No sé si este es el mayor defecto o la mejor cualidad de la obra de Álvaro Cepeda Samudio, pero lo cierto es que aquella parece cortada con las mismas tijeras que su vida: desordenada, sanguínea, inconstante, con carreras y frenadas, con multitud de fases y, encima, suspendida, la eterna y jamás realizada promesa de algo maestro. No hay duda de que, con Álvaro, de alguna manera todos estuvimos a la espera —el título de su primer libro de cuentos parecería un alegórico propósito— y todos, en cierto modo, quedamos a la espera. Un mal 20 de julio (día patrio, dato para coleccionistas de coincidencias) cayó a cama y un mal 12 de octubre (otro día patrio, señores coleccionistas) se murió en Nueva York, donde, justamente, había recibido lo más importante de su combustible literario y periodístico. En cuestión de tres meses se enfermó quien nunca se enfermaba (años atrás le había dado, solamente, una tisis que no fue más que un dictamen médico equivocado) y se murió quien pocas muestras daba de querer morirse. Y quedaron colgando miles de proyectos de los que hervían a diario en la cabeza desmelenada de Cepeda: seis guiones de cine, una novela que no pasó jamás de su imaginación y que iría a llamarse Los grandes reportajes sobre la extraña muerte de la mujer del médico más famoso de la población de la Ciénaga e incluso el proyecto de asociarse con dos o tres amigos y comprar el Diario del Caribe.
Pocos son los conocedores de Cepeda —de su obra o de su vida— que no hayan pensado alguna vez en que el suyo fue un talento un poco desperdiciado, al menos diseminado, de todos modos mal invertido. Ellos lo imaginan sentado largas tardes en un estudio frente a su máquina de escribir, sin tomarse un trago, sin flirtear con una gringa, sin fumarse un tabaco, sin pelear con nadie ni dar gritos, y suponen que, de haberse sostenido una disciplina de trabajo similar, habría producido las más grandes obras de la literatura contemporánea en Colombia. La suposición es demasiado teórica para que valga la pena tenerla en cuenta. Porque la verdad es que Cepeda producía no a pesar del maremoto vital que bullía en su talento, sino tal vez gracias a él. Al respecto hay cosas que despistan. La tersa urdimbre poética de La casa grande, por ejemplo, no refleja el desorden febril con que fue escrita. Sin embargo es el producto final de improntus muy espaciados en el tiempo. Hay que tener en cuenta que primero escribió y publicó el segundo capítulo («La hermana») y sólo un año después, en 1958, redondeó el capítulo inicial de los soldados, en una intensa jornada que le sirvieron sus negocios de vendedor de Westinghouse. Se necesitaron dos años más, una tisis inexistente y una cuarentena en Puerto Colombia, para que se sentara y rematara la novela.
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Algo similar ocurre con Todos estábamos a la espera, un libro de cuentos que recoge, en su mayor parte, la producción de Cepeda durante su importante permanencia de dos años estudiando en Estados Unidos, pero también algo de su infancia en Ciénaga. El mismo lo dice en una breve nota introductoria al libro: «Estos cuentos fueron escritos, en su gran mayoría, en New York, que es una ciudad sola. Es una soledad sin solución. Es la soledad de la espera. Los personajes son hombres y mujeres que yo he visto en un pequeño bar de Alma, Michigan; esperando en una estación de Chattanooga, Tennessee; o, simplemente, viviendo en Ciénaga, Magdalena. Y las palabras son inferiores a ellos». En cuanto a Los cuentos de Juana, cuya edición se distribuyó en forma póstuma pero cuyos primeros ejemplares alcanzaron a llegar al catre de enfermo de Cepeda en el Memorial Hospital, hay que decir que venía anunciándolos desde 1966. Algunos de ellos, incluso, alcanzaron a ser publicados en Lecturas Dominicales, de El Tiempo, años antes de la aparición del libro.
