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Derechos sexuales, derechos humanos

3 de julio de 2025 - 1:59 am
En 1965, de cara a una Colombia machista, conservadora y con un incipiente sistema médico, Profamilia le apostó a la educación sexual y la incidencia política. Así se convirtió en un aliado esencial en la conquista de los derechos sexuales y reproductivos de los colombianos.
En Lo que Dante nunca supo: Beatriz amaba el control de la natalidad, 1966, Bernardo Salcedo articula una parodia de las nociones tradicionales de amor romántico, fertilidad y control social. Recurriendo al lenguaje del objeto encontrado y a la ironía característica del arte conceptual, Salcedo imagina una versión alternativa del relato mítico entre Dante Alighieri y su musa, Beatriz. Aquí, Beatriz —figura canonizada como símbolo de pureza y devoción espiritual— aparece resignificada como una mujer contemporánea y autónoma, que asume el control sobre su fertilidad. Con esta obra, Salcedo ganó el Primer Premio en la modalidad de Escultura en el xvii Salón Nacional de Artistas de Colombia, realizado en 1966, hecho que desató una polémica por romper con las nociones tradicionales de lo que debía ser una obra de arte. No era una pintura ni una escultura en el sentido clásico, sino un ensamblaje con objetos que él no creó directamente. Sumado a esto, el título retórico —parte integral de la pieza— desplaza la atención de la materialidad del objeto hacia el campo del lenguaje, y funciona como un golpe poético y político que interpela los debates feministas emergentes de los años sesenta. Colección de Arte del Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia. Foto: cortesía de la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia.
En Lo que Dante nunca supo: Beatriz amaba el control de la natalidad, 1966, Bernardo Salcedo articula una parodia de las nociones tradicionales de amor romántico, fertilidad y control social. Recurriendo al lenguaje del objeto encontrado y a la ironía característica del arte conceptual, Salcedo imagina una versión alternativa del relato mítico entre Dante Alighieri y su musa, Beatriz. Aquí, Beatriz —figura canonizada como símbolo de pureza y devoción espiritual— aparece resignificada como una mujer contemporánea y autónoma, que asume el control sobre su fertilidad. Con esta obra, Salcedo ganó el Primer Premio en la modalidad de Escultura en el xvii Salón Nacional de Artistas de Colombia, realizado en 1966, hecho que desató una polémica por romper con las nociones tradicionales de lo que debía ser una obra de arte. No era una pintura ni una escultura en el sentido clásico, sino un ensamblaje con objetos que él no creó directamente. Sumado a esto, el título retórico —parte integral de la pieza— desplaza la atención de la materialidad del objeto hacia el campo del lenguaje, y funciona como un golpe poético y político que interpela los debates feministas emergentes de los años sesenta. Colección de Arte del Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia. Foto: cortesía de la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia.

Derechos sexuales, derechos humanos

3 de julio de 2025
En 1965, de cara a una Colombia machista, conservadora y con un incipiente sistema médico, Profamilia le apostó a la educación sexual y la incidencia política. Así se convirtió en un aliado esencial en la conquista de los derechos sexuales y reproductivos de los colombianos.

A comienzos de los años sesenta, el médico ginecobstetra Fernando Tamayo vio morir a muchas mujeres pobres en el Hospital San José, en el centro de Bogotá, mientras daban a luz. Estas mujeres, reconoció Tamayo, no podían decidir cuántos hijos querían tener: no podían decidir sobre sus cuerpos. Y no podían hacerlo no solo por los altos costos que suponía conseguir una pastilla anticonceptiva (disponible desde 1960 en Colombia) o comprar un condón, sino porque las raíces del machismo eran tan profundas que, a diferencia de sus esposos, no les permitían decidir libremente sobre su sexualidad y placer.

