«Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti». Friedrich Nietzsche.
I. La última pesadilla
Me descubro imaginando las últimas horas de vida de Jorge Martínez. No por morbo, sino porque su escena final parece contener su biografía. El cuerpo espigado y fornido que sobrevivió a broncas de bar, a sobredosis de anfetaminas, a una tuberculosis pleural y al oleaje del mar yacía ahora en una cama de hospital, reducido por un cáncer de páncreas que tardó dos meses y medio en fulminarlo. Tenía setenta años y murió el pasado 9 de diciembre.
«No quiero vivir esta parte de mi vida», le dijo a Roberto Nicieza, antiguo baterista de Australian Blonde, quien lo acompañó la noche final. Luego, como si quisiera elevarse por encima del dolor físico, admitió lo que de verdad lo inquietaba: tenía una canción sin editar. Y añadió que había tenido una pesadilla: un concierto suyo había sonado mal.
Al borde del final, Jorge Martínez no temía desaparecer. Temía haber traicionado su propio rigor.
II. El precio de los himnos
Cuando se habla de inspiración artística, suele pensarse en un rapto espiritual. Jorge Martínez, en cambio, entendía la vocación como un esfuerzo físico antes que místico. Antes de dedicarse por completo a Ilegales —la banda que a comienzos de los ochenta quebró el dominio del rock sinfónico y del folk urbano en España— descargó barcos con carne congelada, recogió basura, tocó en orquestas que aborrecía y encadenó turnos eternos para poder alquilar un estudio de grabación. Ese era, para él, el precio natural de construir una obra que resistiera el tiempo. Y lo pagó entero.
Canciones como «Bestia, bestia», «Agotados de esperar el fin», «Soy un macarra», «Tiempos nuevos, tiempos salvajes» y «Dextroanfetamina» se volvieron himnos que cruzaron el Atlántico y encontraron casas inesperadas en cuarenta y tres años de carrera. En Quito y Santiago de Chile, Ilegales es símbolo irrebatible del rock de vieja guardia; en Medellín y Bogotá, la banda sonora persistente de fiestas punk y librerías contraculturales.
Más tarde, cuando Ilegales ya era una institución del rock en español (aunque nunca fue mainstream), Jorge Martínez, un maestro del performance, llegó a dar conciertos de dos horas en Murcia y Altea con tuberculosis pleural. Aunque el riesgo de un paro respiratorio era evidente, solo aceptó ir al médico después de cumplir su labor. El diagnóstico fue tajante: la gira no puede continuar. Gracias a ello, siguió vivo.
«En directo voy a toda máquina desde el principio. El rock me pone loco y me emociona profundamente, tanto como los museos o algunos libros, como los de Nietzsche. Sobrevivir no es tan difícil, porque la muerte hace muy mal su trabajo, pero algunos hemos rozado el peligro con excesiva frecuencia», dijo al periodista Carlos Vázquez en el libro Conversaciones ilegales (2019).
Jorge Martínez despreciaba la autoindulgencia y el victimismo, pero no la dificultad.
Para él, trabajar a medias era peor que enfermar.
Si la obra lo necesitaba, el cuerpo —aunque quebrado— obedecía.
III. La música peligrosa suena bien
El primer álbum de Ilegales, publicado en 1982, vendió 200.000 copias. En un momento en el que los cantautores de rima fácil dominaban el mercado y una parte del punk se conformaba con la estridencia y el panfleto, Jorge Martínez introdujo una ética distinta: el hazlo tú mismo no era una coartada para la mediocridad, sino la oportunidad de hacerlo bien aunque nadie estuviera mirando. Compuso hitos con la precisión del jazz, el swing del rockabilly y del new wave y una ironía filosa sobre los dilemas políticos y existenciales del mundo contemporáneo hasta crear algo inédito: un producto demasiado provocador para el mainstream y demasiado dotado instrumentalmente para el under. Con Ilegales, el punk dejó de ser solo un desahogo y adquirió virtud estética.
En Conversaciones ilegales, Jorge Martínez dijo algo que muchos podrían interpretar como una confesión psicótica, pero que en realidad encierra su tesis vital: «El trabajo, tal y como lo entiendo, te puede matar». Su vocación no era una válvula de escape: era su cárcel elegida. Una cárcel que protegía su alma de la intemperie de una vida solitaria y, sobre todo, de la vanidad de los artistas que pasan demasiado tiempo frente al espejo y muy poco frente al instrumento. Admitió, sin arrepentimientos, que la música se había comido gran parte de su vida.
