ETAPA 3 | Televisión

Horizontes íntimo

Una disección de Horizontes (1913), de Francisco Antonio Cano, icónica pintura que estructura distintos mitos del imaginario antioqueño y que, por ser ícono, también cae en el parroquialismo que modela una identidad, uniforme, fácil y dócil. Este ensayo tumba al ídolo y deja que la obra, como todas las obras maduras, se pare sola.
«Horizontes 2018». Todas las ilustraciones son de Lucas Restrepo.
«Horizontes 2018». Todas las ilustraciones son de Lucas Restrepo.

Horizontes íntimo

Una disección de Horizontes (1913), de Francisco Antonio Cano, icónica pintura que estructura distintos mitos del imaginario antioqueño y que, por ser ícono, también cae en el parroquialismo que modela una identidad, uniforme, fácil y dócil. Este ensayo tumba al ídolo y deja que la obra, como todas las obras maduras, se pare sola.

«O gran sol, tú no sabes nada de esto.
Alegría que no puede contemplarse en el azul sereno, inalcanzable»

 —Fernando Pessoa

 

I

Preludio. — La pintura Horizontes (1913) tiene dos vidas paralelas: una icónica y otra artística; yo crecí bostezando bajo la sombra de la concepción icónica de la pintura de Francisco Antonio Cano, donde las mentes mas vulgares han encontrado el símbolo de «la pujanza de la raza antioqueña» y «una familia antioqueña recién formada por amor bendito». Fidel Cano opinó en 1914 que esta pintura «debería estar en todos los hogares de Antioquia», sin imaginar que las representaciones del Niño Dios, la Santísima Virgen y las efigies ecuestres de Álvaro Uribe no dejarían suficiente espacio en las paredes del futuro. Inútil disputar la aparición oportuna de Horizontes cuando los procesos industriales lograron manufacturar una conciencia plural y diseminar una especie de carnet cultural con que los feligreses de cualquier iglesia de pueblo y los presos de cualquier cárcel municipal pudieran por fin reconocerse mutuamente con satisfacción postprandial. Hay que admitir que Horizontes asiste puntualmente donde los símbolos son propicios para modelar una identidad uniforme, fácil, dócil. Y es precisamente este atributo extra-artístico lo que ha condenado a Horizontes a ser valorada por la divisa mas barata: el parroquialismo de los íconos. Los íconos son imágenes infantiles, pintadas por niños, para niños, advierte el Miguel Ángel esculpido por Mathias Énard. De aquí que primero que todo debemos tumbar el ídolo y dejar que Horizontes se pare sola, sin ayuda, para ponderar sus facetas artísticas, más allá del póster y la camiseta. Aquí bosquejo perspectivas de una obra madura, pintada por un adulto, para adultos. 

II

Perspectiva recta en un mundo torcido. — Cualquiera puede comprobar, tras cotejar observaciones desde varios puntos geográficos, fríamente, carente de empatía, que «todos tienen un horizonte» (frase del viváz astrofísico Neil deGrasse Tyson). El horizonte es el alcance de la visión; no es el marco de nuestro retrato, ni un lugar exacto en el mundo — el horizonte sólo existe en la individualidad subjetiva de nuestra mirada. La magnitud de la tierra es reducible a nuestra humilde perspectiva, y es así acertado decir que somos la medida del mundo. Cada observador es separado del límite de su vista por el radio de un círculo, cuya área crece con su altura; éste es el abrazo maternal y equidistante del mundo, la frontera marcada por la venerable serpiente Jörmungandr, que rodea el orbe para morder su propia cola. La intuición sugiere que la distancia al horizonte es una línea tangente a la circunferencia de la tierra, y que esta intersección forma un ángulo recto con el radio del planeta: si el ángulo fuera menor de 90°, estaríamos como sepultados en la tierra y el horizonte sería imposible; si el ángulo fuera mayor de 90°, no podríamos posar los pies en la tierra ni dirigir la mirada a un lugar distinto al suelouna visión para siempre ajena al cielo. Mediante el teorema de Pitágoras, uno puede calcular la distancia al horizonte (d), imaginando un triángulo con ángulo recto cuyos lados son: r, el radio de la tierra; h, una línea trazada desde la altura de la mirada del observador hasta el centro de la tierra (h+r); y d, una línea tangente trazada desde el límite de la mirada del observador hasta el lugar donde esta es cortada por el radio terráqueo. Puesto que d2 = (r+h)2 + r2, entonces d = √[(r+h)2 – r2]. Es decir, precisamente en el análisis geométrico los horizontes revelan su naturaleza subjetiva; a medida que la estatura del observador aumenta, el horizonte se dilata. De aquí el acertado plural del nombre de la pintura, Horizontes (hay más de uno). 