Si no estaba prestando turno en el San José, Tamayo, profundamente conmovido, empezó a dedicar su tiempo a enseñarles de planificación familiar a las empleadas domésticas de sus pacientes particulares. La iniciativa fue tan exitosa que no tuvo que pasar mucho tiempo para que su consultorio se desbordara de mujeres que también querían conocer lo que nadie les había mostrado antes. Eran tantas, todas ávidas de aprender, que era evidente que había una demanda mucho más grande, más allá de su consultorio. Ese fue el chispazo inicial que llevó a Tamayo a buscar aliados para dedicarse de lleno a promover los derechos sexuales y reproductivos (DSR) y, luego, a fundar en 1965 la Asociación Pro Bienestar de la Familia Colombiana, en una casa del barrio Teusaquillo, en Bogotá.

Desde esa casa —blanca con verde, en la calle 34 con avenida Caracas—, Profamilia ha gestado durante sesenta años una transformación sísmica de las formas en las que la sociedad colombiana piensa y vive su sexualidad. En las seis décadas de trabajo, esas casas se han multiplicado y ya hay más de treinta y cinco en todo el país.

El crecimiento demográfico de Colombia en 1965 estaba desbordado: la población crecía más de 3 % cada año. Era un país confesional, donde la moral católica rechazaba los métodos anticonceptivos, que no eran ni siquiera una posibilidad para los más pobres. En 2025, métodos como la pastilla del día después, la vasectomía o el DIU (dispositivo intrauterino) de cobre, además de las pastillas anticonceptivas y los condones, son de fácil acceso; hoy la tasa de crecimiento demográfico no llega ni al 1 %. Pero hace sesenta años, sin separación entre la Iglesia y el Estado, era difícil privilegiar la ciencia médica sobre las creencias religiosas. Esa fue la misión en la que se embarcó Profamilia.

Tamayo tenía un objetivo claro: que la planificación familiar y la autonomía reproductiva ayudaran a cerrar la brecha de pobreza. La feminización de la pobreza y la relación de esta con los DSR era una discusión que se venía dando en el norte del continente por la primera ola del feminismo. Tamayo se aproximó a ella luego de hacer su especialización en Estados Unidos y buscó aterrizar sus aprendizajes en la realidad de su país.

Mientras los años sesenta le daban paso a los setenta, el mundo se sacudía sus viejas creencias y despertaba ante la revolución sexual, que desembocó en formas mucho más libres y diversas de pensar y vivir el sexo por fuera del matrimonio heterosexual, y desató transformaciones estructurales para entender la orientación sexual y la identidad de género. Las consecuencias de este proceso fueron desde la pastilla del día después hasta la pornografía, desde el abandono de tabúes frente a la desnudez y el sexo prematrimonial —así como el sexo casual— hasta el avance del aborto.

Por un lado, Estados Unidos se sacudió tras los disturbios de Stonewall del 28 de junio de 1969: la población LGBTIQ+ —criminalizada por la sociedad y las autoridades— se rebeló y salió de las sombras. Así marcó un antes y un después para los derechos de esta comunidad que, hasta hoy, a nivel global, conmemora esa fecha con orgullo. Por el otro, la segunda ola del feminismo emergió con fuerza y enfocó sus esfuerzos en reclamar igualdad de derechos frente a sus pares masculinos, rechazar la violencia de género y teorizar sobre la división sexual del trabajo, como lo hizo Kate Millett en su famoso libro Política sexual (1970).

A Colombia llegaron algunos coletazos de la revolución sexual, en su mayoría, reflejados en la ebullición de nuevas demandas dentro del movimiento feminista, que se concentró en exigir el derecho a la autonomía reproductiva; o en la reivindicación de los derechos de la comunidad gay, como lo hizo León Zuleta al fundar el Movimiento de Liberación Homosexual. El resultado de esa emancipación fue, entre otros, que la homosexualidad dejó de ser un delito en 1980. A diferencia de la mayoría de las instituciones de salud, Profamilia atendió abiertamente, sin prejuicios, a personas de orientaciones sexuales e identidades de género diversas.

En sintonía con los debates sobre la desigualdad en términos de anticoncepción, en 1970 Profamilia fue la encargada de practicar la primera vasectomía en Colombia y creó el Programa de Atención en Salud para Hombres. La apuesta fue novedosa, no solo por el procedimiento médico en sí mismo, sino porque empezó a plantear la necesidad de que el género masculino también asumiera su responsabilidad sobre la planificación familiar, una tarea históricamente feminizada. Tres años después Profamilia practicó la primera ligadura de trompas.