Jorge Martínez no buscaba salud ni equilibrio emocional ni horarios razonables. Buscaba una obra. Y esa búsqueda no era terapéutica: era agreste. «No hay diversión sin hostias», decía. Para el punki de gabardina y boina, la música no debía liberar al artista de la vida adulta, sino exigirle. No debía consolarlo, sino confrontarlo con la responsabilidad de crear arte en una época de hiperproducción en masa. Esa era su herejía: mostrar que el punk podía ser un artefacto peligroso si era hecho con rigor.
IV. Un hombre solitario en la Casa del Misterio
En los últimos años, él se retiró a una casa en un pueblo cercano a Oviedo, capital de Asturias. No tuvo hijos ni una pareja que lo reclamara. Cuando la nostalgia lo tocaba, hablaba siempre de la misma mujer: una novia raptada por la heroína. Se distanció deliberadamente del mundo urbano para cultivar su sensibilidad y para no tener que negociar con nadie el espacio que necesitaba para trabajar. Para él, escribir canciones con triple capa de significado —componía con esa ambición— implicaba descender a zonas internas donde a veces tambaleaba. Allí convivía con sus monstruos: criaturas reprimidas que insistían en emerger y que, al hacerlo, reflejaban lo más sincero de su humanidad.
Durante los inviernos se refugiaba en un viejo palacio rural que perteneció a su familia, una nobleza venida a menos. Cuando había algo que elaborar, se trasladaba a la Casa del Misterio, un estudio construido en la montaña donde depuraba ideas nacidas en sueños y pesadillas. Así compuso buena parte de Joven y arrogante (2025), un álbum que asumió los códigos de la mercadotecnia contemporánea —campaña de expectativa, actividad constante en redes, gira por España y México— sin renunciar a su rigor interno.
Jorge Martínez necesitaba permanecer vigente. La obra, al final, fue lo único que lo acompañó a tiempo completo hasta su muerte.
V. Contra la moral del creador agotado
Se ha vuelto habitual leer el trabajo excesivo como un síntoma de la degradación contemporánea: autoexplotación, adicción al rendimiento, incapacidad de imaginar una vida por fuera de la producción. Es una lectura necesaria en muchos casos, pero que no alcanza a explicar del todo a Jorge Martínez. Si bien tenía una evidente necesidad de mantenerse visible en un ecosistema musical saturado y cuidó con obsesión la imagen pública de Ilegales, lo que lo movilizaba era algo más íntimo y más difícil de clasificar: una idea muy precisa de lo que debía contener una canción. Su carácter meticuloso provenía de una convicción antigua: la obra podía fallar, y él no quería ser el responsable de ese descuido.
La moral creativa de nuestra época —la urgencia de producir rápido, la exposición como medida de valor, la gratificación inmediata— lee el compromiso del líder de Ilegales como anacrónico o excesivo. Pero su obra no se movía al ritmo impuesto por una industria ni en oposición militante a ella. Hacía algo más elemental: trabajaba al ritmo que la obra le pedía, incluso cuando ese compás resultaba incompatible con los estándares de bienestar que hoy se prescriben como norma. Su empeño tuvo costos físicos y emocionales rotundos, pero reducirlo a un gesto autodestructivo sería empobrecer su complejidad. Para él, la exigencia fue la forma más honesta que encontró de responder a su propia capacidad.
La pregunta que lo acompañó en su vida adulta —¿qué merece realmente una canción?— lo llevó siempre al mismo lugar: se necesita un cuerpo arrogante dispuesto a pagar el precio que la obra exija.
El Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes no es responsable de las opiniones recogidas en los presentes textos. Los autores asumen de manera plena y exclusiva toda responsabilidad sobre su contenido.
Ministerio de Cultura
Calle 9 No. 8 31
Bogotá D.C., Colombia
Horario de atención:
Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 5:00 p.m. (Días no festivos)
Contacto
Correspondencia:
Presencial: Lunes a viernes de 8:00 a.m. a 3:00 p.m.
jornada continua
Casa Abadía, Calle 8 #8a-31
Virtual: correo oficial –
servicioalciudadano@mincultura.gov.co
(Los correos que se reciban después de las 5:00 p. m., se radicarán el siguiente día hábil) Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081 Copyright © 2024
Teléfono: (601) 3424100
Fax: (601) 3816353 ext. 1183
Línea gratuita: 018000 938081
Copyright © 2024