O sea que en buena parte la producción de Álvaro habrá que abonarla a calamidades pequeñas y grandes que los anclaban en un momento dado y lo ponían a escribir. Si La casa grande fue un parto que necesitó de un abrupto traslado de negocios a Cartagena y de una falsa tisis, la mayoría de sus cuentos cuajaron también en circunstancias accidentales. No hay duda, eso sí, de que Cepeda se fue con un atado de ideas que nunca llegaron a convertirse en cuentos, como la de cierto dirigible que llegaba a tragarse, a manera de monstruosa criatura, las provisiones de los barranquilleros. Otras se salvaron porque tenían paternidad común con alguno o varios de sus amigos; tal ocurre con «El ahogado más bello del mundo». Todavía recuerdo el grito y la carcajada de Cepeda cuando le regalé una edición de Playboy en que se publicaba por primera vez este cuento de García Márquez:
—No joda, esta vaina es mía, ¡Gabito se la robó!
En realidad esta, como algunas otras ideas, se concebían colectiva y espontáneamente mientras tomaban unos tragos en «La tiendecita» y a la larga alguno tenía que dar a luz la criatura. Valga ello como muestra para ponderar el tumultuoso origen de algunas de las obras de Cepeda, que no habrían podido gestarse en la fría asepsia de la disciplina de un estudio.
No es de extrañar, por eso mismo, que Álvaro sintiera el periodismo en su forma más agitada y más hermosa: la reportería. Aunque durante sus once años en el Diario del Caribe apareció en la bandera como «editor» (primera vez, dicho sea al margen, que este término del periodismo norteamericano se aplicó en un diario de Colombia), lo cierto es que siempre fue un reportero venido a más, que es el mejor elogio que puede hacerse a director alguno. En efecto, Cepeda descubrió aviones caídos, cubrió torneos de regatas, relató las elecciones de 1972, entrevistó a futbolistas y cantantes, informó sobre visitas presidenciales. Muchos de sus últimos trabajos de reportería se publicaron en El Tiempo, y de ellos el más famoso fue su entrevista al legendario delantero brasileño Garrincha. Este largo reportaje, tan difícil como son todos los que se realizan con personajes tan traídos y llevados como puede ser un campeón mundial de fútbol, es una pieza magistral de captación y transmisión de la esencia de la personalidad del entrevistado. No cabe duda de que su talento de narrador se volcó aquí para ayudarle a establecer una atmósfera interior que revela mejor que las palabras directas lo que él captó en Garrincha. Cuando apareció el reportaje, en septiembre de 1968, llegaron muchos cables de felicitación a El Tiempo y a Cepeda Samudio. El los botó casi todos, y conservó sólo uno, el que lo conmovió más. Dice así: «Reportaje a Garrincha es modelo de entrevista, modelo de periodismo deportivo. Reciban cálidas expresiones y felicitaciones, haciéndolas extensivas a Cepeda Samudio, brillante colaborador prestigioso diario. (Firmado) Jugadores y técnico Deportivo Cúcuta».
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Con su intensa actividad reporteril, a pesar de ser el director del Diario del Caribe y uno de los periodistas mejor pagados de Colombia, Álvaro Cepeda muestra una de sus características más importantes como escritor, y se ubica en la línea sin fronteras entre la narrativa y el periodismo que —como se verá después— forman el llamado Nuevo Periodismo o Paraperiodismo. Con esto estoy diciendo que Cepeda constituye el primer heraldo de la moderna literatura norteamericana, enclavada en parámetros similares y que hoy por hoy, pasado el gran boom de la América Latina, está levantándose como la narrativa más importante del mundo. Esta narrativa, de la cual son representantes conocidos Norman Mailer —tan atractivo como Cepeda en sus actividades de la inteligencia—, Truman Capote, Saul Bellow, Gay Talase, John Updike, Kurt Vonnegut, Tom Wolfe, John Fowles, incluso John Hersey, E. L. Doctorow y John Bart, entre otros, tiene fuentes culturales de nutrición de las que también se alimentó Cepeda. En efecto, su primer viaje a Estados Unidos, sus repetidos regresos y su contacto permanente con la cultura norteamericana a través del cine, la prensa y las revistas, lo vincularon estrechamente a la literatura cosmopolita de Estados Unidos. A la larga y a la corta, Cepeda tiene mucho más de Updike, de Mailer o de Bellow, que del Faulkner que le adjudican. De hecho, cuando se publica Todos estábamos a la espera (1954), aparecen en Colombia prácticamente los primeros cuentos de condensado espíritu urbano y universal.
