Una enorme pantalla proyecta y multiplica su rostro hasta el infinito. Rick Doblin lleva pantalones blancos y una camiseta negra, estampada con un collage de su propia cara. Sonríe mientras una oleada de aplausos y gritos inundan la sala.
El psicólogo está a punto de clausurar «la reunión psicodélica más grande de la historia»: la Conferencia de Ciencia Psicodélica, un evento organizado por la Asociación Multidisciplinaria para los Estudios Psicodélicos (MAPS), que él fundó en 1986. Durante cinco días de junio de 2023, un futuro lleno de curas para tratar toda suerte de males rozó la imaginación de los asistentes.
De repente, una voz, pequeña, y un tambor que late al ritmo de un corazón humano desgarran el monolito de aplausos. Doblin hace sombra sobre sus ojos con sus manos: quiere ver, pero no puede, cegado por las luces de su propia gloria. La gente abuchea a la mujer que habla.
«Quiero escuchar a todas las voces, pero este no es el momento», dice Doblin. La voz sigue gritando, un poco más alto, y Doblin ríe mientras insiste que ese no es el momento. Se escuchan susurros: «Llamen a seguridad». El tambor-corazón sigue sonando. Doblin también redobla: «Vamos a escuchar sus preocupaciones y les prometo que haremos todo lo posible para atenderlas».
De repente, otro latido inunda la sala: «¡Déjenlos hablar, déjenlos hablar!», cantan muchos al unísono. Ante la protesta masificada, el hombre de la camiseta de su propia cara deja subir a los cuatro manifestantes. El segundo en hablar es Daniel Castro-Kuthoomi, un curandero mestizo Kichwa. Castro-Kuthoomi, con una voz que tiembla, habla.
«Les mostramos nuestras medicinas para que se sanaran: no para que las tomaran, no para que las explotaran», dice. Recuerda lo que les pasó al tabaco, a la coca, al opio. «En unas décadas, van a ver cómo estas medicinas les van a hacer daño. Porque ellas están vivas y no les gusta ser abusadas. Este no es un movimiento de liberación colectiva. Esto es capitalización».
Apagan los micrófonos, ponen música que suena a retiro de yoga y luego, a petición de Doblin, la seguridad abre el micrófono para una última intervención. «El colonialismo nos ha causado heridas a todos. Pero la salida no es colonizar a las plantas ancestrales medicinales».
Hoy, el Renacimiento Psicodélico avanza con viento en popa. Hay por lo menos 67 compañías tratando de descubrir, manufacturar, testear y distribuir medicamentos basados en sustancias psicoactivas. De acuerdo con la empresa de fármacos Xylo, en abril de este año había 281 ensayos clínicos sobre psicodélicos registrados en Estados Unidos.
«Estamos en un punto de inflexión de la medicalización de estas plantas y sus saberes», dice Taylor Dysart, profesora asistente de historia en el Georgia Tech, quien estudia plantas psicotrópicas usadas por comunidades indígenas. Aunque advierte: «El entusiasmo por el futuro a veces eclipsa los matices del pasado».
Al escarbar en la historia, se hace evidente que, desde el Renacimiento, la tecnología ha sido clave para conquistar a las plantas medicinales indígenas y transformarlas en armas de conquista. Si bien los métodos cambian, el objetivo es el mismo: crear nuevas mercancías. Mientras tanto, las comunidades miran impotentes cómo las plantas son despojadas de sus nombres, desmembradas y desterradas.
«La invasión no es solo territorial», dice Miguel Evanuajoy, vocero de la Unión de Médicos Indígenas Yageceros de la Amazonía Colombiana (umiyac), quien pertenece al pueblo Inga. «Esto es más grave que la extracción de recursos naturales».
Herbae nudae
Una semana después de desembarcar en Guanahani, Cristóbal Colón mandó a tres marineros a explorar la isla que hoy hace parte de Las Bahamas. Vieron plantas nuevas. Se toparon con indígenas. Secuestraron a una mujer. No es posible saber qué pasó esa noche, pero en las otras sus soldados secuestraron y violaron mujeres. Y contrajeron sífilis. Sus cuerpos cayeron diezmados. Un árbol, el guayacán, tenía la cura.
