En 1972, la intelectual estadounidense Susan Sontag escribió El doble estándar del envejecimiento, un magnífico ensayo en el que explora lo que significa envejecer para una mujer. En él, la autora menciona cómo, llegadas a una «cierta edad», las mujeres evitan revelar sus años, de hecho, es considerado de mala educación preguntarles la edad a las mujeres mayores, como si envejecer físicamente fuera lo más denigrante que nos pudiera suceder: «Después de la infancia, el año de nacimiento de una mujer se convierte en su secreto, su propiedad privada. Es una especie de secreto vergonzoso. Responder con sinceridad siempre es indiscreto», afirma Sontag.
Si bien todas las personas envejecemos, no a todas nos afecta de la misma forma, pues envejecer es menos doloroso para un hombre, «ya que, además de la propaganda a favor de la juventud que pone a hombres y mujeres a la defensiva a medida que envejecen, existe un doble estándar del envejecimiento que condena a las mujeres con especial severidad. La sociedad es mucho más permisiva con el envejecimiento de los hombres, así como es más tolerante con las infidelidades sexuales de los maridos. A diferencia de las mujeres, a los hombres se les “permite” envejecer sin penalización alguna».
Hasta el final de nuestras vidas, las mujeres nos sentiremos socialmente presionadas a aparentar ser más jóvenes de lo que realmente somos. Ese vivir constantemente a destiempo es algo que, hace unos días, recordaba la actriz italiana Isabella Rossellini en su cuenta de Instagram. Cuando era joven, le decían que no era lo suficientemente joven para los trabajos de actuación y modelaje que quería hacer, y ahora que ya no es joven, le dicen que no es lo suficientemente vieja, y siempre la maquillan en los rodajes para hacerla ver mayor.
Es una clara muestra del culto que las sociedades capitalistas le rinden a la «eterna juventud» y de los sentimientos de ansiedad e insatisfacción que promueven en torno al proceso natural del envejecimiento. Esta reevaluación del ciclo de la vida es alimentada y se alimenta de un deseo de consumo constante. Y es que el canon de belleza estadounidense que se instaló en el siglo XX se caracterizó por su condición descartable, afirma la escritora venezolana Esther Pineda, quien acuñó el término de violencia estética para definir el «conjunto de narrativas, representaciones, prácticas e instituciones que ejercen una presión perjudicial y formas de discriminación sobre las mujeres para obligarlas a responder al canon de belleza imperante, así como el impacto que este tiene en sus vidas».
Este tipo de violencia, de la que poco hablamos, se fundamenta, según Pineda, en cuatro premisas: el sexismo, el racismo, la gerontofobia y la gordofobia. Es sexista precisamente por ese doble estándar del envejecimiento que explora Sontag en su ensayo: envejecer es menos doloroso para un hombre, y ser físicamente atractiva cuenta mucho más en la vida de una mujer; racista porque los cánones de belleza a lo largo de la historia se han fundamentado en la blanquitud; gordofóbica por el culto a la delgadez extrema, y gerontofóbica por el miedo a envejecer.
A pesar de haber sido escrito hace más de cincuenta años, las premisas del ensayo de Sontag no han cambiado ni un ápice, todo lo contrario, sus argumentos, así como las formulaciones de Pineda nos permiten entender mejor la presión a la que constantemente estamos expuestas las mujeres, lo cual se puede observar en algunas de las tendencias actuales.
El culto a la delgadez extrema o moda skinny después de varios años de «positividad corporal», todo a través de la glorificación del Ozempic y otros medicamentos que están siendo usados para perder peso rápido y lograr esa estética heroin chic que causó furor en los años 2000, estética asociada a modelos extremadamente delgadas.
El uso de maquillaje en niñas cada vez más jóvenes que, en absurdas rutinas de skincare en las redes sociales, promueven el uso excesivo de cremas antiedad. Además de los daños que le causan a la piel, asistimos a un proceso de «adultización precoz de la infancia», en el cual las niñas se ven expuestas a preocupaciones del mundo adulto, como la preocupación por su apariencia física.
Todo esto sin hablar del aumento exponencial de las cirugías plásticas a nivel global. Solo hace unas semanas, en México, Paloma Nicole Arellano, una niña de catorce años, murió por complicaciones tras una cirugía de aumento de pecho. No existen cifras oficiales sobre el número de muertes relacionadas con procedimientos estéticos en América Latina, pero sí ha habido un aumento significativo de estas intervenciones, sobre todo en Brasil, México, Argentina y Colombia.
Un reciente documental de la BBC describe el boom de las cirugías plásticas en China —donde la industria ha crecido un quinientos por ciento—, a través de la trayectoria de Abby Wu, una influenciadora china en temas de belleza, quien, a sus 35 años, se ha realizado más de cien procedimientos estéticos en los que ha invertido más de medio millón de dólares. Actualmente es socia de una clínica de belleza en Beijing, y en sus redes sociales promueve y normaliza las cirugías estéticas: “Creo que nunca detendré mi camino para ser más bella”, afirma en el documental.
Sin embargo, frente a esta presión incesante por ser cada vez más bellas, las mujeres tenemos otra opción, nos dice Sontag al final de su ensayo: las mujeres podemos aspirar a ser sabias o a ser fuertes, no simplemente lindas y encantadoras. En el fondo, se trata de permitir que nuestros rostros reflejen las marcas de las vidas que hemos vivido.
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