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Kauka: arte y poder

10 de diciembre de 2025 - 12:52 pm
El 47 Salón Nacional de Artistas se convirtió en escenario de una vieja batalla entre Lamistas y élites del Cauca. Ante la estatua caída de León Valencia hay una pregunta que revive: ¿quién decide qué merece ser monumento y qué debe ser arte?
El 25 de noviembre de 2025, Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, descendientes Lamistas arrastraron el busto del expresidente Guillermo León Valencia para depositarlo en el museo dedicado a la memoria de su padre, el también político conservador Guillermo Valencia.
El 25 de noviembre de 2025, Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, descendientes Lamistas arrastraron el busto del expresidente Guillermo León Valencia para depositarlo en el museo dedicado a la memoria de su padre, el también político conservador Guillermo Valencia.

Kauka: arte y poder

10 de diciembre de 2025
El 47 Salón Nacional de Artistas se convirtió en escenario de una vieja batalla entre Lamistas y élites del Cauca. Ante la estatua caída de León Valencia hay una pregunta que revive: ¿quién decide qué merece ser monumento y qué debe ser arte?

I. Huracán

El recorrido de un huracán alberga en su corazón una paradoja: un ojo de calma absoluta. Primero viene el embate furioso de los vientos y la lluvia torrencial. Luego sobreviene una quietud inesperada. El cielo puede incluso despejarse. Pero esta paz es ilusoria: pronto regresa la furia atmosférica a completar el ciclo.

La atmósfera noticiosa en torno a Popayán, con el paso de Kauka, el 47 Salón Nacional de Artistas, parece seguir este patrón huracanado. Tras el ruido inicial del primer embate nos encontramos ahora ante el silencio institucional, en la contingencia de la calma: ese ojo incierto que precede lo que aún está por venir.

II. Catorce mil mujeres Lamistas

En 1927, cuando Colombia no entendía que las mujeres podían ser sujeto político, un rumor comenzó a trepar por las montañas del Cauca. No venía de las élites sino de la base, de los patios de tierra donde se reunían —casi a escondidas— indígenas, campesinas y artesanas. Un nombre se repetía con la fuerza de una contraseña: Manuel Quintín Lame.

El líder indígena denunciaba lo que todos sabían, pero casi nadie se atrevía a pronunciar: que la tierra les había sido arrebatada, que la servidumbre indígena seguía, que los terratenientes mandaban más que el Estado. El poder respondió con persecución, golpes y cárcel. Y mientras los hombres quedaban atrapados en los oficios obligados de las haciendas, fueron las mujeres las primeras en levantarse.

Ese año, primero de una en una, en decenas, en cientos y hasta llegar a más de catorce mil mujeres, las Mujeres Lamistas —llamadas así por el apellido de Lame que se volvió raíz, escuela y memoria— caminaron hasta Popayán. Fue un río de ruanas y trenzas que descendió por los caminos viejos para exigir el fin del despojo territorial, el reconocimiento político de los pueblos indígenas, la libertad de Lame y respeto por la vida y el gobierno propio. Escribieron el «Derecho de la mujer indígena en Colombia», un texto que fue difícil publicar, pero que la memoria oral mantuvo vivo.

Casi cien años después, esa raíz volvió a abrirse paso. El 25 de noviembre de 2025, Día Internacional de la No Violencia contra la Mujer, descendientes Lamistas caminaron juntas de nuevo, acompañadas por artistas, activistas feministas, hombres como voceros y cargueros y una persona líder de la comunidad LGBTI, en el marco de Kauka, el 47 Salón Nacional de Artistas, como acto político, espiritual y profundamente simbólico en que arrastraron el busto del expresidente Guillermo León Valencia, para finalmente depositarlo en el museo, o mausoleo sacrosanto dedicado a la memoria de su padre, el también político conservador Guillermo Valencia.

 

III. ¡Más arte degenerado!

Ese mismo día, la Alcaldía de Popayán emitió un comunicado rechazando el acto: «Hacemos un llamado contundente: No al odio. No a la violencia. No al daño del patrimonio. Popayán necesita autoridad, conciencia, convivencia y respeto».