Desde entonces, conocer las plantas locales se convirtió en «un asunto militar de primer orden», escribió el historiador Samir Boumediene en su libro La colonización del saber. Los remedios locales que los Tlaxcala le dieron a Cortés tras su huida de Tenochtitlán en 1520 lo curaron y le permitieron regresar un año después para tomar la ciudad. Los bezoares, piedras renales que distintos pueblos indígenas usaban para contrarrestar venenos, le costaron la vida a un niño de 12 años, quien les mostró a los españoles cómo sacarlas del vientre de las llamas, y por ello fue castigado, escribió en una carta el soldado Pedro de Osma en 1568.
Para ganarse las almas indígenas, los misioneros abrieron monasterios. Y para hacerse con sus saberes, los monasterios abrieron hospitales donde involucraron a curanderos indígenas. Aunque se interesaron por las plantas que usaban, los médicos europeos no prestaron atención a las concepciones de salud y enfermedad de las Américas, señala Boumediene. Para ellos, las plantas del Nuevo Mundo no eran más que «Herba nudae»: plantas desnudas, recién nacidas para la ciencia. Su misión era arroparlas con un nombre y un propósito.
Así, las plantas llegaban a Sevilla vaciadas de historia: hojas blancuzcas, un puñado de cortezas amargas al pulverizar, una raíz rígida, un tronco duro y pesado como un esqueleto reseco en la arena. Las fragancias que inundaban el puerto eran el único rastro vivo de su hogar. Más que un lugar físico, el Puerto Sevilla era un portal simbólico a lo que la educadora Vanessa Andreotti y sus colegas llaman la «casa que la modernidad construyó»: una casa cuyos cimientos separan al «sujeto» del mundo, que se convierte en un objeto listo para valorarse y medirse. Al atravesar la Puerta de América, como entonces se llamaba a la ciudad, las plantas medicinales se convirtieron en mercancía.
Por eso, no es casualidad que el primer tratado sobre la historia de la medicina americana haya sido escrito por Nicolás Monardes, un excomerciante de seres humanos. En el puerto oloroso de Sevilla, Monardes hablaba con religiosos, con soldados, mercaderes y marinos sobre cómo usar las cortezas y flores y hojas y semillas que luego plantaba en el jardín de su casa en la calle Sierpe. Con la bendición del arzobispo de la ciudad, experimentó en los cuerpos de los prisioneros de la Inquisición para validar los saberes indígenas ante sus compradores.
En 1565, cuando publicó el primer tomo de la primera farmacopea sobre plantas americanas, el hombre que nunca cruzó el Atlántico se transformó en el sabio por excelencia de la flora americana. Y América, hasta entonces vista como mina de oro, transmuta en mina de saberes.
Durante los tres siglos siguientes, en un período que hoy conocemos como el Renacimiento, botánicos y comerciantes, naturalistas y curiosos, cultivaron jardines, escribieron tratados, encargaron dibujos, confeccionaron herbarios. Un futuro lleno de remedios para tratar toda suerte de males rozó la imaginación europea.
Tres siglos después de que Cristóbal Colón mandó a tres soldados a explorar la flora de Guanahani, el ansia por los remedios americanos alcanzó su pico en los 1800. Fue entonces cuando el control de un árbol delgado y altivo del piedemonte amazónico transformó a Inglaterra y Holanda en los nuevos amos de la tierra.
Una fiebre eterna
Nataly Allasi Canales y las semillas del árbol nacional de su país se conocieron lejos de las cuestas donde ella y el árbol llegaron al mundo, en un laboratorio frío en medio de una isla fría. Canales, una bióloga genetista peruana, había crecido en la región amazónica de Madre de Dios, escuchando a sus profesores contarle la leyenda de cómo, en 1630, un brebaje hecho con la corteza rojiza y amarga del árbol de cinchona enfrió el cuerpo de la condesa de Cinchón, que hervía de fiebres y escalofríos típicos de la malaria. Fue así, les decía el profesor, que la piel de la quina se convirtió en un tesoro apetecido como ningún otro en Europa.