Es explicable, pues, que Todos estábamos a la espera se hubiera encendido como un reflector (más propio habría sido decir como una Coleman) en la oscuridad de esa literatura campesina que pululaba por entonces en el país y de la cual no se salvan más que unas pocas obras. Posteriormente, cuando salió La casa grande, se produjo un caso diferente en su ubicación pero similar en su éxito. Ya no era la flor extraña de la narrativa urbana, sino, en medio de decenas de obras sobre la violencia, una novela en torno al mismo tema que, sin embargo, no se quedaba en el precario nivel de las anécdotas sino que saltaba y adquiría una hermosa estatura poética.
En fin, Todos estábamos a la espera fue recibido con sorprendido entusiasmo por los críticos, más que por los lectores. «El libro de Cepeda Samudio», escribía en 1954 Hernando Téllez, zar de los críticos del decenio, «en medio de la vasta marea de las producciones colombianas ofrecidas como literatura pero que no lo son estrictamente, parece una cosa excepcional». Y agregaba: «En este libro no pasa nada. Nada que pueda satisfacer su (la del lector) impura sed de objetividad y su secreta pasión de escándalo. Pero yo les diría otra cosa: aquí pasa todo. Aquí, de la misma manera que en todas las creaciones perdurables del arte literario, la reiteración de los temas opera sobre el viejo registro, siempre inmortal y suficiente: el amor, el dolor, la muerte, los sueños, la crueldad, la ternura, el desajuste en el mundo interior y en el mundo exterior».
No es de extrañar, por eso mismo, que Álvaro sintiera el periodismo en su forma más agitada y más hermosa: la reportería. Aunque durante sus once años en el Diario del Caribe apareció en la bandera como «editor» (primera vez, dicho sea al margen, que este término del periodismo norteamericano se aplicó en un diario de Colombia), lo cierto es que siempre fue un reportero venido a más, que es el mejor elogio que puede hacerse a director alguno.
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Menos analítico, pero no menos entusiasta, Ricardo Ortiz McCormick comentó: «El admirable libro de cuentos del escritor costeño Álvaro Cepeda Samudio, publicado con el nombre de Todos estábamos a la espera ha sido auténtica revelación de la cuentística nacional». Por su parte, en el prólogo al libro, Germán Vargas puso el dedo sobre los maestros de Cepeda : «Cepeda Samudio es, como podrá apreciarlo quien lea estos cuentos, un poeta, que es una de las mejores maneras de ser algo: un cuentista, un novelista,por ejemplo. Y es también —condición básica para quien escribe literatura de ficción y realidad— un periodista. Como lo son sus grandes maestros, los cuentistas y novelistas norteamericanos. Y algunos de nuestra América, como Julio Cortázar y Felisberto Hernández». Aparte de la temprana mención de Cortázar, que se produce muchos años antes de que el boom venga a descubrir su callada obra, y del feliz descubrimiento de Hernández, se anota ya, por primera vez en la historia de nuestra narrativa, a un cuentista cuyo marco de referencias literario hay que buscarlo en el «short-story» norteamericano, en Hemingway, Saroyan y similares. Los vientos que soplaban en nuestra literatura aún venían de Europa o hurgaban en busca de raíces lugareñas, cuando Cepeda llega con sus cuentos en que habla del L-Bar, de un negro que se llama Sammy y toca el contrabajo en la calle 148 de Nueva York, de una novia llamada Sandy, de películas con James Cagney, de partidos de fútbol entre las universidades de Columbia y Comell.
Como en La casa grande, los cuentos de Todos estábamos a la espera aparecen diluídos en una neblina nostálgica, relatados en un tono lento y salpicado de vacíos, a la manera de cualquier conversación tediosa de café. No hay en ellos concesiones a la peripecia: nadie muere, nadie saca un cuchillo, nadie se escapa con la mujer del mejor amigo. Pero la procesión va por dentro. Sus personajes aparecen como una suma de soledades, de pequeños encuentros entre condenados que se dan cita en el bar de Sammy en la 148 o acuden a la librería del señor Schneider a no hacer nada. La naturaleza apoteósica, que había invadido la literatura colombiana hasta entonces —fuera con la efervescencia romántica de María, con la fantasmal presencia de La Vorágine, con las breñas inhóspitas de Siervo sin tierra o con la hirviente soledad de Cuatro años a bordo de mí mismo— se hace a un lado y quedan rascacielos grises, un subway que se lamenta bajo tierra, unas calles frías por donde caminan los estudiantes con sus libros bajo el brazo. Y en este escenario, la candidez de los ojos de un latinoamericano incorporado a la vida de la metrópoli. Cepeda no emite juicios ni emprende análisis. Manda al diablo cualquier tentación moralizadora y se limita a contar las cosas como han sido. Es un periodista enfrascado en su oficio, sin aspavientos ni editoriales, pero que, al mismo tiempo, tiene el talento de narrador que le permite diferenciar un relato vivo del acta de secretaría de un suceso.
