Desde hace más de cuatro décadas, las artes visuales en Colombia han explorado —con distancia, ironía, fascinación o incomodidad— los múltiples efectos del narcotráfico y las sustancias (i)lícitas. Mucho antes de que la llamada «narcoestética» se convirtiera en objeto de atención académica o de plataformas globales como Netflix, los artistas habían intuido que la economía simbólica del narcotráfico se filtraba en las formas del gusto, el paisaje, la arquitectura, los objetos, la memoria y los cuerpos. Desde los hipopótamos de la Hacienda Nápoles, convertidos en mitología tropical, hasta videojuegos de resistencia low-tech o microdosis impresas sobre papel, los artistas han documentado la narcosis cultural del país y tensionado sus imaginarios. Hoy, la estética del exceso y la ilegalidad se entrelaza con el brillo urbano del reguetón, la nostalgia artesanal, el activismo psicodélico y la sátira política. Haciendo un balance sobre lo hecho y deshecho durante el hoy descertificado Gobierno del Cambio, vale la pena enfocarse, al menos, en algunas imágenes y temas recurrentes.
Gigantes torpes en aguas turbias
Uno de los emblemas más potentes de la narcosis moral y ambiental en la que estamos empantanados son los mal contados hipopótamos de la Hacienda Nápoles que nacen, crecen, se reproducen y mueren en las orillas del río Magdalena. Tan populares como el poncho con la cédula del mafioso y las camisetas con su maleva sonrisa, estos animales han sido el inevitable foco de atención de varios artistas. Nadín Ospina fue el primero en incorporarlos, y lo hizo de forma temprana y premonitoria en su serie Bizarros gourmet (1993). Los modeló en cerámica a la manera de las urnas taironas, en una parodia del hallazgo arqueológico imposible, cuestionando los criterios ambiguos que definen lo «auténtico» en el arte nacional y poniendo de manifiesto la fragilidad del patrimonio ante el saqueo y la falsificación. Al darle un falso pasado mítico a un animal foráneo, Ospina convirtió al hipopótamo en símbolo de esa mezcla de artificio, ilegalidad y fetichismo que sigue marcando el imaginario colombiano, recordando la conexión entre el tráfico de animales exóticos, piezas arqueológicas y el incipiente y permisivo comercio de cocaína en los años setenta y ochenta, cuando estas economías comenzaban a entrelazarse para dar forma a las organizaciones multicrimen de hoy.

Desde hace más de una década, Alberto Baraya ha fabulado al hipopótamo en escenarios improbables, como en Hipopótamos en París (2017), donde estos animales emergen del Sena; o en situaciones de apareamientos imposibles y travesías simbólicas. Estas imágenes, cargadas de exotismo y crítica cultural, abren preguntas sobre el paisaje como escenario de poder e ideología. A esta línea de trabajo se suma el Banco Hipopotacario (2025), una institución ficticia que parodia la lógica de la numismática financiera. El hipopótamo ocupa el lugar de próceres y alegorías importadas, propias de los billetes colombianos impresos en el extranjero en los siglos xix y xx, con escenas pastoriles europeas. En lugar de esas imágenes idílicas importadas, sus billetes exhiben la fauna errante de un país y una economía desbordadas, revelando lo grotesco y lo absurdo incrustado en sistemas de poder, representación y economía.
Camilo Restrepo retrata el universo criminal colombiano transformando los alias de sus protagonistas en personajes de caricatura al estilo Cartoon Network y Warner Bros. En su serie Caprichos (2014 – ), convierte a temibles asesinos en monstruos tragicómicos, denunciando con humor negro la banalización grotesca del mal.
En La domesticación de los hipopótamos bebés (2025), Iván Navarro, otro artista que se mueve anfibiamente entre el arte y la caricatura, ilustra la curiosísima relación entre las comunidades campesinas que conviven con los hipopótamos y las extrañas relaciones que establecen con sus crías, que van desde la frustrada adopción a la venta —sobra decirlo— ilegal. Sus dibujos son una forma de antropología satírica. En ellos, el hipopótamo deja de ser una rareza biológica para convertirse en un espejo absurdo del país: grande, fuera de lugar, con mirada tierna y potencial destructivo. Navarro traza el vínculo entre formas de afecto precarias y economías ilegales: entre lo doméstico y lo criminal, lo cómico y lo devastador.