Durante trescientos años, el extracto de la cinchona fue el único remedio conocido contra la malaria. Si bien la enfermedad llegó a América con los europeos, fueron los sabedores indígenas a quienes se les ocurrió usar la corteza para tratar las fiebres, explica Kim Walker, investigadora de geografía histórica de la Royal Holloway University de Londres y el Real Jardín Botánico de Kew: «Tenemos claro que las comunidades indígenas tenían un conocimiento superior de la botánica y un extraordinario dominio de cómo aplicarla para tratar enfermedades».
Así, a lo largo de la Ceja de Selva —como llaman en Perú al lugar donde los Andes se encuentran con la Amazonía— en lo que hoy es Ecuador, Bolivia y Perú, cientos de jornaleros, generalmente indígenas, escogían los grupos de árboles que, bajo tierra, trenzaban sus raíces, y trepaban en ellos para rasparles las cortezas. Luego secaban y empacaban la piel de los troncos en costales hechos con la piel de las reses o en enormes baúles hechos con los cuerpos de otros árboles.
Las escamas vegetales viajaban sobre los lomos de las mulas y los vientres de los barcos por puertos y ciudades hasta Sevilla o Cádiz. Allí, la piel de la quinaquina («corteza de cortezas» en quechua) se transformaba en «la corteza de los jesuitas». Así, escribe Boudiene, un remedio indígena deviene medicamento.
Para el siglo XVIII, la planta ya era parte del canon médico desde España hasta Inglaterra. Pero la quina era escasa y poco confiable: a veces en los puertos americanos la rendían con otras maderas, a veces los boticarios ingleses teñían de rojo las cáscaras amargas de los cerezos que crecián frente a sus casas. Estandarizar y purificar, dice Walker, era el mayor obstáculo para el comercio. A principios del siglo XIX, el farmacéutico alemán Friedrich Wilhelm Adam Sertürner rompe esa barrera al aislar el extracto puro de morfina. Dieciséis años más tarde, dos farmacéuticos franceses aislaron las moléculas «milagrosas» de la cinchona y dieron a luz a la quinina.
Ambas, quinina y morfina, son alcaloides, un tipo de sustancias químicas que no ayudan a las plantas a crecer ni a reproducirse, pero sí les permiten sobrevivir. «Si eres una flor, te ayuda a emitir un aroma para que una abeja te polinice, o si una cabra te hace daño al masticar tus hojas, o te cae una roca encima, estos químicos te ayudan a sanar», explica Walker. Como la morfina y la quinina, la cafeína, la nicotina y la cocaína son moléculas grandes, fáciles de extraer. Con la desnudez de los alcaloides, un futuro lleno de remedios para tratar toda suerte de males rozó la imaginación europea.
La fiebre por la quina hirvió entonces a todo el continente. De repente, los bosques de los nacientes Estados suramericanos se llenaron de exploradores holandeses, franceses, alemanes e ingleses en busca de los árboles de quina con las cortezas más amargas. Estos piratas de los bosques, o biopiratas, prometían riqueza a los cascaquilleros —escaladores de árboles de quina— a cambio de las semillas. Uno de ellos, Charles Ledger, contrató al cascaquillero boliviano Manuel Ingra Mamani. «Mientras otros exploradores buscaban otras especies, Mamani decía: “las que habitan en esas montañas de allá son las mejores”», cuenta Canales. Su tesis de doctorado, que desenreda el árbol genealógico de las veintitrés especies conocidas de cinchona, analizó las cortezas recogidas por Mamani y encontró que efectivamente tienen altísimos niveles de quinina.