Cuando aparece Todos estábamos a la espera, los únicos sorprendidos no son Téllez y Ortiz McCormick, sino los propios amigos de Cepeda, que lo conocían hasta entonces como un muchacho que «escribía unas cosas extrañas e inteligentes en los periódicos», pero no como un cuentista con una narrativa de apretada nostalgia. «Todos estábamos a la espera, es, para mi modo de interpretar las cosas, el mejor libro de cuentos que se ha publicado en Colombia. A otros —tal vez a la mayoría— les parecerá discutible esta afirmación. Pero sin duda, todos estarán de acuerdo en que es el más interesante». Así recibió el libro, en 1954, Gabriel García Márquez.
Todos estábamos a la espera comprende nueve cuentos, siete de los cuales corresponden a la época neoyorquina de Cepeda. Otro, «Vamos a matar los gaticos», es un relato con diálogo experimental en que se pretende borrar los cambios de personajes hasta el punto en que apenas subsista una mínima identificación de guía. Se trata de una vivencia infantil de Cepeda que ha sido descargada casi a manera de terapia. «Hay que buscar a Regina» está ubicado en el cuento rural en boga y no tiene el mismo interés ni importancia que los demás. Entre todos, quizás el mejor sea «Hoy decidí vestirme de payaso», relato, casi sueño, con apoyos surrealistas y de una gran belleza. El cuento que da su nombre al volumen es el de características más innovadoras y que refleja mayor influencia de los modelos norteamericanos. En esta antología incluyo un cuento muy breve, hasta ahora inédito, que corresponde al cajón de relatos neoyorquinos. Se titula «En la 148 hay un bar donde Sammy toca el contrabajo»; ignoro por qué Álvaro no lo incluyó en Todos estábamos a la espera. Salvo los que puedan tener en su poder amigos suyos, lo cual es posible, creo que es el único cuento suyo que aún está sin publicar.
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En el tumulto vital de Álvaro son muchas las contradicciones que brotan. Fue intelectual y hombre de negocios; izquierdista vinculado a una de las más poderosas organizaciones capitalistas nacionales; evangélico púber y adulto descreído. En su segundo y último libro de cuentos, Los cuentos de Juana, aparecen rastros de algunas de estas contradicciones, además de una serie de notas que los localizan en un lugar muy distinto a los relatos de Todos estábamos a la espera y, de todos modos, en una escuela menos interesante y de calidad inferior. Los cuentos de Juana salieron a fines del año de su muerte, en una hermosa edición con dibujos de Alejandro Obregón. Fueron mil ejemplares editados por ACO en Barranquilla, de los cuales un número limitado lleva esta dedicatoria, en puño y letra del pintor: «Por Álvaro, Obregón» Varios de los cuentos son, más que tales, guiones cinematográficos desarrollados donde aparecen todas las instrucciones de cámara y las guías de montaje y sonido. Para la época en que los escribió, Álvaro ya estaba casi absorbido por la que fue su última febril actividad: la realización de cortometrajes. Está incluido el guión del famoso ahogado, con las aclaraciones necesarias sobre su diputada paternidad. (En el crédito correspondiente el autor señala: «Tantas personas dicen haberlo contado que es mejor no poner a nadie»). Otros cuentos son también actos deliberados de piratería amistosa en que Cepeda cuenta la historia porque le gusta, no porque sea suya, y otorga el crédito debido al autor. Hay algunos temas desarrollados prácticamente en forma de pieza teatral y otros dialogados a imitación del capítulo «Soldados». Hay viñetas breves multiplicadas tipográficamente, borradores sucintos de guión fílmico y un cuento largo con algún arraigo en escenarios y personajes de La casa grande. Y hay, a manera de introducción, un excelente reportaje a Obregón que constituye uno de los mejores trabajos periodísticos de Cepeda, lleno de locura, sorpresas, inteligencia y humor. Todo esto hace de Los cuentos de Juana una especie de collage cuya principal característica es la de mostrar cómo, para entonces, Cepeda se ha apartado de los primeros moldes de sus cuentos, trabajados dentro del «short-story» norteamericano, y se ha instalado, con audacia técnica, en la corriente de realismo fantástico que tan bien explota Cien años de soledad.