III

Aura de lo remoto. — «Solo a través del arte podemos emerger de nosotros mismos, saber lo que otra persona observa en un universo que no es el nuestro y cuyos paisajes, sin arte, serían tan desconocidos para nosotros como aquellos que puedan existir en la luna». En estas líneas de El Tiempo Recobrado, Proust describe una experiencia psicológica donde el espectador de una obra de arte accede a recibir la agudeza de los sentidos del artista, saliendo de sí mismo o renunciando a sí mismo. Recibimos, plenamente conscientes, la visión, audición, gusto, olfato, sensaciones táctiles, propioceptivas, viscerales y patológicas del artista. Una modificación puede ser propuesta para no confundir la apreciación del arte con un acto de posesión demoníaca: la apreciación artística consiste en «emerger en uno mismo». La obra de arte, por más inmersiva, requiere distancia. Walter Benjamin lo llamaría el aura de la obra de arte, aquélla manifestación única de lo remoto, sin importar su cercanía. De igual manera, al pensar en el horizonte asumimos ineludiblemente una distancia; hablamos de algo que está en la lejanía. El arte distorsiona esta separación al hacernos crecer, alargar la mirada, emerger. El arte amplía nuestro horizonte. 

Tal perspectiva puede ser una ocurrencia totalmente desconocida, dependiendo de nuestra experiencia sensorial. Somos condicionados neuro-psicológicamente por nuestro ambiente y la totalidad de nuestras experiencias; la percepción del tamaño y distancia dependen del moldeamiento de nuestros sentidos por el entorno en que hemos vivido. Ésta es, por lo menos, la conclusión del antropólogo Colin Macmillan Turnbull, después de describir sus observaciones sobre Kenge, un pigmeo BaMbuti de 22 años procedente de la selva de Ituri, en el Congo (American Journal of Psychology Vol. 74, No.2; 1961). Un día, al caminar hasta la cima de una loma deforestada por misioneros, Kenge y Turnbull encontraron un paisaje insólito: la vista de las montañas Ruwenzori allende al bosque. Doblegada por la altura y la voracidad de las hachas, la atareada arquitectura vegetal ya no podía ocultar el horizonte. Kenge, que jamás había contemplado algo así, le preguntó a Turnbull qué eran esas cosas, apuntando a las montañas; ¿son nubes, acaso? Turnbull, buscando palabras precisas, respondió que eran cerros mas grandes que los que existen en el bosque, invitándolo a visitarlos. Kenge accedió a la invitación. Fue entonces conducido en automóvil bajo una tormenta que mantuvo la visibilidad limitada a nueve metros, hasta que llegaron al pie de la cordillera; al cesar la lluvia, «las montañas Ruwenzori estaban completamente libres de nubes, y levantándose en el cielo de la tarde, sus cimas cubiertas de nieve brillaban en el sol» Cuando el antropólogo detuvo el carro, Kenge se atrevió a salir de la manera mas reluctante, opinando que esa tierra extraña era «un país malo, porque no había árboles». Al mirar las montañas cercanas, Kenge «fue incapaz de expresar idea alguna—muy posiblemente porque su lenguaje no tenía términos apropiados». Turnbull elabora:

Cuando volteamos para regresar al carro, Kenge contempló las planicies abajo, donde un rebaño de mas o menos cien búfalos pastaba a varias millas de distancia. Me preguntó qué tipo de insectos estábamos viendo, y le dije que eran búfalos, dos veces mas grandes que los búfalos selváticos que él conocía. Rió ruidosamente, diciéndome que no contara cuentos tan estúpidos, y preguntó de nuevo qué insectos eran aquéllos. Procedió a conversar con sí mismo, como si careciera de un compañero mentalmente competente, tratando de comparar búfalos con los escarabajos y hormigas con los que estaba familiarizado. 