Este rechazo fue una desatención más de la oficialidad caucana hacia el evento, que no adjudicó recursos, incumplió la promesa de prestar el Museo Negret y amenazó con cancelar permisos tras un incidente paralelo al concierto inaugural de Kauka. Durante este, estudiantes de la Universidad del Cauca organizaron una pintatón para rehacer un mural pro Palestina que la Sociedad de Mejoras Públicas había cubierto el día anterior, lo que generó un enfrentamiento con un grupo de damas blancas vestidas de blanco que buscaban «defender la dignidad» de la pared recién blanqueada. Solo la persuasión de funcionarios del Ministerio de Cultura y del equipo curatorial permitió continuar con la programación en espacios alternos a los convenidos.

Al día siguiente, el Consejo Gremial y Empresarial del Cauca, con un tono altivo de mandamases ante los funcionarios, criticó que los hechos ocurrieran «a pocas cuadras de la Alcaldía de Popayán y la Gobernación del Cauca, sin una acción inmediata por parte de las autoridades locales».

Dos días después, desde Twitter, el expresidente Álvaro Uribe Vélez, eterno en su apostolado, dictó sentencia en tono telegráfico: «Popayán, seguidores del Gobierno, destruyen busto del Presidente Valencia […] El socialismo enfurecido instiga para que asesinen o desentierran a los muertos para “asesinarlos”».

Con esta venia, al día siguiente apareció un texto ciclotímico de la senadora Paloma Valencia, ilustrado con una imagen generada por IA que, con el automatismo propio de la estupidez de las inteligencias artificiales, reemplazaba el pañuelo de tela por una cadena, señalando que «un grupo de personas profanó la memoria de mi abuelo» y advirtiendo que «uno de los participantes fue claramente identificado, pese a su gorra y gafas para ocultarse». 

Valencia acusó: «estos “artistas” aprovechan un escenario del Ministerio de Cultura […] para montar un grotesco “juicio popular” contra el presidente Guillermo León Valencia, al estilo del M-19», afirmando que el acto «representa una amenaza explícita contra mí y mi familia, amparada por instituciones del gobierno Petro». Y anunció: «Viajaré a Popayán para restaurar la estatua en el lugar que le corresponde por derecho histórico».

Valencia utilizó estratégicamente las comillas en «artistas» como recurso deslegitimador, sugiriendo que quienes participaron no merecen tal designación. Al poner en duda su condición artística, se arroga tácitamente la autoridad para determinar quién califica como artista «verdadero», el mismo recurso que hace casi cien años llevó a una fuerza en el poder a calificar ciertas expresiones como «arte degenerado».

Al no poder negar una acción colectiva, la estirpe conservadora pareció parafrasear a Laureano Gómez y recurrió a otra estrategia: personalizar para deslegitimar. Una mujer, la senadora Valencia, optó —por acción y por omisión, con amplio conocimiento y crasa ignorancia—, por borrar a otras mujeres, a 14.000 para ser exacto. 

Más de catorce mil mujeres, no «el gobierno Petro». Mencionar nombres propios para tapar una discusión colectiva es una táctica antigua del poder: reducir un acto de inconformidad social a la «locura» o «delincuencia» de un solo sujeto o líder político. La criminalización individual es un truco, no un argumento. Se trata de reducir lo que es un síntoma continental —las estatuas coloniales cayendo en toda América— a un caso aislado, a un gesto vandálico.

Ese borramiento mediático no puede ocultar lo esencial: esta acción no fue individual, no fue espontánea, no fue vandalismo. Fue una pieza colectiva de largo proceso, inscrita en el marco del Salón Nacional de Artistas, cuyo corazón curatorial late precisamente a partir de gestos como estos: una asamblea de mundos posibles que moviliza formas de hacer y pensar el arte que desbordan las convenciones museográficas y remueven las telarañas del museo.