En los ochenta la violencia marcó el ritmo del país y Profamilia, que estaba en plena expansión a nivel nacional, tuvo que buscar la forma de adaptarse al contexto de conflicto armado. Formaron a mujeres jóvenes que viajaron a los lugares más recónditos del país y se conectaron con la población local. Desde 1976, un puñado de ellas se pusieron un chaleco verde y recorrieron municipios y veredas lejos de las ciudades. Cada vez son más en todas las regiones. Muchas de ellas llevan varias décadas trabajando en Profamilia, y han tenido que resguardarse de balaceras y enfrentamientos entre actores armados, pero nada las ha detenido.

Tras superar esos años convulsos, los noventa llegaron con un movimiento social fortalecido alrededor de los derechos humanos y un ansia colectiva de transformación que se materializó en el proceso político de mayor trascendencia del siglo XX en el país: la Constitución del 91. La Asamblea Constituyente que la redactó introdujo en el debate nacional el concepto de «Estado social de derecho», es decir que el Estado debía promover los derechos humanos y priorizar el bienestar social.

Ese fue el escenario propicio para que la ciudadanía abriera una discusión más amplia sobre sus derechos sexuales y la autonomía de las mujeres. Gracias a la incidencia de activistas y oenegés —Profamilia entre ellas—, en la nueva Constitución quedó estipulado el derecho a la planificación familiar libre. Así se lee en el artículo 42: «La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos», sin interferencia de los mandatos religiosos. En 1994, la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (CIPD), celebrada en El Cairo, Egipto, reconoció los derechos sexuales y reproductivos como derechos humanos a nivel global; allí también estuvo Profamilia. Frente a los siete hijos por familia que había en Colombia durante los sesenta, para los noventa la cifra se había reducido a dos hijos por familia. En 2023, la tasa llegó a uno.

El médico ginecólogo Fernando Tamayo (fundador de Profamilia) presenta el asa de Lippes —dispositivo intrauterino de anticoncepción traído a Colombia y con el que se iniciaron las actividades de Profamilia— a un grupo de mujeres. c. 1965.
El médico ginecólogo Fernando Tamayo (fundador de Profamilia) presenta el asa de Lippes —dispositivo intrauterino de anticoncepción traído a Colombia y con el que se iniciaron las actividades de Profamilia— a un grupo de mujeres. c. 1965.

Mi cuerpo, mi decisión

El siglo XXI empezó con luchas novedosas y desafiantes por la autonomía reproductiva y la salud sexual. Entre ellas se destacó una, que marcaría las siguientes dos décadas: el derecho a interrumpir voluntariamente el embarazo. La antesala a este debate pasó primero por la anticoncepción de emergencia. En 2001, Profamilia trajo por primera vez la pastilla del día después, o postday, a Colombia, y el revuelo fue inmediato. La Iglesia —que seguía y sigue siendo un actor político de peso aunque el país ya sea laico— acusó a la pastilla de ser un método abortivo, impulsada por la desinformación de algunos medios de comunicación nacionales.

El señalamiento era falso: esta pastilla actúa como un sobreestímulo hormonal que inhibe la ovulación e impide el embarazo. Con esa base científica, Profamilia logró la aprobación sanitaria de la píldora. Durante el primer año se vendieron cuatrocientas mil. Pero la base científica no acalló a los sectores más conservadores, que apodaron a Profamilia como «La Internacional de la Muerte», uno de tantos discursos de odio que ha enfrentado la organización desde su inicio.

Estos discursos no solo vinieron de los ámbitos religiosos. La derecha colombiana acusó a Profamilia de impulsar campañas abortistas, lo que la organización defendió como «prodecisión». En las zonas rurales la resistencia fue aún más férrea: los trabajadores de Profamilia, que distribuían anticonceptivos o tenían charlas sobre estos temas, tuvieron que aprender a lidiar con curas que en plena misa aseguraban que ligarse las trompas era pecado.