La mayoría de las semillas eran enviadas a las nuevas colonias europeas. Así, el árbol de las nubes llega a Jakarta, a Ceylan, a la isla de Java. Allí, los botánicos coloniales plantaron quinos, rasparon cortezas, extraían quinina que mandaban a farmacéuticas, casi siempre en Alemania, para que la analizaran y les dijeran cuáles especies tenían la mayor concentración. Inundaron los paisajes de quina. En el pico del comercio, las colonias asiáticas exportaron entre seis mil y nueve mil toneladas anuales de cortezas a Europa.
La quinina se convirtió en un arma del imperialismo, según diversos historiadores.
La colonización de África sólo explotó después de 1854, cuando un médico pensó en utilizar la quinina como preventivo y no solo como cura, dice Walker. Antes de eso, entre el 60 y el 90 % de los blancos que llegaban a África morían de malaria. Al usarla para prevenirla, las muertes se redujeron a menos del 20 %, explica la investigadora. «La conquista de África no habría sido posible sin la quinina como preventivo», añade.
Pero no todas las semillas llegaron a las colonias europeas. Fue así como los granos alargados de cinchona que Canales usó para su tesis terminaron en el Real Jardín Botánico de Kew, en Londres. «Cuando me mostraron esas semillas por primera vez, mis colaboradores se referían a ellas como las semillas de Ledger», recuerda. Escarbó en las cartas entre Ledger y Mamani y encontró que «cuando el pueblo se enteró de que Mamani había ayudado a Ledger a conseguir sacos de semillas, lo apresaron. Y los récords históricos dicen que, de hecho, él murió de los golpes que le dieron», dice Canales.
Cuando se enteró de esta historia, la científica pensó en todos sus ancestros. «Las empecé a llamar las semillas Mamani-Ledger. […] Es que yo estoy más cerca de haber sido Mamani hace 200, 300 años que de haber sido Ledger».
Hoy, el árbol de quina apenas si existe en las colinas andinas. 18 de sus 23 especies están amenazadas en Perú, incluyendo a la Cinchona officinalis, que sale en el escudo de ese país. No hay claridad sobre cuántos árboles crecen a lo largo de la cordillera. Por su parte, aproximadamente el 40 % de los medicamentos existentes se basan en la naturaleza y los conocimientos tradicionales, según la Organización Mundial de la Salud.
No obstante, la cantidad de nuevos medicamentos que hoy se descubren a partir de plantas cada vez es menor, señala Walker. A principios de 1990, activistas indígenas y campesinos propusieron un nuevo nombre para lo que hombres como Ledger habían hecho: biopiratería. En el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB) que se firmó en 1992, se establece que las compañías deben repartir los beneficios de usar plantas con los sabedores originales. Esto creó un nuevo «lodazal ético» que las farmacéuticas no querían tocar, explica Walker.
La forma de evadir las complicaciones éticas creadas por el Convenio sobre la Diversidad Biológica fue volcándose de lleno en una tecnología descubierta apenas unos años antes: el cribado de alto rendimiento. En este proceso, varios robots bailan una coreografía en la que, como en una app de citas, mezclan placas con virus, bacterias o células enfermas con cientos
de compuestos para ver si hacen «match». Ya que el cribado no usa plantas extraídas de un lugar específico, la industria farmacéutica ha podido atravesar «el lodazal ético» que hoy los obliga a compartir beneficios con las comunidades indígenas sin mancharse demasiado. En 1986, cuando se usó este método por primera vez, los robots analizaron ochocientos compuestos en una semana. Hoy, algunos sistemas pueden analizar hasta cien mil compuestos al día. El año pasado, investigadores de la Universidad de Washington realizaron una prueba piloto en la que la inteligencia artificial analizó miles de millones de compuestos químicos en menos de siete días.
Pero la promesa de los psicodélicos para tratar enfermedades de salud mental —el gran mal sin cura de nuestros tiempos— está obligando a la naciente industria psicodélica a ensuciarse las manos.