Continuó ocupado con estos argumentos cuando entramos al carro y conducimos hasta el lugar donde los animales pastaban. Los observó hacerse cada vez mas grandes, y aunque era valiente como cualquier pigmeo, se me acercó murmurando que estábamos presenciando un acto de brujería… Finalmente, al darse cuenta de que eran búfalos de verdad, dejó de tener miedo; pero aún lo confundía porqué los animales habían sido tan pequeños, si realmente habían sido pequeños y luego súbitamente aumentaron de tamaño, o si acaso había ocurrido algún truco. (traducción del inglés por yours truly)

La perspectiva en la selva es ahogada por el denso foliage. Turnbull explica que la distancia mas amplia que uno puede apreciar desde arriba de un árbol es de unos 30 metros. Kenge jamás había visto cosas mas distantes: su horizonte sin aura estuvo siempre al alcance de las manos. La súbita aparición del aura de las cosas remotas le generó sospechas de hechicería, de magia. Hasta su cita con lo lejano, Kenge tenía un horizonte íntimo. (El Francisco José de Caldas conjetural de Pablo Montoya tiene una curiosa consanguineidad con Kenge; trepado en un laurel, anota que «el horizonte podría adquir entre sus copas una consistencia de perplejidad próxima» y «el cielo parecía un mapa de líneas laceradas que se entrometía entre sus hojas»).

«Destreza Siniestra»
«Destreza Siniestra»

IV

Destreza siniestra. — El hombre de Cano es zurdo, puesto que apunta y explica con la mano izquierda. Cano, en cambio, pintaba con la diestra: En un óleo en tela de 1885 titulado Estudio del Pintor, el artista se autoretrata bosquejando la figura de una mujer y un niño, blandiendo un carboncillo con la mano derecha. Según la leyenda, el modelo del campesino de Horizontes es el escritor Efe Gómez, mientras que la mujer es Lola Giraldo de la Roche, ambos amigos del pintor. Efe Gómez ya había sido retratado por Cano en 1901, también utilizando el medio del óleo y la intimidad del claroscuro. Es curioso resaltar que en este retrato no solo es inmediatamente reconocible el perfíl familiar —la nariz aguileña, los pétreos rasgos faciales, el bigote chevron, la boca circunspecta, la oreja inclinada posteriormente— que podemos verificar simultáneamente en Horizontes; también observamos que el escritor sostiene un cigarrillo con la mano izquierda. La gente fuma con la misma mano con la que escribe y señala; sin embargo, Efe Gómez no era zurdo. 

Esto significa que la dominancia hemisférica del hombre de Cano es una conveniencia técnica: si la diestra fuera usada para apuntar al horizonte, el ángulo del cuerpo del hombre sería desviado de su cautiva audiencia, excluyéndolos. De igual manera, el pecho y el cuello del hombre serían cubiertos por el brazo derecho extendido. La extensión de la mano izquierda soluciona estos problemas de composición, permitiendo acoger a la familia (y al observador) dentro del proyecto apuntado: la apertura del brazo descubre el pecho del expositor del futuro. Los zurdos son una minoría sujeta a la sospecha impretérita: víctima del prejuicio, la creatividad de la mano izquierda es desalentada desde los primeros trazos. En Horizontes tenemos algo totalmente distinto: la mano siniestra invita con generosidad a la concepción de un mundo inmaterial. 