El antropólogo X. Andrade, miembro del grupo Narcolombia y cocurador de la exposición homónima junto a Lucas Ospina y Omar Rincón, encargó al pintor costumbrista Pedro Calzadilla realizar 169 paisajes con hipopótamos (2025), número que coincide con el conteo oficial de estos animales en Colombia. En las obras, los mamíferos aparecen en idílicos atardeceres llaneros entre garzas y cascadas. Para X., esta serie permite explorar la estética narco globalizada y los cruces entre arte contemporáneo, artesanía y arte popular, mediante una doble autoría: x. concibe y encarga las piezas, Calzadilla las pinta y las firma.

Carlos Castro, por su parte, ha realizado gobelinos en la tradición de los tapices y las alfombras de lujo de los palacios de las cortes europeas, en los que desfilan barones de la droga locales revueltos con imágenes de blancos unicornios y seres mitológicos medievales. En una de estas pesadillas bordadas, La gran narco arca(2022), Pablo Escobar desembarca un zoológico entero de la barriga de un Hércules c-130, probablemente el mismo tipo de avión en que llegó parte de la megafauna de Nápoles en los lejanos años ochenta.
En El confidente celeste (2025), una serie de videos creados con IA, Divino Maik prolonga su teología del artificio hacia un cielo tropical donde lo sagrado y lo pop se confunden. Encarnado como Robin, el joven maravilla convertido en santo de barrio, el artista aparece cabalgando un hipopótamo volador, criatura imposible que mezcla la visión profética y el delirio digital. Como en las revelaciones de Ezequiel o san Juan, su figura se eleva entre galaxias fluorescentes y nubes barrocas. El hipopótamo, antes símbolo de invasión o exceso, se vuelve animal psicopómpico, mediador entre la fe y el algoritmo. Su vuelo inaugura un nuevo evangelio visual: el de la fe reprogramada por la inteligencia artificial, convirtiendo a Maik en un santo digital, guiado «por la fe, no por la vista», una comunión entre lo tecnológico y lo mítico, lo ridículo y lo sublime.
Al precursor Nadín Ospina, quien retoma el tema en sus Portales (2023) —diseñados también por IA e impresos digitalmente— y pone a los hipopótamos en las puertas del Congreso; a Baraya, x. Andrade y Castro, a Divino Maik y a Manuel Barón, quien ha realizado una serie de afiches «Se busca», en los que, entre otros animales (des)protegidos se encuentra El Gordo (2024) —por el que se ofrecen mil millones de pesos—, les interesa, más allá de la anécdota, el prisma narco para indagar sobre el lugar y el valor del arte hoy y ofrecer una mirada burlona que se aprovecha del realismo máfico para examinar gusto, autoría y patrimonio.
Con diferente intención, y en los escenarios donde la especie invasora se ha asentado con naturalidad forzada, estos animales han sido del interés de fotógrafos «puros», como Stephen Ferry y Zoraida Díaz, quienes sensiblemente han observado al contexto social de las comunidades que conviven con los paquidermos. Sus imágenes capturan ese paisaje contradictorio donde la belleza y la tragedia se mezclan, añadiendo un contrapunto necesario a la ironía y el humor negro de los artistas visuales.
Al precursor Nadín Ospina, quien retoma el tema en sus Portales (2023) —diseñados también por IA e impresos digitalmente— y pone a los hipopótamos en las puertas del Congreso; a Baraya, x. Andrade y Castro, a Divino Maik y a Manuel Barón, quien ha realizado una serie de afiches «Se busca», en los que, entre otros animales (des)protegidos se encuentra El Gordo (2024) —por el que se ofrecen mil millones de pesos—, les interesa, más allá de la anécdota, el prisma narco para indagar sobre el lugar y el valor del arte hoy y ofrecer una mirada burlona que se aprovecha del realismo máfico para examinar gusto, autoría y patrimonio.
Con diferente intención, y en los escenarios donde la especie invasora se ha asentado con naturalidad forzada, estos animales han sido del interés de fotógrafos «puros», como Stephen Ferry y Zoraida Díaz, quienes sensiblemente han observado al contexto social de las comunidades que conviven con los paquidermos. Sus imágenes capturan ese paisaje contradictorio donde la belleza y la tragedia se mezclan, añadiendo un contrapunto necesario a la ironía y el humor negro de los artistas visuales.
Piques, perreo y pintura
Directamente ligados al interés por los hipopótamos, algunos artistas se han enfocado en la estética urbana de hoy: reguetón, lujo, brillo e hipersexualización. En Medellín, Jorge Alonso Zapata ha pintado la vida cotidiana de la ciudad con el color, la alegría y el humor de los pintores de su tierra. Sus obras circulares, realizadas sobre objetos reciclados, principalmente discos láser, con títulos como El cliente, De rumba, Cóctel, Burger, Dinosaurio, Globos de amor, describen la vida agitada, exuberante y arriesgada del centro y bajo fondo de Medellín. No sobra recordar que fueron pintoras de esa ciudad quienes, en los años ochenta, registraron el ascenso del mal —y del mal gusto— en el valle de Aburrá: las hoy prácticamente olvidadas Dora Ramírez, Ethel Gilmour, Marta Elena Vélez y Flor María Bouhot.
El ya mencionado Alberto Baraya, en su serie Miami beast, ha pintado autos de lujo faroleando en escenarios costeros, como herederos de la pintura inglesa de caballos. Los derbis se convierten en piques, y la vida colorida del sur de Florida, epicentro de ferias de arte como Art Basel, se puebla de una variada fauna tan exótica como la del arte mismo. En este sentido, su obra dialoga con el éxito global de reguetoneros como J Balvin, Karol G o Maluma, cuyas imágenes construyen un relato de exceso tropical, sensualidad comercial y movilidad social a través del lujo, el cuerpo y la calle.