La acción fue investigación histórica, ritual, espiritual, performance político, justicia restaurativa, escultura social. Fue lo que Gaitán llamaba «sana agitación» como razón de ser del Salón Nacional de Artistas: un arte que interviene en la disputa por la memoria, por el sentido de lo público, por el derecho a definir qué merece ser monumentalizado y qué debe ser juzgado. ¿Por qué seguimos llamando patrimonio a estatuas que exaltan a élites políticas desconectadas del Cauca actual? ¿Por qué temer tanto al debate sobre la memoria?

 

IV. La pirámide cercenada

Todo lo construido en Popayán se ve pequeño desde la pirámide del Morro del Tulcán. Tal vez por eso se trajo un pasto francés para ponerle un tapete verde que oculte el origen de este monumento imponente construido por «sociedades cacicales tardías» entre el año 800 y el siglo XVII.

Desde la cima del Tulcán todas esas iglesias y barrios de la ciudad blanca son techitos de un pequeño feudo seudocolonial, una ciudad pálida, juguete de una élite con apellidos hidalgos (Valencias, Caballeros, Iragorris et al.) que hoy transa cuotas de poder con fuerzas emergentes y vive su reinado de abolengos en los días «santos» de la Semana Santa.

En 1940 el Estado cercenó la cabeza de la pirámide para instalar una estatua del conquistador Sebastián de Belalcázar. El 16 de septiembre de 2020 el ícono fue derribado por habitantes de la región. El derribo reveló una violencia centenaria: el genocidio, despojo y acaparamiento de tierras; la desaparición de los pueblos Pubenences, la tortura por empalamiento y ataques con perros asesinos, los asesinatos de Taita Payán, Taita Calambás y Taita Yasguen.

Para restaurar el monumento patrimonial habrá que terminar de picar la base de granito, quitarle el tapete francés, remover la carretera que ahorca su imponencia y devolverle a esta pirámide de 80 metros la altura que merece. Restaurar no es volver a poner a Belalcázar —ni ninguna otra estatua—. Cuidar el patrimonio es restituir.

Esta es la geografía simbólica donde se inscribe KAUKA, el 47 Salón Nacional de Artistas. Popayán no es una ciudad inocente: es un teatro de memorias en disputa, un palimpsesto donde cada capa cuenta una historia de imposición, resistencia y ocultamiento. El pasto francés sobre la pirámide ancestral es la metáfora perfecta del «patrimonio»: un tapete decorativo que oculta la violencia fundacional bajo la retórica de orden, religión y turismo.

 

V. Salón Nacional de Artistas

El Salón Nacional de Artistas es el evento estatal que, a nivel cultural, tiene más kilometraje en Colombia. Sus 47 versiones fueron antecedidas por exposiciones decimonónicas: la Primera Exhibición de la Moral y de la Industria en 1841; en 1886 otra con más de 1.200 obras; en 1910 un Pabellón de las Artes para celebrar el Centenario de la Independencia.

El político Jorge Eliécer Gaitán había estudiado derecho en Italia entre 1926 y 1928 —en pleno apogeo del fascismo, justo cuando Mussolini articulaba arte, arquitectura y nuevos medios («Il cinema è l’arma più forte»). 

En el proyecto político fascista, el arte ordena la percepción colectiva, moldea la sensibilidad, produce imágenes al servicio de la narrativa de nación: vigor, disciplina, homogeneidad, modernidad, vanguardia.

Tal vez esa puesta en escena totalitaria llevó a Gaitán, como ministro de Educación, a proponer el Primer Salón Anual de Artistas y, sobre todo, a dejar libre la definición: es un salón de artistas, no de arte. Su gesto contrastaba frontalmente con lo que, un año antes, en 1939, habían hecho los nazis con la exposición de «Arte Degenerado»: definieron qué era y qué no era arte por vía de un montaje paródico, itinerante, acompañado de catálogos y discursos que correlacionaban estética con pureza racial.

La categoría de «degenerado» no era estética, sino política; un instrumento para decidir qué vidas, sensibilidades y memorias podían circular y cuáles debían ser expulsadas. Cuando un gobierno define qué es arte, define también el marco de lo imaginable: qué imágenes pueden consolidar una identidad y cuáles deben borrarse de la memoria colectiva.

