En Ortega, un pueblo caluroso del Tolima, en el centro de Colombia, la gente siempre ha convivido con el fuego. Los pueblos indígenas y las comunidades campesinas han utilizado las quemas para limpiar la tierra de plagas y residuos agrícolas, y poder preparar el terreno para la siembra. Al igual que en muchas partes del mundo, en Ortega también han quemado los bosques como una manera de abrir el monte para crecer pasto o abrirse camino con algún cultivo.
En ese pedazo de tierra plana donde el calor allana cualquier actitud, esa práctica se ha vuelto una amenaza. Las temperaturas son cada vez más altas y las tradicionales «quemas controladas» se empezaron a volver notoriamente peligrosas desde que, en 2015, el fuego arrasó más de quince mil hectáreas de bosque, como lo recuerdan varios ortegunos. Agosto, septiembre y octubre siempre han sido los meses del fuego, los más calientes y de vientos más feroces. Desde que se comenzó a talar con más frecuencia para abrir potreros, el calor se ha vuelto menos llevadero y las quemas no demoran en propagarse.
En 2024 hubo más de cuatrocientos incendios forestales en Ortega, uno de los municipios con más incendios del país según el recuento de las brigadas forestales comunitarias, una red nacional que se creó ese mismo año y que actualmente opera en veinticuatro departamentos para prevenir y monitorear estas emergencias. Según la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, el Tolima fue el departamento más afectado por los incendios a nivel nacional. Esto se debe a una combinación agresiva: quemas controladas en una región históricamente caliente, deforestación y crecientes temperaturas.
El 78% de los ortegunos, según los censos del Dane, vive en las montañas que rodean el casco urbano. Han preferido quedarse allí, donde el clima sigue siendo apacible y es más difícil que los incendios alcancen sus cultivos de «cafés especiales», considerados así por su dulzor, acidez y aroma. Quienes viven en las alturas todavía ven lejano que el fuego pueda llegar a arrasar con sus cultivos de montaña, tal y como lo han hecho con los de cachaco —la hoja del plátano con la que se envuelven los tamales—, a solo veinte kilómetros de donde crece el café. Aún así, existe una noción generalizada sobre las causales y las consecuencias que dejan los incendios en las zonas bajas del municipio.
En el pueblo de Ortega, la gente se encuentra para hacer transacciones en especie con plátanos, panela, queso, yucas. En el parque principal me esperaba Viviana Oyala, de 38 años, la representante de los caficultores del sur del Tolima ante la Federación Nacional de Cafeteros. Fue elegida por votación en 2018 y reelegida cuatro años después, para seguir representando a las más de quince mil familias productoras de un oficio en el que, hasta hace muy pocos años, las mujeres eran invisibilizadas por las cifras oficiales. Me propone un recorrido que solo de ida toma dos horas para mostrarme lo que considera las joyas de la región: una variedad de granos de café que crece entre las pendientes, a más de dos mil metros sobre el nivel del mar; abajo, en los valles casi desérticos del municipio, no brota ningún grano rojo.
«La variabilidad climática ha desplazado la caficultura hacia arriba, fíjese que de los 611 municipios cafeteros que tiene Colombia en 23 departamentos, a todos nos ha afectado el cambio climático. Por eso, los que producimos, sabemos que tenemos que protegernos de la deforestación», explica Viviana. Añade que el pueblo de Ortega se ha vuelto más caliente desde que empezaron a tumbar los bosques para abrir potreros. Desde el siglo XIX, el Tolima se ha caracterizado por ser una tierra ganadera. Sin embargo, en los últimos veinte años los bosques se han convertido cada vez más en pastos para el ganado. Según el Ideam, entre 2014 y 2015, un solo año, el Tolima pasó de 295 a 571 hectáreas deforestadas. La ganadería, en muchas regiones del país, ha sido una manera de ejercer el control territorial y demostrar la tenencia de la tierra, aún cuando muchas tierras no están legalmente tituladas.
En Ortega, particularmente, el café siempre ha estado en manos de familias cafeteras y ha predominado la variedad Castillo —la semilla certificada por la Federación Nacional de Cafeteros—, pero recientemente algunos campesinos cafeteros se han animado a cultivar otras variedades «de especialidad» que pueden venderse mejor, aunque sean menos comunes y menos resistentes a las plagas. Mientras una carga (125 kg) de Castillo está en 2.600.000 pesos, la de Geisha se puede vender hasta en cinco millones.