«Postura y Tensión»
«Postura y Tensión»

V

Postura y tensión. — La postura del brazo, donde varios músculos antagonistas parecen estar contraídos al mismo tiempo, no tiene sentido fisiológico sino que cumple una función dramática. La piel es distendida por la contracción simultánea de músculos cuya función es flexionar el codo, y sin embargo, comprobamos que el brazo está extendido; contemplamos un recio músculo que debería doblar la muñeca hacia la palma de la mano, pero está atrapado en un brazo con la mano extendida; apreciamos también la contracción enérgica de un músculo que debería voltear la mano hacia abajo, pero luchando contra un brazo adverso que no pasa de la posición neutra; adivinamos en las sombras del antebrazo la actividad del flexor común de los dedos, que debería empuñar la mano, y sin embargo los dedos están parcialmente extendidos; y notamos la protuberancia pétrea del músculo de la mano que separa al dedo índice del medio, y sin embargo, los dedos están agrupados de manera compacta. Esta contracción antagonista revela una angustia ponderada, una batalla interior: lejos de la cansada y marasmática noción del triunfo individual o étnico que nos han explicado toda la vida, en el hombre de Horizontes presenciamos una postura en fricción, llena de esfuerzo, duda, vacilación; este hombre parece estar describiendo un dolor, remediando un error, evocando un obstáculo. Esta contradicción humana trasciende la psicología, como derramándose en el feudo amargo de la sociología: el protagonista de Horizontes es un trabajador del campo, plasmado en contraposición a los vientos de cambio industrial de su época; y sin embargo, sus manos limpias soslayan el residuo del trabajo de ayer: nuestro hombre está listo a trabajar en la mañana de un mundo lozano. 

«Casaca del Demiurgo»
«Casaca del Demiurgo»

VI

Sentir la textura del renacimiento. — Los colores pastel, volúmenes, ambiente y manierismo de Horizontes poseen una cierta voluptuosidad extra-visual, casi táctil, que es de corte renacentista. Es posible argumentar que la sensibilidad de Horizontes y otros óleos de Cano contemporáneos (flores, naturalezas muertas) sea anacrónica, es decir, que corre en contraste a estilos en boga de la época, como el impresionismo. Pero esta opinión marchita al considerar el movimiento decadentista del fin de siglo, que encontraba correspondencia en las vertientes del arte Italiano del renacimiento. De hecho, el catalista de este movimiento artístico, tan británico en su temperamento, fue el pintor Walter Pater, que mantenía una copa llena de pétalos de rosa en su escritorio y cáscaras frescas de naranja en la ventana. Uno de sus documentos fundamentales, Estudios en la historia del Renacimiento, tenía aspiraciones extra-literarias y extra-pictóricas; el poeta Arthur Symons, recordando el libro de Pater, dijo que «aún podía sentir la textura del renacimiento en los dedos», refiriéndose al papel corrugado con que la primera edición había sido publicada. Este tipo de papel fue tradicionalmente utilizado en las ediciones elegantes de antaño. Es de notar que Cano, fundamentalmente autodidacta, no tuvo acceso a una escuela artística convencional sino hasta que viajó a Europa en 1898. América Latina fue una cultura barroca hasta el siglo XIX; los sepultureros latinoamericanos fueron quienes plantaron las cenizas del barroco en la tumba de la historia con triste reverencia. Quizás Cano haya reflexionado que es necesario un renacimiento antes que un movimiento romántico, simbolista, o impresionista. 

Si Cano fue inspirado por La creación de Adán de Miguel Ángel, entonces el hombre de Horizontes es un dios a la inversa; es decir, el hombre del óleo asume la función creadora, decomisionando a los demiurgos y convirtiéndose en la encarnación de Prometeo. Pero la parodia no es una equivalencia. En La creación de Adán, un dios dinámico apunta de manera activa a su obra acabada, mientras que el apuntado indolente, pasivo, demora el retorno del gesto a su creador. En contraste, nuestro Prometeo apunta a su creación inmaterial explicando sus características futuras; no hay un señalado puesto que no está en el mundo todavía, es un proyecto que solo existe en la mente. Es, como diría Ernst Bloch, una condición indefinida impregnada de potencialidad, das noch-nicht Sein, «lo que aún-no es». Horizontes es el retrato de lo posible.