En Alemania, más de 700 obras fueron expuestas al escarnio público bajo el rótulo de Entartete Kunst —«arte degenerado»—, acusadas de ser síntoma de distorsión mental, perversión ideológica o influencia «judía» y «bolchevique». El resultado: prohibición, despidos de docentes, cierre de escuelas, censura y vigilancia. Quien define el arte define quién pertenece y quién sobra. La destrucción genocida empieza por quemar libros, obras, objetos, luego siguen las personas.

Frente a ese horizonte autoritario, Gaitán apostó, por lo contrario: por la ambigüedad del arte, por el riesgo, por su inmanencia indomable.

En su discurso inaugural del Salón de 1940, Gaitán dijo: «[…] la exposición logra provocar en torno a ella una sana agitación que reintegra, dentro de nuestra incipiente vida espiritual, la preocupación estética al plano eminente que por derecho le corresponde». Continuó: «La intervención del pueblo […] no debe circunscribirse a la situación pasiva de mero espectador […] su función esencial debe ser la de juez de conciencia que debe decidir si hay o no un arte propio».

El Salón Nacional de Artistas ha pasado por una larga serie altibajos históricos: en su primera edición empleados timoratos ocultaron la obra de Débora Arango; en la segunda el Estado enfrentó la furia eclesiástica por La Anunciación de Carlos Correa con una virgen desnuda; en otra versión los artistas, todos hombres, depositaban sus votos en un sombrero para elegir al ganador; recientes son su esquema curatorial, descentralización y desconocimiento en las ciudades donde aterriza bajo una itinerancia de bajo perfil y presupuesto, su desconexión con los Salones Regionales y sus censuras preventivas y borramientos.

 

VI. ¡Arte degenerado!

El expresionismo como síntoma de pereza e inhabilidad en el arte es el título de un texto escrito por el poderoso político conservador Laureano Gómez fue publicado en 1937, en Bogotá. Justo cuando en Alemania se inauguraba Entartete Kunst (Arte Degenerado).

Laureano Gómez se pregunta retóricamente: «¿la época que nos ha tocado vivir es uno de esos momentos felices de claridad, pleno de dominio y de armonía, que señalan las cumbres alcanzadas en la realización estética por la inteligencia del hombre? O por el contrario, ¿bajamos el declive de una pendiente de decadencia hacia un trágico abismo de inhabilidad y de ordinariez, descenso del que no podemos darnos cabal cuenta, perturbados por la algarabía de las trescientas ocas de que hablara el poeta?».

Por su parte, el catálogo nazi declara que pretende «mostrar cómo estos revoltosos esparcieron síntomas de degeneración, infectando a gente de bien, gente incauta que, pese a tener talento artístico, no tuvo el buen juicio ni el carácter o sentido común necesarios para resistir unirse a la algarabía de los judíos y los comunistas».

La coordinación ideológica entre ambos discursos es evidente: tanto Laureano Gómez como el Partido Nacional Socialista invocan la idea de decadencia y el declive hacia un «trágico abismo de inhabilidad». Ambos acusan a los movimientos artísticos modernos de esparcir síntomas malignos que infectan a «gente de bien», y ambos emplean la metáfora despectiva de la «algarabía» para deslegitimar estas expresiones artísticas.

 

VII. «Maestro, ¡usted debería ser más caballero!»

Según Manuel Quintín Lame, en su libro Los pensamientos del indio que se educó dentro de las selvas colombianas, Guillermo Valencia fue su enemigo acérrimo entre los aristócratas de Popayán. Esta enemistad militante pervive en las anécdotas que circulan hasta hoy entre los indígenas del Cauca. Se cuenta que cuando Quintín fue capturado en 1918 y traído a Popayán, amarrado a la cola de una mula, al entrar por la calle de El Humilladero, el maestro Valencia se acercó para insultarlo y recibió del indio sedicioso esta respuesta: «Maestro, ¡usted debería ser más caballero!». También se refiere que Valencia fue al calabozo expresamente para propinarle «dos trompadas». En su libro, Quintín afirma que Valencia, siendo representante a la Cámara, solicitó su destierro de Colombia.