En 2006, gracias al trabajo de abogadas, médicas y activistas para garantizar la autonomía reproductiva de las mujeres, la Sentencia C-355 de la Corte Constitucional despenalizó el aborto en tres causales: malformación, violencia sexual, y riesgo para la vida de la madre. Este marco jurídico era uno de los más progresistas de toda América Latina en términos de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) y Profamilia jugó un papel esencial en la implementación de la sentencia.

Juan Carlos Vargas, asesor científico de la organización desde hace más de treinta años, recuerda que el trabajo fue titánico: «A ninguno de los que estábamos ahí nos habían formado para realizar una IVE porque era una actividad ilegal. Ni en la universidad ni en los programas de especialización lo enseñaban. Nosotros nos formamos antes de abrir el servicio». En 2007, Profamilia realizó la primera interrupción voluntaria del embarazo bajo este nuevo marco legal en una niña de catorce años víctima de violencia sexual. Según la organización, antes de la Sentencia C-355 se practicaban al menos cuatrocientos mil abortos clandestinos e inseguros cada año.

María Mercedes Vivas, directora de la Fundación Oriéntame, señala que la C-355 de 2006 ha sido vanguardia legislativa en Latinoamérica: «Somos muy diferentes de otros países del continente en términos de derechos sexuales y reproductivos. El avance que hay en Colombia no lo veo en otro lado. Ni las conversaciones, ni los servicios, ni la legislación, ni lo efectivo que ha sido el movimiento social».

En 2022, con la Sentencia C-055 la Corte Constitucional amplió el derecho al aborto para permitir que mujeres, niñas y personas con capacidad de gestar puedan interrumpir su embarazo a voluntad hasta la semana veinticuatro de gestación. Fue una victoria arrolladora de un movimiento amplio, del que la organización Causa Justa —que agrupa a más de cien activistas y oenegés— fue parte fundamental. En los tres años siguientes a esa sentencia, Profamilia ha realizado 154.363 interrupciones voluntarias del embarazo, un aumento del 118 % con respecto a los años previos a la C-055.

Distribución comunitaria de métodos anticonceptivos. Profamilia los ofrecía en lugares distintos a farmacias para que las mujeres pudieran ir sin ser juzgadas.
Distribución comunitaria de métodos anticonceptivos. Profamilia los ofrecía en lugares distintos a farmacias para que las mujeres pudieran ir sin ser juzgadas.

Entre progresos, deudas y retos

Marta Royo es la directora de Profamilia desde hace trece años. Desde entonces, explica, «he sido testigo de una transformación profunda en la forma en que los colombianos entendemos los derechos sexuales y reproductivos. Antes se hablaba de estos temas casi en voz baja, con miedo o desde lugares muy médicos, pero hoy vemos una conversación mucho más abierta, más empática y sobre todo más incluyente. La gente ya no solo pregunta por métodos anticonceptivos; ahora también habla de consentimiento, de placer, de identidades diversas, de equidad de género, de mujeres empoderadas, de decisiones libres y autónomas». Aún así, el campo de los derechos sexuales y reproductivos sigue siendo un escenario en disputa permanente, sobre todo para garantizarlos en poblaciones rurales, indígenas, afrocolombianas o migrantes, y todas las que están fuera del radar gubernamental por sus contextos culturales, políticos o raciales.

Para Ana Cristina González —médica, máster en Investigación Social en Salud y una de las fundadoras de Causa Justa—, la inequidad de Colombia representa uno de los mayores retos para conseguir un goce pleno de los DSR en toda la ciudadanía. «Colombia es un país profundamente desigual, por lo que todos los indicadores de salud reproductiva muestran diferencias entre grupos de mujeres y entre territorios. Ese sigue siendo un gran desafío, que se suma a los otros, más relacionados con las fallas estructurales del sistema de salud», explica González. «Son fallas que se exacerban en ciertos grupos de mujeres, como quienes viven en zonas aisladas».

Las cifras respaldan su preocupación. Según un estudio realizado por el observatorio ciudadano Así Vamos en Salud, de quinientos veinte municipios analizados, apenas ciento dieciséis cuentan con un médico general por cada cien mil habitantes. La directora de Profamilia explica que, precisamente, el desafío que enfrenta la organización —así como todas las empresas prestadoras de salud— está en aterrizar la teoría en la práctica. «En el papel, tenemos una de las normativas más robustas de América Latina, incluso del mundo —dice Royo—, pero hay regiones donde acceder a un método anticonceptivo sigue siendo un lujo, donde las mujeres enfrentan barreras y violencia institucional cuando solicitan un aborto legal, donde las personas LGBTIQ+ son maltratadas o invisibilizadas en los servicios de salud, donde la educación sexual integral sigue siendo un tema incómodo o vetado».

