Es un espectáculo visual, pero va más allá. Se trata de una forma de pensamiento que instala una conversación urgente sobre cómo vemos, cómo registramos lo real y cómo las máquinas empiezan a ofrecernos un tipo de sensibilidad que no imita la nuestra, sino que la enfrenta. Esta noche, el Teatro Colón, del Centro Nacional de las Artes, recibe a uno de los artistas digitales más influyentes del mundo: Quayola.
Nacido en 1982 en Roma, Quayola no se limita al arte digital como efecto visual ni al terreno funcional de la ingeniería computacional. El italiano trabaja desde un territorio intermedio que interpela tanto a programadores como a historiadores del arte, músicos y botánicos, los algoritmos y la tradición pictórica. Su obra introduce un extraño tipo de lucidez: no muestra cómo ve la máquina sino cómo se transforma la realidad cuando la dejamos ser mirada por un sistema que procesa y decide desde otros parámetros.
Entrar en ese universo requiere soltar la expectativa de obra cerrada. Nada está completo. Nada busca la imagen perfecta. Lo que Quayola propone es una tensión entre lo que creemos reconocer y lo que está siendo reconstruido en tiempo real. La naturaleza aparece como una huella que se reorganiza bajo reglas invisibles; las pinturas del Renacimiento se convierten en superficies que tiemblan bajo un análisis minucioso; las esculturas de Bernini se deshacen en puntos que vuelven a unirse bajo un orden matemático. A veces el resultado genera extrañeza, otras veces produce una suerte de claridad inesperada. En todos los casos, lo que aparece es una nueva forma de atención.
Un artista que desmonta la mirada
Quayola pertenece a esa generación que entendió que las imágenes ya no se consumen únicamente como representaciones, sino como transmisiones de datos. Para él, mirar no es reproducir una forma sino analizar una estructura. Por eso trabaja con paisajes naturales, iconografías religiosas, esculturas clásicas o flores capturadas en cámaras de ultra alta definición. Todo ese material está sometido a un procedimiento que no busca producir belleza en un sentido tradicional sino estudiar el comportamiento de lo visible. Es un laboratorio de observación, sólo que la observación está mediada por software.
En sus piezas más conocidas, como las series de Pleasant Places o Remains, los árboles y las formaciones rocosas no son excusas para un homenaje romántico a la naturaleza. Son sistemas complejos que el artista entrega a un algoritmo para que los lea con una precisión que ningún ojo humano podría sostener durante tanto tiempo. El resultado suele tensionar nuestra relación con lo orgánico: lo que parecía estable se fragmenta, lo que parecía armónico se redistribuye en patrones geométricos y lo que parecía real se vuelve esquema. Sin embargo, la frialdad no aparece. Lo que sí aparece es una nueva sensibilidad que oscila entre lo que reconocemos y lo que la máquina decide revelar.
En otras series, como Strata o Iconographies, Quayola parte de obras maestras de la pintura sacra o barroca. Las imágenes se deshacen sin desaparecer por completo. El gesto clásico permanece como un eco, aunque ahora sometido a la lectura obsesiva de un sistema que calcula densidades, colores, sombras y velocidades. Hay algo casi arqueológico en ese proceso, pero también una intuición contemporánea; la historia del arte no es una línea muerta que se contempla a distancia, sino un archivo vivo que puede reconfigurarse cuando cambia el instrumento de lectura.
Quayola no trabaja desde una idea ingenua de la tecnología. No cree en la máquina como sustituto del ojo humano. Tampoco busca una estética futurista. Su obra está movida por una pregunta más compleja: qué ocurre con la percepción cuando el cálculo entra en escena, qué tipo de imagen nace cuando dejamos que un sistema no humano lleve el ritmo del análisis. Allí aparece la inteligencia artificial como herramienta, pero también como interlocutora. No es una aliada ni una amenaza. Es un punto de vista.
Naturaleza y algoritmo
En buena parte del trabajo de Quayola, la naturaleza ocupa el centro. No como refugio ni como ideal perdido. Más bien como un campo de fuerzas llenas de irregularidades y repeticiones, patrones y excepciones, formas que parecen ordenadas desde lejos pero que se quiebran cuando el lente se acerca demasiado. Quayola entiende la naturaleza como una estructura en movimiento que dialoga con el sistema algorítmico de manera casi horizontal. No hay reverencia hacia lo orgánico ni devoción hacia lo digital. Lo que existe es una fricción constante.
Ese diálogo sin jerarquías permite que aparezca un tipo de imagen que no es del todo figurativa ni del todo abstracta. Las flores sometidas a escaneos de alta precisión no se convierten en caricaturas digitales pero tampoco permanecen como objetos reconocibles. Los campos de trigo registrados en Remains no son documentales ni paisajes pictóricos. Son estados intermedios donde lo vivo y lo computacional se leen mutuamente. Allí se abre una zona que no depende del asombro ni de la novedad tecnológica. Es una zona de estudio, casi científica, pero con un sentido estético evidente.
La presencia de Quayola en museos, bienales y festivales no se debe a un efecto de moda. Se debe a que su obra ofrece un lenguaje nuevo que reconfigura la relación entre observación y representación. No busca superar a la tradición ni hacerle homenaje. La desplaza, la abre, la llena de interrogantes. Desde ese lugar dialoga con artistas del pasado sin nostalgia y con artistas del presente sin ansiedad por lo digital.
El sonido como territorio paralelo
Aunque su obra es visual, el sonido ha sido un aliado fundamental en su práctica. Más que acompañamiento, este funciona como otra forma de lectura. En proyectos con músicos electrónicos, especialmente aquellos que trabajan desde estructuras rítmicas complejas, Quayola encuentra un paralelo entre el análisis visual y el análisis sonoro. Los dos mundos trabajan con capas, variaciones mínimas y tensiones internas. Sus colaboraciones no presentan un equilibrio decorativo entre imagen y audio, sino una conversación estructural que sitúa la percepción en un estado distinto.
Este vínculo con el sonido permite comprender por qué su obra encaja en un escenario como el Teatro Colón del Centro Nacional de las Artes. Allí la visualidad no se despliega como proyección aislada sino como presencia total. La sala funciona como un amplificador de tensiones, un espacio que exige una lectura colectiva del fenómeno visual.
Luce: la obra que llega a Bogotá
La visita de Quayola a Bogotá culmina con la presentación de LUCE, una pieza audiovisual que sintetiza muchas de las búsquedas de su trayectoria. LUCE trabaja con imágenes cargadas de memoria cultural que son sometidas a un procedimiento digital donde la luz no es un recurso expresivo sino un instrumento de interrogación. Las formas aparecen y desaparecen bajo intensidades que no obedecen a una lógica narrativa. Lo que guía la obra es una relación directa con la percepción: la luz como agente que organiza y desorganiza lo visible.
LUCE no pretende contar una historia ni instalar un mensaje. Propone una experiencia atenta, una búsqueda de imágenes que se rehacen frente a nuestros ojos y que dejan expuesto el proceso mismo de su transformación. Ese proceso es la clave de la obra y también el corazón del trabajo de Quayola. Bogotá tendrá la oportunidad de presenciarlo en vivo, en un escenario donde la luz y la mirada comparten un estado de descubrimiento.
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