Pequeñas dosis, grandes visiones
Así como los autos de lujo y las cadenas de oro atraen a los artistas, otros aspectos de nuestra siempre cambiante relación con las sustancias aparecen en el panorama del arte de hoy, como lo son la automedicación, la experimentación psicodélica y las nuevas formas de terapia. No me referiré a las imágenes producto de experiencias internáuticas, de jaguares, noches selváticas, chamanas y colibríes, por ser dominantes y reiterativas. En cambio, las microdosis de psicodélicos clásicos, cada vez más populares y discretamente manejadas por un segmento cultivado de la sociedad urbana colombiana, y que se encuentran en el límite entre lo legal y lo ilegal, señalan nuevos caminos. En La materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil (2024), José Alejandro Restrepo se aparta tanto del brillo urbano como de la iconografía selvática estandarizada, para abordar —a través del papel secante del LSD— los vínculos históricos entre religión, Estado y poder simbólico. Inspirado en el Leviatán de Hobbes, estampa sobre microdosis gráficas motivos como Cabeza, Mitra, Espada o Fortaleza, representando las estructuras del poder teológico-político que, según él, siguen intoxicando incluso a las sociedades más seculares. Su obra no propone un viaje psicodélico, sino una crítica al discurso institucional como droga cultural: administrada en pequeñas dosis, simbólica y persistentemente absorbida.


Para Hippopotamensis (2025), el ya mencionado Camilo Restrepo cultiva los hongos de la familia Psilocybeencontrados en el estiércol de los hipopótamos del Magdalena —los mismos hongos de anillo ceroso que buscaban en el río La Miel los jipis de los años sesenta y setenta—. En Medellín, Restrepo los cultiva en el estiércol del caballo de río, como una forma de explorar su estatus ambiguo en la legislación que regula las drogas y sus posibles aplicaciones a nuevas formas de terapia mental.

Insert coins para una guerra fallida
No puede pasarse por alto un tema que lograría cambiar el equilibrio de la percepción general sobre la guerra contra las drogas y su intensidad: la regulación recreativa del cannabis. El Colectivo Paramédicos aborda su consumo con estética low-tech, reciclaje y humor ácido. En Vapor Wars, videojuego inspirado en Space Invaders, e. t. regresa a la Tierra no para «llamar a casa», sino para vengarse: armado con marihuana cósmica, se enfrenta en el ciberespacio a Nixon, Dupont, Hearst y otros próceres del prohibicionismo. Según los Paramédicos, la especie de e. t.
lleva siglos viniendo a recolectar la planta sagrada —véase la última escena de la película de Spielberg—, hasta que el siglo xx la convirtió en amenaza pública. El resultado: una guerra virtual entre extraterrestres cannábicos y moralistas terrícolas.
Finalmente, en este recuento de las artes visuales, no podrían dejarse por fuera los más atentos observadores de la vida política en Colombia: los caricaturistas. Con un lápiz más filoso que cualquier crítica académica, Antonio Caballero y Beto —ya fallecidos—, Chócolo, Mheo, Mico y Matador, entre otros, le han aplicado el remedio infalible del humor al camino sin salida de la guerra contra las drogas, recordándonos que, aunque la guerra continúe, la ironía puede ser el último refugio para quienes buscan transformar la realidad. En este sentido, su trabajo no es solo un alivio, sino un acto esencial dentro del arte comprometido con el presente. Por ahora, Colombia, como lo sostenía Juan Gabriel Tokatlian, hace más de treinta años, permanece aún «entre la fumigación permanente, la cooperación elusiva, la legalización imposible, y la militarización recurrente».


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