Hay que notar sin embargo que la intención del dios renacentista y el dios a la inversa de Cano es la misma: tocar su creación. No es posible tocar el vacío; tocar es dar prueba de existencia. Es entonces posible que las emociones causadas por Horizontes radiquen en la insinuación táctil de algo que parece tener substancia solo en la mente del dios a la inversa y simultáneamente, en la ausencia del producto final de la creación. Es decir, Cano encuentra interés en la gesta misma de la idea, no en su consumación; en un plan que está siendo articulado y que existe de manera tangible solo en la mente del hombre de óleo. El proyecto puede que jamás sea realizado y tal realización carece de importancia, puesto que Cano (a diferencia de Miguel Ángel) no está compartiendo la celebración de un producto acabado, ni el instante aclarador en que alguien exclama «¡Eureka!». El drama de la escena es la compenetración psicológica del espectador con la concepción, germinación y crecimiento de un plan: ser testigo de la explicación de un pensamiento. Aquí tenemos a Prometeo revelándonos de manera íntima: «así es como voy a robar el fuego», contemplando el reflejo de la conflagración arder en su mente, mucho antes de la empresa misma, el riesgo físico y la consecuencia fatídica de tocar las llamas. 

VII

Subterfugio familiar. — La pintura no debe llamarse «La familia» no solo porque sería un atentado en contra del buen gusto, sino porque la familia es sólo un subterfugio para ilustrar una psicología individual, el estado de mente del visionario, el que ve cosas que otros no pueden ver. La familia, como escribiría Efe Gómez en Un Zarathustra maicero, es una herramienta, «el arma» con que el antioqueño «coloniza, con que puebla, con que invade» De este modo, la familia es la materialización de un amor duro, «una cosa augusta, severa, y casi triste». No se puede dudar de la seriedad del hombre de Horizontes. Se llama Horizontes, no porque vemos el límite del cielo y la tierra en el trasfondo de las figuras, sino porque los personajes retratados están observando algo que no está en el cuadro ni aún en el mundo. La belleza de la pieza es la evocación de lo invisible, de un futuro que no existe y que quizá nunca exista: Es la representación de una esperanza musculosa, que casi se puede tocar, carente de las consolaciones del hombre piadoso; Dante, por ejemplo, tuvo el lujo de llamar a Beatriz, oh señora en la que reside mi esperanza, induciéndola a apartar sus ojos de Dios por un instante y responderle con una sonrisa. En Horizontes no vemos retratada esta confianza del hombre de antaño, que reconoce señales divinas en el fluir del mundo y puede leer las entrañas de los animales inmolados, escuchar la voz inconfundible de la fortuna, o incluso recibir con placidez el dedo afirmativo de un demiurgo. Para el hombre de Cano no hay gestos de aprobación —solo un mundo despoblado y agreste que debe ser enfrentado con el hacha. Al pionero no le devuelve la mirada el mármol amorfo, la página virgen, la pantalla blanca, ni la selva inexplorada. Pero es precisamente en este universo carente de correspondencia donde puede explicar su visión a la familia, o a quienes quieran escuchar.

VIII

«Pensamientos Desplazados»
«Pensamientos Desplazados»

Pensamientos desplazados. — El paladar artístico, ese cliché de tan errada fisiología, no es lo único que cambia con el paso de los días; la interpretación, el significado, el valor de los artefactos, artesanías y reliquias humanas también muta con cada espectador, y en cada espectador, el objeto de apreciación artística muta con cada mirada, encontrando nuevas fronteras de sentido con el tiempo y la creciente complejidad del observador. Como asegura Theodor Adorno, «el gusto es el más exacto sismógrafo de la experiencia histórica». Mas cercano al corazón, Borges reflexiona, sin ocultar su alivio y autoexoneramiento, que sus escritos ya no le pertenecen a sí mismo sino a otro, a Borges, es decir: a la tradición; a vos; a mí. Horizontes no es ajena a este destino de la obra de arte; inicialmente es recibida con beneplácito por políticos y propagandistas, solo capaces de ver en el cuadro tres colores, el amarillo, el azul y el rojo, colorado tengo el ojo; mas tarde, la acromatopsia cultural muta, predecible, en la triste dicromía blanca y verde¡ánimo Nacional!