Hay una rotura de lógicas espaciales y temporales: Fray Bartolomé de las Casas da un brinco de cuatro siglos y aparece promoviendo insólitas loterías en Ciénaga; el Barón de Humboldt baja de un zepelín (asomo del cuento sobre el dirigible devorador) en compañía de Juana, personaje intemporal y de varias nacionalidades que aparece en la mayoría de los cuentos; Nixon firma documentos ante un mapa de Colombia. En los relatos la imaginación es mucho mayor que el trabajo y por eso varios de ellos ofrecen un desequilibrio entre lo que prometen y lo que llegan a ser, entre lo que habrían podido ser y lo que fueron. Ojalá todos hubieran tenido la pulcra economía y balance de cargas que presenta, por ejemplo, «Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos», o el encanto mágico de «Cuando a Fray Bartolomé…». Por lo demás, el libro incorpora, al lado de los barones de Humboldt y los frailes de las Casas, a los amigos de Cepeda y a los personajes de su mundo. En este sentido, son muchas las claves secretas que se le escaparán al lector y servirán de broma a Cepeda con sus amigos, lo cual encaja exactamente en su modo de ser de mamagallista irremediable y sorprendente.
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El caos de Los cuentos de Juana, su vocación de ensalada de géneros y la irregular calidad de su contenido contrasta en todo con La casa grande, que es sin duda lo más importante que escribió Álvaro Cepeda. En esta corta novela (apenas 150 páginas) hay una tensión escondida, una cuidadosa construcción mítica y una atmósfera poética que, pese a haber sido trabajada la obra en épocas diferentes y a tirones, guardan una increíble unidad y tienen éxito en sus riesgos experimentales. El epicentro anecdótico de La casa grande es la famosa huelga de la zona bananera en 1928, cuando los trabajadores fueron declarados «cuadrilla de malhechores» y masacrados en cifras que nadie pudo nunca precisar. Cepeda había nacido casi tres años antes en pleno corazón de la zona bananera y creció oyendo cómo crecían, a su vez, las historias y las leyendas sobre la matanza. Al cabo, el episodio se convirtió en un mito de conciencia de la costa y del país, y como tal lo recoge Cien años de soledad. En La casa grande la violencia recorre todas las páginas, pero casi siempre de manera indirecta: se habla sobre ella como sobre un hecho dado, a través de conversaciones entrecortadas, o de comunicados oficiales fríos. Sólo al final aparece el fogonazo de una voz que juzga y que condena, pero lo hace de manera tangencial, cuando el hermano se dice, frente a la hermana muerta, que no tiene lágrimas sino preguntas. De resto, pesan más la lluvia, el calor del pueblo, el pueblo, los soldados del interior que llegan a sofocar el paro de una cuadrilla de malhechores y terminan ellos también sin explicarse del todo el porqué de la matanza. La novela ha sido construída con elementos paradójicos como pueden ser los recuerdos dispersos de aquello que ocurrió, la insinuada presencia del incesto, y la inanimada concreción de los comunicados del ejército. De esta contraposición emerge la fuerza del relato. que se eleva en aires míticos pero nunca pierde la pita que lo amarra a la tierra. Un lenguaje poético, en voz baja, o bien unos diálogos que a veces son toda nuestra información sobre algunos personajes, consolidan la estructura de La casa grande. Como dije atrás, uno de los aportes más importantes de la novela es el de establecer más allá de cualquier duda que en tema de la violencia, que tiene entre sus víctimas a la narrativa nacional, es posible superar el panfleto y alcanzar una creación artística perdurable, sin por ello desvincularse de la realidad. Al respecto escribió García Márquez: «Este libro es un ejemplo magnífico de cómo un escritor puede sortear honradamente la inmensa cantidad de basura retórica demagógica que se interpone entre la indignación y la nostalgia».