En 2021, el busto de Guillermo León Valencia fue derribado durante las protestas del Paro Nacional. De tumbo en tambo, fue salvado de una fundición, adoptado por artistas, lavado en ríos, fueteado y armonizado, brillado, fotografiado, paseado por veredas, amarrado con firmeza y cuidado al lado de bultos en una chiva. El busto incluso viajó a Bogotá para su exposición en el Museo de Arte del Banco de la República en la muestra Sembrar la Duda, a finales de 2023, donde fue de nuevo oficializado, curado, museificado, inventariado, asegurado, comentado y visitado.

Ahora, en Kauka, el busto fue recogido por manos de mujeres que invocaban las memorias de 1927 para arrastrarlo por su base corroída por las mismas calles donde, según la tradición oral, Manuel Quintín Lame fue arrastrado y golpeado hace más de un siglo. El gesto no era violencia ni amenaza: era inversión histórica por vía de la representación estética, justicia simbólica por vía de una manifestación política.

El recorrido terminó en la Casa Museo Guillermo Valencia, el hogar patriarcal al que el hijo, ahora en forma de bronce, regresó. Allí se realizó un juicio espiritual. Las mujeres Lamistas cantaron, hablaron del daño territorial y político acumulado, de la necesidad de resarcir simbólicamente la infamia contra Lame. 

Enumeraron delitos específicos: la militarización forzada de territorios indígenas durante el gobierno de Guillermo León Valencia; el Decreto 3398 de 1965, que autorizó armar civiles y creó condiciones para violencias posteriores; la profundización del despojo territorial; la imposición de un modelo de Estado que desconoció a las mujeres indígenas, sus sistemas de justicia, medicina, espiritualidad y liderazgo; la violencia simbólica que exaltó a la élite blanca caucana mientras invisibilizó la resistencia Lamista.

Después del 25 de noviembre, cuando las mujeres Lamistas restituyeron el busto del hijo al mausoleo paterno, el Museo Guillermo Valencia lo devoró, se indigestó con la revuelta y cerró sus puertas por varios días. Una alcaldía afanosa de cancelar todos los otros permisos concedidos al Salón fue contenida gracias a la acción de funcionarios de varias unidades del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes que lograron, con argumentos y articulación jurídica, detener acciones que no iban a lugar y procurar que la Alcaldía de Popayán desescalara su pedaleo beligerante.

El busto ahora, al parecer, está en manos de la policía, como si esas autoridades, movidas por órdenes superiores, tuvieran el deseo de continuar con la obra performática del supuesto daño a un bien patrimonial nunca declarado patrimonio, y de un busto que, al contrario, fue cuidado y restituido al orbe cerrado de su origen patriarcal para que sea de nuevo brillado con el bálsamo de la godarría: «ahí les dejamos su bronce…».

 

VIII. El bronce que camina

¿Quién define qué es arte? ¿Es arte el busto de bronce que glorifica al conquistador del país del que supuestamente nos independizamos y al terrateniente? ¿O es arte el proceso colectivo de memoria que durante un siglo mantuvo vivo el recuerdo de catorce mil mujeres que nadie quiso nombrar? 

¿Qué hacemos cuando las estatuas que heredamos no representan heroísmo, sino lo contrario? ¿Qué hacemos cuando el bronce monumentaliza precisamente a quienes dictaron los mandatos inicuos, a quienes firmaron los decretos del despojo, a quienes persiguieron a las heroínas? ¿Seguimos llamando «patrimonio» a lo que en realidad es la petrificación de la injusticia?

El arte, cuando no se deja domesticar por el Estado ni por el mercado, cuando no se contenta con ser decorativo o políticamente correcto, es todo eso a la vez: es el monumento y su demolición, es el archivo y su reescritura, es el museo y su asalto simbólico. Es la ambigüedad indomable que Gaitán defendió en 1940, la que se niega a ser clasificada, la que escapa a la pureza de cualquier canon.