Pero la estirpe auténtica de Horizontes es la del inmigrante, del que ha caminado demasiado, del que no ha descansado ni dormido; la estirpe del hambriento, del enfermo, del que tiene un acento extraño, del extranjero, del distinto. Horizontes es el hermano mayor, separado solo por un año, del trío de Ravel, cuyas ocho notas marchan resignadas en el movimiento lento, del piano al violonchelo y del violonchelo al violín, encontrándose al unísono en el corazón roto de esa antigua forma, la passacaglia, para ser consignadas finalmente en el registro más bajo del piano, como cruzando las calles cansado, como olvidando los ritmos vascos y la poesía malaya de una vida anterior, como resbalando inevitablemente hacia la guerra de todas las naciones; Horizontes es pariente del Bydlo de Mussorgski y su triste perspectiva acústica, el compás 2/4 pesante que describe un buey tirando de una carreta; inicialmente divisado en la lejanía del pianissimo, haciéndonos sentir gradualmente su dolor a medida que se aproxima, su cercanía marcada por un crescendo de gravedad casi intolerable, como el abismo del evento horizonte de un agujero negro; la música nos hace bajar la mirada, dejándonos paralizados; el buey desciende en la distancia con su carga, persistente en su ritmo, eternamente derrotado, dirigiéndose hacia el silencio, para reverberar en la psicología conmovida de la marcha Promenade; Horizontes es un ancestro de Jacques Austerlitz, que en noches insomnes rondaba por las calles de Londres, bajando a las catacumbas de los trenes subterráneos, los tubes de tonos grises, tratando de discernir rostros familiares en en los viajeros distraídos y anónimos; algunos rostros lo inquietarían por días enteros, como conteniendo memorias suprimidas. Ningún retrato del desplazado es completo sin el bosquejo de su equipaje, que nos informa tanto de su dueño como de su odisea: su mochila, «la única cosa en la que podía confiar en el mundo», la bolsa del inmigrante. A Austerlitz lo delata su mochila, «tan querida como su dueño». Sí, Austerlitz es el nombre de una batalla, pero no la que piensas, lector; no la de ejércitos, pólvora y clarines, sino la de alguien tratando de encontrar su dislocada identidad multilateral: a Austerlitz le llega su primera memoria de la niñez en la estación de la calle Liverpool, saturada de neblina: la imagen de un niño, en el que se reconoce a sí mismo —por la mochila que lleva. ¿Qué tienen de similar estas obras de arte con Horizontes? El ritmo, la tonalidad, la perspectiva del dislocado; la composición de un mundo no ajeno a la violencia, pero condicionado por la persistencia.

No, nada de «Sagrada Familia». Ésta es la estirpe de Horizontes: los desplazados de pueblos aplastados por paramilitares sedientos de tierra y venganza, los desplazados por ejércitos cuya misión no es proteger a sus ciudadanos sino aniquilarlos, los desplazados por los ideólogos que cambiaron el manifesto utópico por la tarjeta de crédito, los desplazados por los mullahs y jihadis embriagados por los tonos negros y placeres sadistas de la cámara del iPhone, los desplazados por drones operados por gordos bostezando a una distancia segura del blanco, cómodamente degustando un café de Starbucks, los desplazados por un clima crecientemente irreconocible e inhóspito, concoccionado por el egoísmo. Su progenie: la cara bruñida por el dolor de una mujer venezolana, separada de mí por una ventana manufacturada en Corea, cuyo nombre será el mismo que alguna de las mujeres que hayamos amado, con la mirada perdida en los astros innominados de la noche, apretando su bolsa, como si fuera un paracaídas, como lo haría Austerlitz el desarraigado-insomne, como lo haría Bydlo el Sísifo-cuadrúpedo si tuviera manos, como lo harías vos, lector.