Llama la atención, en la pequeña nota introductoria de Germán Vargas a Todos estábamos a la espera, un párrafo que advierte que este libro de cuentos «no ha debido ser, si a Álvaro se le pudiera pedir un orden lógico, el primero de sus libros. Antes debió editar sus poemas». Llama la atención porque prácticamente sólo un grupo muy cercano de amigos de Cepeda conoció y conoce sus poemas, la mayor parte de los cuales desaparecieron de alguna manera. Subsiste una colección coherente de poemas escrita en 1946, cuándo Cepeda tenía veinte años, cuyo nerudiano título es Nueve poemas del llanto y una estampa del mar. Para bien suyo, estos poemas, de implacable influencia piedracielista y estilo absolutamente prestado y lejano de su personalidad de escritor, permanecen celosamente inéditos. Los que, en cambio, resulta interesante conocer —aunque no sean propiamente obras maestras— son los que escribió en inglés, posiblemente en Nueva York, y aparecen depurados del empalagoso batido blanco de los primeros. No tendría nada extraño que hubieran sido escritos con el ánimo utilitario de conquistar algunas gringas pecosas de la Universidad de Columbia, que debieron ver en el porte arábigo y alborotado de Cepeda al perfecto Latin lover, creencia que con seguridad Cepeda se encargó de fortalecer en circunstancias propicias. No se sabe que después de estos «cantos de la edad primera» Cepeda hubiera vuelto a escribir poemas. Cuando más, unas pocas canciones —cinco o seis—, que se encargó de montar, aunque no están grabadas, con un conjunto de amigos universitarios que se llamó Los Teipus, y que también fueron escritas en inglés. En esta antología recojo tres poemas y un par de canciones de Álvaro, más como muestra curiosa que admirada, a los cuales, para completar las paradojas, se acompaña la correspondiente traducción.
Como en La casa grande, los cuentos de Todos estábamos a la espera aparecen diluídos en una neblina nostálgica, relatados en un tono lento y salpicado de vacíos, a la manera de cualquier conversación tediosa de café. No hay en ellos concesiones a la peripecia: nadie muere, nadie saca un cuchillo, nadie se escapa con la mujer del mejor amigo. Pero la procesión va por dentro. Sus personajes aparecen como una suma de soledades, de pequeños encuentros entre condenados que se dan cita en el bar de Sammy en la 148 o acuden a la librería del señor Schneider a no hacer nada.
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En una época de especialización, Cepeda fue en cierto modo una expresión desbordada del hombre renacentista. Prácticamente todos los campos del arte le fueron familiares y extendió su fiebre de actividad a la vida de negocios. Fue periodista, poeta, cuentista, novelista, compositor de pocas canciones, publicista, guionista, director de cine, incluso actor de un corto de su propio cuño, administrador de inversiones, patrocinador musical, fanático del deporte, experto en ventas, admirador de las artes plásticas y cocinero. Característica común de todas estas actividades es la de no haberlas explotado nunca a derechas. Sólo le faltó haber aceptado la alcaldía de Barranquilla para agregar a la letra el renglón de hombre público. No era raro verlo empeñado en ganar unas elecciones en Bavaria con el mismo entusiasmo, y a veces con agresividad no inferior a sus discusiones sobre literatura latinoamericana. Podía salir a las 9 P.M. de una agitada asamblea general y dirigirse a amanecer bebiendo whisky y echando chistes en casa de algún escritor o algún artista amigo suyo. Le interesaban tan intensamente un concierto de Joan Manuel Serrat como una pelea por el poder en Cervunión. Su vida está repleta de miles de proyectos grandiosos que jamás llevó a cabo: el montaje de un monumental concierto vallenato que reuniría a los mejores conjuntos y cantantes y le daría la vuelta a América, la publicación de una revista cultural nunca antes vista. ¿Se cansó alguna vez de tanto ir y venir? ¿Quiso en algún momento apaciguarse y dedicarse con disciplina a escribir o a filmar? En realidad, unas pocas veces le oí hablar de ello: de trastearse de una vez por todas para una casita en Sabanilla, cerca al mar, y consagrarse a escribir novelas y cuentos. Es posible que nunca pudiera hacerlo. Pero lo más seguro es que realmente nunca quiso hacerlo. Siempre dejó una actividad para entrar en otra. Le echaba la culpa de no poder escribir a los negocios, pero cuando se retiraba de los asuntos administrativos, fundaba una empresa para explotación comercial de cine. La multiplicidad de su obra es la que pretende reflejar esta antología, porque creo que exactamente esa debe ser una muestra selectiva e informativa.