Lo que sucedió en Popayán el 25 de noviembre de 2025 no fue un acto contra el arte. Fue un acto de arte en su sentido más radical: un arte que se atreve a tocar lo intocable, a desacralizar lo sacralizado, a profanar lo improfanable, a convertir el bronce inerte en materia viva que se arrastra, se transforma, se acusa y repara. Un arte que no pide permiso para existir, que no espera la bendición curatorial ni gamonal, que se hace cargo de su propia definición y consuela a los afligidos y aflige a los acomodados.

 

IX. Estatuas

Y aquí es donde la palabra de 1927 resuena con una claridad estremecedora. En su manifiesto, las catorce mil Mujeres Lamistas escribieron algo que hoy cobra una dimensión profética:

«Señores, señoras y señoritas del país colombiano: los pueblos deben obedecer las leyes; pero los legisladores deben acatar la justicia. Y cuando la injusticia es evidente, cuando el legislador decreta cosas en contradicción con las leyes naturales y divinas, no tiene derecho a la obediencia… Pues ¡qué! si se debe obediencia a lo injusto, a lo inicuo, a lo absurdo, ¿qué pensaremos de los hombres ilustres que en todas las épocas se han negado a cometer una iniquidad aun cuando fuese mandado por el más poderoso legislador? ¿Se les llamará anárquicos? ¡No! No los han llamado así los pueblos que les han erigido estatuas… Siempre, en todos los tiempos, en todos los países y sobre todo en los cristianos se ha mirado como cosa santa y heroica el no acatar la injusticia y la iniquidad aunque llevase el sello del legislador».

Las mujeres de 1927 estaban formulando una teoría de la desobediencia justa, una filosofía política sobre cuándo la obediencia deja de ser una virtud y se convierte en complicidad. Y usaron precisamente la palabra «estatuas» para explicar su argumento: los pueblos erigen estatuas no a los obedientes, sino a quienes tuvieron el coraje de negarse ante la iniquidad y las erigen por otros modos de representación estética. El cambio no es sólo de contenido sino de envase. No es casual que en los sectores más extremos de la derecha predomine la pobreza creativa, el cliché y que su arte esté en la edad de bronce: la falta de curiosidad estética se traduce en incapacidad para imaginar otras formas de lo social.

Mientras la senadora Valencia recurre a imágenes generadas por inteligencia artificial —ese remedo automático que alucina con cadenas en vez de pañuelos— las Mujeres Lamistas despliegan un lenguaje estético enraizado en la memoria colectiva: el canto, el ritual, la caminata, el juicio espiritual. No necesitan bronce para hacer monumento; sus cuerpos en movimiento, su oralidad transmitida por siglos, su capacidad de transformar el espacio público en escenario de justicia simbólica, constituyen ya una forma de monumentalidad viviente. La diferencia es abismal: de un lado, la reproducción mecánica de símbolos inertes; del otro, la creación colectiva de sentido que se niega a fosilizarse. La imaginación política requiere imaginación estética, y viceversa. Quien no puede concebir nuevas formas de representar tampoco puede concebir nuevas formas de convivir. 

 

X. KAUKA

El juicio espiritual del 25 de noviembre de 2025 responde con la misma claridad que el manifiesto de 1927: la justicia viene antes que la obediencia. Juzgar con los recursos del arte el busto de Guillermo León Valencia no es un acto vandálico ni anárquico. Es, como escribieron aquellas mujeres, «cosa santa y heroica»: negarse a acatar la injusticia aunque venga sellada por el legislador, aunque esté fundida en bronce, aunque lleve un siglo de impunidad simbólica.

Las Mujeres Lamistas de hoy no destruyeron un monumento. Cumplieron la profecía de sus ancestras: se negaron a obedecer lo injusto, marcharon con la frente serena, arrastraron el símbolo de la iniquidad hasta su propia casa-museo, y demostraron que el verdadero heroísmo no está en el bronce inerte de las glorietas, sino en los cuerpos vivos que caminan, cantan, juzgan y reparan.

