lo hemos visto y escuchado en algunas entrevistas hablando sobre la infinita soledad de los niños y de su capacidad para entender y saber con exactitud qué están pensando sus nietos cuando los ve absortos en su soledad, escondidos en algún rincón de la casa. Porque al final la imagen que le devuelven es la de él, refugiado en el cuarto miedoso del altar con los santos del tamaño natural donde dormía la tía Francisca Simodosea.
A veces me pregunto si en esta suerte de valoración de la capacidad de Gabriel García Márquez para entender y mostrar a los niños no habría que empezar a especular sobre el hecho de que Remedios, la bella, en medio de su aparente despiste termina siendo la voz más sensata y lúcida de Macondo solo por un detalle: conservó intacta la pureza de la niñez y fue totalmente refractaria a los prejuicios de los adultos. Tiene los juicios más certeros, es la única que logra ganarse el respeto de Aureliano Buendía y la que sostiene las conversaciones más maduras con el coronel para los tiempos en que este andaba incrédulo y cubierto con una frazada de faena abstraído en la fabricación de pescaditos de oro. Y, nada menos, fue capaz de ascender a los cielos sin ninguna angustia, con la misma inocencia clara y una sonrisa para dejarle este mundo a los mortales con sus vidas mortificadas por los afanes adultos de los trabajos y los días.
Está claro que la preocupación por los niños va más allá de la ficción. Una de las referencias más perturbadoras —en sentido doble: lo perturbaba a él de niño y luego perturbaría al lector— se encuentra precisamente en sus memorias: ocurrió que en los tiempos de la hojarasca que generó el banano en Aracataca, un hombre estimado del pueblo entró a una cantina un sábado a solicitar un vaso de agua para un niño que llevaba de la mano. Un forastero alicorado que estaba allí «quiso obligar al niño a beberse un trago de ron en vez de agua». El padre trató de impedirlo y, en el nerviosismo de la situación, el infante derribó el trago de un manotazo y de inmediato el forastero lo mató de un tiro. Aquella tragedia llevó a niveles de venganza cruel el fastidio contra los forasteros, especialmente con las personas del interior del país, y la gente del pueblo comenzó «una degollina legendaria con un rastro tan incierto en la memoria popular que no hay evidencia cierta de si en realidad sucedió».
Ya sabemos que más que la verdad a Gabo le interesaba no traicionar la gracia para contar las cosas. La credibilidad o la verosimilitud estaba en la eficiencia con la que se narraba, y esa apuesta se sustentaba en las formas cultivadas desde la niñez. Por eso abogó cada vez que pudo por una educación que no intentara cercenar las vocaciones de los niños y las niñas con métodos educativos que fueran una camisa de fuerza para seguir reproduciendo la educación tradicional y que no contribuían con el cultivo del arte y las letras. Nuestro nobel —hay que decirlo otra vez— fue militante por la defensa del universo infantil y por la preservación de las formas y certezas para el cultivo de su vocación. Porque esa vocación de fabulador exquisito que le dio tanto prestigio no venía sino de aferrarse a las maneras de mirar la vida con mirada y pensamiento de infante. Fue consciente de que había que defender la vocación de escritor —incluso de maestros y padres si era necesario—, para aferrarse a ella como un juguete favorito que se lleva escondido en el corazón.
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