Su vida estuvo hilada por la búsqueda de sensaciones. La sensación de una asamblea de accionistas acalorada, o la sensación de buscar un avión caído; la de escuchar a todo volumen el disco de Jesus Christ Superstar que acababa de traer de Estados Unidos, o la de escribir un editorial en que llamaba a la prensa deportiva barranquillera «Cueva de Rolando»; la natural sensación de la mujer, o la sensación artificial de la droga. A todo ello se entregaba sin reticencias, con esa generosidad que lo hubiera llevado a hacerse matar por defender a un amigo.
De todo este abanico de actividades, la que más tiempo lo consumió en sus últimos meses fue la del cine. Sus incursiones en este terreno se habían iniciado en 1954, cuando filmó el cortometraje La langosta azul, del cual era guionista, co-director, co-productor y actor. Se trata de un cuento de humor cruel en el que también actúan, entre otros, Nereo López y Cecilia Porras, ilustradora de Todos estábamos a la espera. Durante algunos años Cepeda se desvinculó de la producción de cine —salvo cuñas comerciales para los productos cuya publicidad estaba en manos suyas— y, al retirarse del Diario del Caribe en febrero de 1972, se entregó de lleno a lo que desde 1969 constituía su actividad lateral: cortometrajes para distribución comercial. En 1969 filmó el primero de los catorce Noticieros del Caribe que se realizarían a lo largo de tres años. En 1971 rodó un documental sobre las regatas correspondientes a los Juegos Panamericanos y el primero de dos cortos sobre el carnaval de Barranquilla. El año de su muerte trabajó especialmente en «La subienda» acerca de la temporada pesquera en Honda. En julio, cuando se dedicaba a rodar tomas sobre el río Magdalena, se sintió afectado por una fuerte gripa que tres meses después tuvo como desenlace su muerte.
Esto le impidió llevar a la práctica algunos planes cinematográficos más ambiciosos que los documentales, como era el cuento del ahogado y al menos una parte de La casa grande. Los guiones quedaron esbozados y uno de ellos, como señalé atrás, aparece incluso en Los cuentos de Juana. A la larga, su única película de argumento vino a ser La langosta azul, que fue también la primera que filmó.
En el periodismo colombiano, a lo largo de su historia, ha existido un sutil menosprecio por las labores reporteriles. El periodista de aspiraciones que hoy es redactor se propone algún día ser columnista o director del periódico; y quien ha logrado evadir al cabo de un tiempo el trabajo de reportería considera que se le somete a una capitis diminutio si se le regresa al trabajo de redactor. Tal vez en esto va mezclado un poco de rescoldo de las épocas en que para ser buen periodista se necesitaba «escribir bonito» y en que la última mira del periodista era la de ser escritor o literato.
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Desde hace varios años la concepción ha cambiado en algunos países y, de alguna manera, también en Colombia. Truman Capote declaró en 1968, cuando ya A sangre fría era un éxito mundial, que «el periodismo constituye el único campo realmente serio y creativo de experimentación literaria que tenemos hoy». En realidad, al mismo tiempo y con las mismas convicciones, estaban trabajando varios de los más importantes autores norteamericanos. «Literatos» que se volvían «periodistas» —para emplear la terminología clásica—, como Norman Mailer, y periodistas que producían obras de estatura literaria al relatar hechos reales, como David Halberstam. Los reportajes extensos de Gay Talese y Tom Wolfe, entre otros que mezclaban materiales no ficticios con técnicas propias del relato de ficción, empezaron a destacarse como uno de los hechos más interesantes para los lectores norteamericanos. El reportaje adquirió un nuevo valor, y, con él, el reportero. Después vendrían la guerra de Vietnam —que atrajo a varios periodistas de talento como corresponsales— y, sobre todo, el escándalo de Watergate, descubierto por dos «cargaladrillos» del Washington Post. Entonces el redactor volvió a ser la figura central y el periodismo de lápiz y libreta, de entrevista e investigación, desplazó en buena parte al de opinión. Álvaro Cepeda Samudio fue entre nosotros de esa clase de escritor que se preciaba de su condición de reportero y que estaba dispuesto a dejar el aire acondicionado de su oficina para irse detrás de un futbolista o recorrer las calles un día de elecciones. A mi modo de ver, esta es su faceta más importante como periodista, no obstante que escribió más cuartillas como director y columnista que como simple reportero. Cepeda, que tenía un nombre ganado de escritor, rescató el prestigio del reportero. Y, lejos de considerar que la de redactor era una etapa superada, regresó siempre al terreno de la noticia y del personaje en busca de la materia prima del oficio.