«En el departamento de Tolima tenemos los mejores cafés del país», dijo con convencimiento antes de subirnos al carro que nos llevaría por las trochas perpendiculares por donde es casi imposible andar. En la carretera plana, al inicio del camino, se extienden solo arroceras y pastizales con pocas vacas, monocultivos y fincas que acabaron con los bosques. Entre 2001 y 2022, el Tolima perdió el 82% de sus bosques según Cortolima. Entre las cercas, al borde de la carretera, se ven los parches calcinados por el fuego. Los vientos de agosto agitaban los chamizos.
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En una construcción de hormigón, al borde de la carretera intermunicipal, se guardan dos camiones rojos del cuerpo de bomberos; uno de ellos está varado desde hace más de un año. Allí, Kensy Rodríguez —líder de las brigadas comunitarias— había citado a una reunión: «Me parece importante hablar con ellos [los bomberos] porque trabajamos de la mano». Kensy es mamá de dos hijos y vive en una vereda con calles de tierra en donde se encarga de guardar los batefuegos, rastrillos, bombas de espalda y machetes que utiliza junto a su equipo de catorce brigadistas para moverse entre la candela. También tienen un par de drones para precisar el sitio donde están los incendios y que, tanto ellos como los bomberos, puedan entrar más fácilmente al área.
«En 2024, se quemaron 5700 hectáreas de bosques y cultivos en Ortega. En un día nos tocó atender hasta cuatro incendios al mismo tiempo. Con todo y eso, fue el año donde menos se perdió», dice Kensy. Recuerda que en 2019 hubo 412 incendios, el fuego acabó con casi once mil hectáreas y, en 2015, fueron más de quince mil. En enero de 2024, los periódicos se llenaron de imágenes del cerro en llamas cerca del barrio Rosales, uno de los más adinerados de Bogotá. Durante una semana sobrevolaron helicópteros intentando apagar dos incendios que se propagaron por los cerros orientales. Por esos días, también se encendieron los bosques en Ortega, sin embargo, los noticieros se concentraron en los de la ciudad.
Matilde es de Guamal, Magdalena. Hace diecisiete años es bombera. «Aquí eso es pan de todos los días, si nos toca salir mientras estamos haciendo almuerzo, nos toca», explica sobre su oficio y los incendios. El más devastador que recuerda sucedió en 2024, en la vereda Pasacandela. Lo que empezó como una quema habitual antes de la siembra se convirtió en un desastre: tres casas incineradas, un trapiche y varias hectáreas de caña y café en cenizas. «No sé por qué les siguen llamando “quemas controladas” si el fuego se vuelve incontrolable con los vientos, sobre todo si están cerca de las palmas, que prenden chispas por su aceite natural y caen en estos terrenos tan secos», dice Kensy.
Entre gotas de sudor, el teniente Germán Lopera, jefe de los bomberos, reparaba en silencio la improvisada edificación donde nos encontrábamos, su estación; el cemento, los ladrillos y el hierro se los donó la gente de Ortega. Lo acompañaba Pedro Castaño, un veterano lánguido de 69 años que, cuando se quita el uniforme de bombero, es «Machala», el presidente de los recicladores.
«Los bomberos somos los que metemos el pecho en los municipios, no los señores de las oficinas», dijo el teniente Germán, como si llevara tiempo esperando a que le preguntaran. Me cuenta que buena parte del presupuesto que le entregan para cubrir los salarios y otros menesteres sale de la sobretasa bomberil del departamento, una especie de impuesto a la ciudadanía que se emplea exclusivamente para ayudar a financiar estos proyectos.
En los primeros meses del gobierno de Gustavo Petro se anunció que el presupuesto nacional para los bomberos iba a ser de $91 mil millones de pesos, (22,658,000 dólares) pero al año siguiente lo redujeron un 25 %. Los recursos asignados para Ortega fueron de $130 millones para diez meses y se ven reflejados en la remuneración de $1.080.000 pesos —menos del salario mínimo legal— que reciben Germán, Matilde, Pedro y los otros catorce bomberos. Los brigadistas comunitarios, como Kensy, no reciben ingresos.
«Yo me las arreglo con el reciclaje para ajustar el sueldito», dijo Machala. Pero, pese a las dificultades, la teniente Matilde mantenía un tono optimista: «Cada vez estamos más preparados para atender los conatos de incendios». Según sus registros, en los últimos diez años se han reducido en más de un cincuenta por ciento las cifras de pérdidas de cultivos gracias al trabajo de prevención que hace la misma comunidad.
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Desde la carretera, la cordillera parece un tapiz de puntadas gruesas. El verde de los nogales se distingue del brillante de los plátanos que encierran los surcos de los cafetales. A lo lejos, parecen costales de fique sobre las irregulares formas de las montañas.