Terra nullius
En 1998, Leanna J. Standish, una química farmacéutica norteamericana, aterrizó en la selva amazónica brasileña, en donde probó la ayahuasca por primera vez. Tras la experiencia, decidió que su misión sería arropar a las plantas de la ayahuasca con una fórmula y un propósito. O, en sus palabras: «manufacturar un té de ayahuasca potente, estandarizado y de excelente calidad» para «todas las personas que la necesitan en Norteamérica».
Ese mismo año, al noroccidente de esa misma selva, asediados por la guerrilla de las FARC, los abuelos inga, siona, cofán, kamëntšá y koreguaje crearon la Unión de Médicos Indígenas Yageceros de la Amazonía Colombiana (UMIYAC) en el Alto Putumayo. Los enfrentamientos y reclutamientos fracturaban el espíritu de los territorios. Y el miedo a ser asesinados los mantenía lejos de las casas donde colectivamente tomaban el remedio y podían curar la tierra, cuenta Miguel Evanjuanoy.
Mientras la UMIYAC negociaba con los actores armados permisos para hacer las ceremonias de yagé, Standish recorría la Amazonía recogiendo muestras en ceremonias en las que participaba. «Me sorprendió que cuando les preguntaba [a los sabedores] si podía quedarme con 10 mililitros del té que tomábamos, nadie me dijo que no. Me decían: ¡tómalo, aprende, aprende!», dijo en una conferencia en el congreso Mundial de Ayahuasca en 2019, en España. Recolectó quince muestras y, tras analizarlas, encontró la concentración perfecta de DMT, el alcaloide que remodela temporalmente al sistema nervioso durante la toma de yagé. Un futuro lleno de remedios para tratar toda suerte de males rozó su imaginación.
Standish decidió iniciar su plantación en Hawái. Allí, unos cuantos bejucos de P. Caapi y P. birisis, las dos lianas fundamentales del té de yagé, llevaban cuarenta años creciendo lejos de la selva peruana en donde conocieron el mundo. Standish y sus estudiantes cultivaron jardines, rasparon cortezas, escribieron tratados sobre las lianas desterradas por tres botánicos norteamericanos. Enviaron a los herbarios del Jardín Botánico de Missouri trozos de las lianas trenzadas, que, como venas abiertas, mostraban un vientre desnudo y rojizo.
Luego, en 2016, con una autorización de la DEA, Standish y su equipo empezaron a cocinar ayahuasca en los laboratorios de Bastyr University cerca de Seattle. El bejuco del alma se transformó en un líquido oscuro empacado en botellas de vidrio marrón, difíciles de distinguir de aquellas en las que la quinina circuló por Europa en el siglo XIX. En 2019, veinte años después de su renacimiento ayahuasquero, Standish obtuvo el permiso para un ensayo clínico de fase i con ayahuasca.
La ceremonia llegará a Seattle vaciada de historia: los participantes tomarán ayahuasca en una sala sin ventanas escuchando cantos hindúes y música clásica. No usarán la música tradicional de las ceremonias indígenas porque, dijo Standish a la revista Quartz en 2022, querían reducir las variables para determinar qué es «necesario y suficiente» para que la ayahuasca sea efectiva. Dijo que habrá sanadores indígenas durante la intervención, pero que estos, así como los psicoterapeutas que también estarán presentes, deberán tratar de mantenerse callados y solo intervenir en una crisis.
Tras los ensayos, que aún no han sucedido, la ayahuasca médica deberá pasar por exámenes toxicológicos, otras tres fases de estudios clínicos y salir de la lista de sustancias controladas de la DEA. «Necesitamos recoger millones de dólares», dijo Standish en la Conferencia Mundial de Ayahuasca en 2019. No dijo ni una palabra sobre quiénes se beneficiarán si llega al mercado su «farmahuasca», como se ha llamado a los medicamentos basados en DMT.
Un año después, Standish y la «emprendedora social» Victoria Hale crearon Sacred Medicines PBC, una «empresa para el beneficio público» en la que «la misión de desarrollar medicamentos que sanen al mundo y la viabilidad financiera son igualmente importantes». Su padrino fiscal: MAPS, la organizadora de la Conferencia de Ciencia Psicodélica interrumpida por activistas indígenas en 2023.