IX

Horizontes de Emaús. — Un óleo de 1910, Los Discípulos de Emaús, es el antecedente inequívoco de nuestro Horizontes. En este Horizontes sombrío, dos hombres se inclinan hacia un firmamento dorado donde el sol de manera ambigua surge o declina. Ambos están contemplando un evento cósmico de cuya esencia podemos únicamente especular, puesto que no nos es permitido verlo directamente. De este fenómeno procede la luz de la escena tanto como el viento antagonista que les retrae el cabello en dirección opuesta. La iluminación y el clima indican que los espectadores están presenciando algo inusual: la aparición de Cristo, Apolo, Ra, Shamash o Sué; un fenómeno natural como un eclipse o supernova; o quizá un mirage del desierto; sólo nos es dado conjeturar, puesto que este evento no esta en el cuadro y la experiencia psicológica de ambos hombres no es unánime: cada cual tiene una reacción distinta. La fisiología muscular es de nuevo la herramienta predilecta de Cano, quien narra la batalla analítica de la mente del hombre de blanco mediante la contracción superciliar. Este hombre trata de entender qué está pasando, mientras el sesgo de la fé es traicionado por sus manos entrelazadas, preparadas para la oración. La sorpresa es retratada en el segundo hombre mediante la contractura de los músculos de la frente y la mano derecha posada en el pecho, mientras que la otra mano empieza a apuntar al evento, como pidiendo al condiscípulo que corrobore la visión. Este hombre está aturdido por la experiencia. Y sin embargo, ambos continúan la marcha, como polillas atraídas hacia la luz, como si pudieran de algún modo escuchar al arcángel atonal de Arnold Schoenberg, apresurados por hileras de notas obstinadas: «sea hacia la derecha o a la izquierda, adelante o atrás, arriba o abajo, debes proseguir, sin preguntar qué hay al frente o detrás. Lo que debe permanecer oculto: puedes y debes olvidarlo, para completar tu deber». Las escrituras dicen que Jacob fue visitado en un sueño por el dios de las piedras, en un lugar llamado Oulammaús —que significa Luz en Hebreo. Pero los hombres de Cano no están soñando ni son sonámbulos: cada cual presencia su propio horizonte. 

X Compartimientos de la universalidad. — Así, es posible entender que el tono regional de esta composición es un subterfugio para expresar algo que es universal y ajeno al tiempo y la geografía, cuya resonancia va mas allá de las cordilleras andinas. Decir que Horizontes es una composición específicamente antioqueña es una tergiversación parroquial y una traición al mérito artístico de la pintura. Las vicisitudes de los poetas malditos, el frío inextinguible de los exploradores del polo sur, las manos sucias de Gutenberg, el naufragio de los marineros de Micronesia, la primera incisión de Harvey Cushing, el piano desafinado de Stalag VIII-A, el vértigo de Neil Armstrong, los huesos rotos de Ícaro, están todos aquí retratados.

Hay muchos horizontes. En julio 14 de 2015, la sonda espacial New Horizons, después de pasar la órbita de Plutón, dirigió su cámara hacia atrás para tomar una última foto contra la tenue iluminación del sol. Esta foto revela el anillo azul de la mas remota de las atmósferas, el horizonte mas lejano, dejándolo para siempre grabado en la memoria. En La decadencia del occidente, Oswald Spengler explica que la diferencia entre el temperamento occidental («alma fáustica») y oriental («alma rusa») radica en que, al pensar en el cielo, los primeros miran hacia arriba al infinito, mientras que los otros miran «horizontalmente hacia las amplias planicies». Es fácil burlarse de semejantes generalizaciones (Spengler dudó que los rusos pudieran dedicarse a la astronomía), hasta que uno piensa en uno de los movimientos cataclísmicos de las sinfonías de Shostakovich. Por ejemplo, el penúltimo movimiento de la inquietante sinfonía No. 14 en sol menor describe precisamente este horizonte oscuro, mientras la soprano canta, sobria y sombría, las líneas de Rilke: «todo ese amplio horizonte fue su rostro». El efecto es un ambiente congelado, septemtrional, plutónico; la música describe la fisionomía erosionada del poeta muerto y su compenetración con el mundo horizontal de la planicie infinita. Esta es la música del crepúsculo, donde los tizones del apocalipsis previenen la oscuridad total. El poeta marchito llorado por Rilke y Shostakovich es el horizonte mismo, puesto que «era uno con todo esto: estas profundidades, estos campos y estas aguas».