Viviana Oyola, la representante ante la Federación de Cafeteros, hace parte de la tercera generación de una familia de cafeteros. En el telón de fondo de su vida han estado la roya, la broca y otras plagas del café con las que lidian los campesinos. También las guerras que han ido y venido en el sur del Tolima.
Nació y vive todavía en Rioblanco, un municipio vecino de Ortega, Planadas, Rocesvalles y Chaparral, la zona en la que, en los años sesenta, nació la primera guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la de Manuel Marulanda Vélez, que se mantuvo vigente por cincuenta años, hasta la firma del Acuerdo de Paz de 2016. La zona que, después, se convirtió en una de las veintitrés Zonas Veredales Transitorias de Normalización.
Con el paso de los años, Viviana ha visto transitar distintos uniformes por esas montañas y, sin embargo, se siente exenta de esa violencia. «A pesar del orden público, nada ha hecho que nos detengamos. Lo que queremos es que a través de estos granos se reconozca nuestro sur», dijo mientras subíamos un flanco de la cordillera Central. Atrás iban quedando las nubes de humo sobre las colinas con incendios.
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Recorrimos 36 kilómetros en dos horas. Los granos rojos de café perfilan la carretera llegando a la vereda Alto Guayabo. Allí queda la finca Los Robles, un pedacito de ese tapiz cultivado con aguacates, tomates de árbol, cacao y, sobre todo, con café. Esa propiedad familiar ubicada a dos mil metros sobre el nivel del mar lleva más de ochenta años dedicada al café. Abuelos, hijos y nietos hacen parte de la asociación Café Agrario, que reúne a veintisiete familias productoras de cafés especiales, y trabajan en las distintas etapas de la producción.
Hoy, en sus diez hectáreas, las nuevas generaciones de la familia Rayo han empezado a sembrar variedades de café como el Geisha, el Pacamara y el Bourbon Rosado, las más apetecidas en el mercado internacional.
«Aquí nos organizamos para trabajar, no para pedir, y el propósito es demostrar que en el campo sí hay oportunidades. Haber nacido con la materia prima enfrente nos llevó a querer sacar algo que tuviera un valor agregado. Ahora, de aquí, estamos sacando tazas que están por encima de los 85 puntos», explica Leoncio Maceto, fundador de Café Agrario. Recuerda que hace diez años empezaron a organizarse para proteger sus cultivos y llevarlos a otro nivel.
En las fincas cafeteras, la carta de presentación es la puntuación con la que la Specialty Coffee Association (SCA) califica los cafés de especialidad. En una tabla de puntuación que va hasta los 99 puntos, una taza de 85 se considera «excelente». Por eso, para ellos se ha vuelto cada vez más importante conocer la calidad de sus granos. A mediados de agosto, trece muestras del Alto Guayabo estaban siendo evaluadas en el laboratorio de la empresa Amor Perfecto. De salir favorecidas, podrían ser parte del catálogo de esa marca que exporta cafés a Europa y Estados Unidos.
Aunque en esa vereda nunca ha habido un incendio, ya se están implementando medidas de prevención. Por ejemplo, están prohibidas las «quemas controladas» como un pacto entre vecinos.
«Somos conscientes del cambio climático y de lo que pasa en las partes bajas de la montaña, porque los incendios ya no solo suceden en el valle, sino también en la cordillera. Sabemos que nuestro futuro depende del entorno en el que vivimos, y por eso tratamos de ser responsables con lo que hacemos», resalta Leoncio Maceto.
Para Rosemberg Leal, coordinador de Gestión de Riesgo de Ortega, la organización comunitaria ha sido clave. Días antes en su oficina me había dicho: «Aquí la comunidad se atiende sola, porque no tenemos capacidad de respuesta para asistir a toda la zona rural cuando aparecen los incendios. No hay vehículos de respuesta rápida, solamente un camión que no puede entrar hasta allá, entonces hay que apostarle a fortalecer la prevención».
La misma determinación con la que se han organizado las bomberas y brigadistas para frenar los incendios forestales es la que motiva a las familias caficultoras para proteger sus cafés de las consecuencias del cambio climático, aun cuando algunos, todavía, no han padecido los efectos.
Ortega es un municipio de cincuenta mil habitantes y la misma gente ha encontrado la manera de detener el fuego aunque la génesis de los incendios implique una mayor envergadura. Mientras siga creciendo la deforestación, las temperaturas seguirán aumentando y esto, en muchas regiones del país, sobrepasa la voluntad de la gente. Sin embargo, lo que sucede en las zonas altas de ese municipio tolimense, sugiere que los campesinos cafeteros le están trazando una línea invisible a la cordillera para que el fuego no llegue hasta sus cafetales.
Precisa Leoncio: «Aquí estamos dispuestos a salir a atajar el fuego si es necesario».
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