En 2022, Hale y Standish conocieron a Miguel Evanjuanoy en un panel virtual sobre la medicalización de la ayahuasca. La voz de Miguel llegaba entrecortada a través de un Wi-Fi que no atraviesa la espesura de la selva en el resguardo Yunguillo, en Putumayo.
«Me preocupa escuchar a las compañeras de cabello blanco cuando hablan de medicalizar la ayahuasca. La investigación siempre llegó así a las comunidades, diciéndonos: “nosotros no somos empresa”, pero luego se convirtieron en empresa», dijo Evanuajoy en el panel. Como él, la líder y artista brasileña Daiara Tukano cuestionó a Hale y Standish. «Cuando hablan de la demanda y de que sea rentable, hablan en términos que no hacen parte de nuestra relación con la ayahuasca».
Para Occidente, las plantas psicodélicas —ya con el abrigo de nombres científicos— son «terra nullius»: tierras de nadie, aún no habitadas por el comercio, escribieron en 2022 los investigadores Alnoor Ladha y Rene Suša. Son, además, tierras fértiles: estimaciones recientes calculan que para 2032 podría tratarse de una industria de entre siete mil y diez mil millones de dólares.
En el conversatorio virtual, ante la pregunta de si estarían dispuestas a frenar los estudios clínicos si así lo solicitan las comunidades, Victoria Hale respondió que lo último que quiere hacer es «perpetuar las prácticas del pasado de capitalistas extractivos» a quienes no les importaba nada más que el dinero. «Queremos construir relaciones, estar unidos, poder tener confianza», dijo.
Si bien desde 2010 existe un tratado internacional que hace explícita la necesidad de repartir beneficios por el uso de la biodiversidad y propone mecanismos para respetar la propiedad intelectual de las comunidades indígenas, este sistema está lleno de vacíos, explica Juan Felipe Guhl Samudio, coordinador del programa de dinámicas socioambientales y culturales del Instituto sinchi. «Ni siquiera tenemos que hablar de grandes farmacéuticas. Tú llegas al campo y te encuentras con que una comunidad campesina sabe extraer el aceite de milpesos, que también es extraído por los ticunas. Entonces, ¿con quién te vas? ¿Con los campesinos de tercera generación que aprendieron de sus mamás y abuelas, o con las comunidades ancestrales?».
Ante los vacíos, las comunidades indígenas están explorando sus propias alternativas. En la última Conferencia indígena de la Ayahuasca, UMIYAC y otras treinta y cuatro organizaciones indígenas de Brasil, Perú, México, Guatemala, Indonesia, Egipto y Estados Unidos decidieron crear un Consejo de Líderes Espirituales Indígenas, que se encargue de representar a los pueblos ante Estados, empresas e investigadores y promueva leyes nacionales para proteger su soberanía.
Evanjuanoy intenta lograr algo similar desde el Fondo para la Conservación de las Medicinas Indígenas, del que es codirector. El fondo, dirigido y gestionado por líderes indígenas, apoya a veinte pueblos en siete países para conservar y proteger los saberes de cinco bioculturas: la ayahuasca amazónica, las hojas pequeñas de los árboles de iboga de África central, el peyote y las ranas Bufo del norte de México, y los hongos de su Sierra Madre.
«Estas son medicinas sagradas de los pueblos para los pueblos. Nosotros necesitamos curarnos,porque nos fracturaron el sistema organizativo y ahora estamos buscando sanación», dice Evanjuanoy.
Al final del conversatorio virtual, el líder indígena quedó reducido a una masa de píxeles negros: se fue la luz en su casa y perdió la conexión con su traductor. Su voz se escucha aún menos. Tukano, en cambio, puede hablar. Lo hace con una voz que no tiembla.
«La mejor manera de que las personas no indígenas sean aliadas, a veces, simplemente se trata de escuchar una única palabra: “no”. Y dar un paso atrás. Inténtelo, al menos una vez. Tal vez así encontremos formas creativas de establecer conexiones».
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