Quizás esta experiencia trascienda el espíritu oriental y no sea más que la perspectiva de los habitantes de cualquier planicie, donde un lugar no puede diferenciarse de otro. La estatura individual es allí efectivamente mediada por la distancia, mientras que la geometría aplasta las diferencias entre los hombres. Borges describe esta ilusión de manera cinematográfica en El Fin. En la llanura «casi abstracta» de Borges, un punto que se agita en el horizonte gradualmente aumenta de tamaño hasta transformarse en un jinete —un tal Martín Fierro. Este hombre puntual es literalmente generado por el horizonte, y solo en la proximidad adquiere la fisionomía humana. Qué difícil es perpetrar cualquier reflexión ponderada sin evocar a Borges: «Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…».

Consideremos para terminar dos obras de arte horizontal, si fuera permitida tal caracterización. Primero, la exquisita canción sinfónica Al atardecer de Richard Strauss, una ilustración expansiva del crepúsculo que amalgama el declinar del día y el cansancio del fin del viaje. «Paz espaciosa, tranquila» canta la soprano; la niebla de la música, zurcada por el vuelo de golondrinas, cierra en su profundidad psicológica y cósmica con la pregunta: «¿será esto la Muerte?» – marcando acaso el fin del romanticismo. El segundo retrato de nuestra entrañable Europa agonizante es la novela Compás, donde el tristísimo insomne François-Joseph Ritter nos habla de su «calmado horizonte» desde su lecho de moribundo en Viena: una biblioteca rebosante de sueños orientales y música oscura, las paredes de una prisión de papel, tinta y memoria. El horizonte europeo es el color viscoso de los vinos añejos, el claroscuro, la emaciación producida por la enfermedad crónica, el vértigo del abismo, la muerte.

En contraste, el hombre de Horizontes no mira las esferas celestes como haría el «alma fáustica», ni contempla un sol congelado en el poniente sobre un mundo marchito, como haría el «alma de las planicies». Nuestros, en cambio, son los horizontes musculares donde montañas que exhalan bruma han borrado la frontera con el cielo. Si Caspar David Friedrich «descubrió la tragedia del paisaje», Cano descubrió su redención. Horizontes es una sonda espacial hecha de óleo y lienzo. Cano nos presenta la custodia de un mundo nuevo, arraigado en la antesala del cielo, pintado para los hombres y mujeres de un nuevo renacimiento. El testamento que nos dejó Cano es saber que nuestros horizontes no son una ilusión, sino un plan factible: atrevernos a palpar el mañana. 

XI

«Coda»
«Coda»

Coda. — Si el lienzo fuera un espejo, la imaginación podría conceder un brazo femenino apuntando al horizonte del futuro, o un brazo masculino acunando al bebé. Un brazo bronceado, un brazo negro, un brazo tatuado de colores extraños. En vez del hacha, un pincél, un violonchelo, un telescopio, un computador. Detras de las figuras, edificios; el océano; el llano; el desierto. Una selva densa, exuberante, llena de animales y vegetales desconocidos. O mejor aún, que un niño llamado Carlos o Leonardo, ahora capaz de pararse por sí mismo, apunte hacia el límite de la visión, los padres tratando de discernir una imagen bellísima en la frontera meridional de las nubes. Gran sol, tú no sabes nada de esto—todavía.

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Este fin de semana se hará un «pacto por la tierra» en el mismo escenario donde las élites de los setenta decidieron enterrar la reforma agraria de Lleras Restrepo. El presidente Petro se juega su legado con el tema más difícil: el acceso a la tierra.

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La cineasta de Compton, California, —que ha dirigido películas como Selma y series como Así nos ven— habló con GACETA sobre la vez que se fue de fiesta con Michael Jordan, los retos de tener un pie dentro y otro fuera de Hollywood y Origen, su última película, que explora la desigualdad desde India hasta Alemania.