Quien define el arte define muchas cosas. Pero quien define qué merece ser estatua define aún más: define qué memoria se consagra y cuál se borra, qué injusticia se normaliza y cuál se condena, qué obediencia se premia y qué desobediencia se castiga. Las Lamistas de 2025, con su acción artística-política-espiritual, reclamaron ese poder de definición. Y al hacerlo, nos recordaron que las estatuas no son verdades eternas sino decisiones históricas, y que toda decisión histórica puede —y debe— ser sometida a juicio cuando perpetúa la iniquidad.

El ojo del huracán sigue ahí, entre la calma y el próximo embate que, por lo pronto, parece ser jurídico.

Tal vez sea por esa misma pobreza imaginativa y ese analfabetismo estético de algunos poderosos que ahora —quién sabe motivados por qué oscuro impulso burocrático— el lunes festivo 8 de noviembre se hizo público el anuncio de la Procuraduría de abrir una investigación disciplinaria contra la directora encargada del Museo Nacional de Colombia, Katia Cecilia González Martínez, por el presunto «uso irregular de imágenes» relacionadas con el paro nacional dentro de una exposición artística en el Museo Guillermo Valencia de Popayán. Y extiende ese llamado ante la ley a una de las curadoras del Salón Nacional de Artistas, Sandra Carolina Chacón Bernal, y a Alejandra Sarria Molano, coordinadora del Grupo de Artes Plásticas y Visuales del Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes.

Leamos bien: uso irregular de imágenes. Como si las imágenes tuvieran que pedir permiso, hacer fila, presentar documentos al día. Como si el arte debiera tramitar un certificado de buena conducta antes de mostrarse en público.

Es curioso: nadie investiga el uso irregular de inteligencia artificial para fabricar propaganda política, pero sí se persigue el uso de imágenes en un espacio museístico. Nadie abre expedientes por la irregularidad moral de manipular la memoria colectiva con cadenas de negacionismo, pero sí por exponer las imágenes documentales de un levantamiento popular donde un pobre bronce resultó tan caído que ni siquiera calificó en su momento para ser listado como patrimonio.

Al final, la fórmula es simple: las imágenes que incomodan al poder son irregulares; las que lo adulan, aunque sean falsas, son perfectamente legales. Y así, con la precisión kafkiana de quien convierte el arte en delito administrativo, un sector del Estado es instrumento para confirmar exactamente aquello que las Mujeres Lamistas escribieron hace casi un siglo: cuando el legislador decreta cosas en contradicción con las leyes naturales, cuando persigue lo justo y protege lo absurdo, ya no merece obediencia.

Pero ya nada será igual. El bronce se movió, fue juzgado y se transformó en otra cosa: en pregunta incómoda, en memoria viva, en arte que no pide permiso para existir.

Este Kauka es «sana agitación» como lo ha sido todo en este 47 Salón Nacional de Artistas, compuesto con cuidado bajo un ejercicio amplio de curaduría que ha posibilitado tantos encuentros como reconocimientos, una sucesión de actos que producen ya un vértigo horizontal y es observado así por Clara Melnicuzk, quien publicó esto hace unos pocos días luego de una de las semanas de mayor actividad:

«Ha sido una semana increíblemente potente, un verdadero encuentro de mundos posibles aquí en el Kauka. Siento hay un real peligro cuando los procesos comunitarios se llevan a estructuras e instituciones y que para poder encajar tienen que volverse algo ajeno a sí mismxs. Pero cuando esos procesos encuentran aliadxs dentro de las instituciones, cuando son invitadxs a repensar, cuestionar e incluso desarmar el propio marco institucional… algo muy, muy poderoso sucede. Eso ha sido, y sigue siendo para mí, Kauka. Pero, sobre todo, lo que entendí esta semana es que no habrá otros mundos, no habrá lucha contra este mundo del “uno”, como dice Arturo Escobar, si primero no empezamos la lucha hacia adentro: aprender a desmontar dentro de nosotrxs mismxs, y dentro de nuestros egos esa misma necesidad colonial, patriarcal y territorial que todavía quiere creer que “yo” soy el centro de mi propio mundo».

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