Es el caso de las personas que tienen algún tipo de discapacidad. Apenas en 2017, hace ocho años, el Estado dictó medidas —la Resolución 1904— para proteger sus DSR. Y solo hasta 2019 el Congreso de la República legisló para que se eliminara cualquier obstáculo en su acceso a métodos anticonceptivos, un vasto retraso con respecto al resto de la ciudadanía.

Para Profamilia, lo que inicialmente podría verse como un obstáculo ha sido también una oportunidad de renovar sus ideas para adaptarse a las realidades más difíciles, en territorios donde la presencia estatal es irregular. «Llegar a zonas de difícil acceso, donde se cruzan problemáticas como el conflicto armado, la migración, entre otras, ha sido uno de los mayores retos en estos sesenta años», explica Royo. «Hemos apostado por implementar unidades móviles de salud, brigadas extramurales, alianzas con cooperantes internacionales, liderazgos locales».

El valor de Profamilia en la historia de los derechos humanos en Colombia reside en su capacidad de hacerles frente a las dificultades, sean culturales, religiosas o geográficas. No se puede hablar de autonomía reproductiva, de salud sexual, de educación e incidencia sin mencionar su nombre. «No ha habido un solo debate sobre estos derechos en el que nuestra organización no haya estado presente, empujando, incomodando, proponiendo, garantizando», dice, orgullosa, Royo. Y es cierto. Hoy es legal que las mujeres interrumpan un embarazo no deseado y decidan cómo y cuándo ser madres, que los hombres asuman el control de su sexualidad y que las personas de orientaciones sexuales e identidades diversas puedan acceder a servicios de salud abiertos, respetuosos. Profamilia ha sido protagonista en todos los momentos medulares en el camino hacia estas conquistas.

Sesenta años más tarde, todavía hay mucho por hacer. A pesar de que la pedagogía ha mejorado y se ha difundido, la prevención de las infecciones de transmisión sexual es un gran desafío, incluso ante una pedagogía mejor y de mayor alcance. Según el Ministerio de Salud, en Colombia cada hora se diagnostican alrededor de diez ITS; las más comunes son sífilis, herpes, gonorrea y virus del papiloma humano (VPH). Este último sigue siendo la principal preocupación, pues anualmente hay alrededor de cuatro mil nuevos casos de cáncer de cuello uterino, y cerca de dos mil muertes; es el cáncer más común entre mujeres menores de cuarenta años. Para Vargas, Profamilia enfrenta el reto de aportar en la disminución radical de esas cifras.

Fernando Tamayo murió en 2017, y Profamilia lo recordó como un hombre visionario en su búsqueda permanente por atender la necesidad de las mujeres de acceder a métodos anticonceptivos: así se convirtió en uno de los abanderados de los derechos de las mujeres en Colombia. «Gracias a su trabajo, hoy las mujeres colombianas pueden tomar decisiones informadas sobre su sexualidad y reproducción, situación que se ha visto reflejada en la disminución de la fecundidad de 7 a 2 hijos por mujer entre 1965 y 2015», señaló Profamilia en su comunicado. Según la nota de El Colombiano que reportó la muerte de Tamayo, Profamilia calculó que sin su trabajo desde hace más de medio siglo seríamos veintiséis millones de colombianos más.

Desde la primera campaña radial de anticoncepción en América Latina hasta el embate de repartir información sobre planificación familiar en medio de una toma guerrillera, Profamilia ha insistido, una y otra vez, en que los derechos no pueden volverse privilegios. Ese es su legado, por el que se preocupó tanto Tamayo antes de morir: lograr que sin importar el color de piel, el dinero en el bolsillo, su origen o a quién amaban, las colombianas y los colombianos pudieran gozar de su cuerpo, de su sexualidad.

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