El mismo ímpetu que lo impulsó en todos los actos de su vida fue el consejero de Cepeda redactor y editor. Cepeda creía, y así lo escribió en una de sus columnas de 1961, que «cuando se tiene algo que decir debe decirse a gritos: con palabras de todas las clases, sin sujeción a reglas gramaticales o académicas; abiertamente: deben tomarse las palabras y a puñetazos estridentes obligarlas a ilustrar la idea». Siempre que tuvo algo que decir, Cepeda lo gritó, lo subrayó con palmadas sobre la mesa, tomando las palabras de las solapas y arrojándolas en el periódico. Así ocurrió, por ejemplo, con su pelea con los redactores deportivos, ya mencionada, o con su estruendosa polémica con el presidente Carlos Lleras Restrepo en septiembre de 1969. En esta oportunidad, el presidente respondió a una crónica de Cepeda desde la plaza pública, también a gritos, y también abiertamente.
Cepeda, que tenía humor en cantidades suficientes para derrotar el espeluznante trascendentalismo colombiano, fue un constante enemigo del civismo pedante y un empecinado por defender a Barranquilla de muchas genialidades de su clase dirigente. Casi siempre con editoriales de primera página en que se venía a puñetazos contra las «marchas del ladrillo» y otras ocurrencias, y otras veces bajo el seudónimo de don Custodio Bermúdez, fue siempre un costeño apasionado y peleador. Profesó una sana antipatía por los bogotanos afectados y melindrosos, y una desbordada admiración por la filosofía popular depositada en las observaciones de los taxistas de Barranquilla. Se negó a hacer periodismo exquisito o especializado. Por el contrario, opinó sobre todo lo habido y por haber con entusiasmo, casi con furia y sin ideas de transacción. Comentó la guerra del Medio Oriente y la crisis del Atlético Junior con la misma vehemencia; le dedicó el mismo interés a la Alianza para el Progreso que a la canalización del Arroyo Rebolo; en su columna «Del Editor» habló sobre cine, sobre novela, sobre la Draga Colombia, sobre la Señorita Atlántico. Para él cualquier tema podía ser importante; en ello, y en su vida, no aceptaba jerarquías a priori: con la misma generosidad arrolladora le regalaba media docena de camisas a un acordeonero de Valledupar que una bicicleta a la hija de un amigo que por teléfono le había reconocido la voz. En sus polémicas a garrotazos tipográficos fue algunas veces injusto, pero nunca mezquino. Se rió de los formalismos y de los formulismos y se propuso dinamitar, con la ofensa de sus sandalias en la alfombra del Jockey Club o de su risa supersónica, toda la austera gravedad de las gentes graves y austeras.
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En esta antología he recogido un poco de todo Cepeda. Hay algunos de sus cuentos de Todos estábamos a la espera, algunas de sus viñetas de Los cuentos de Juana, un trozo de La casa grande. Hay poemas y canciones (originales de Cepeda y traducciones mías), reportajes y entrevistas, columnas de humor, crónicas políticas, editoriales furiosos sobre Barranquilla, anotaciones sobre literatura y periodismo y hasta notas necrológicas. De alguna manera, Álvaro sabía que no hay muerto bien muerto sin nota necrológica. Por eso me escribió desde el Memorial Hospital de Nueva York, semanas antes de morir: «Vaya preparando mi nota necrológica porque yo creo que esta vaina no pasa del Memorial Hospital». Después, pasó la primera crisis y vinieron unos días de optimismo: «Dile a las sobrinas que van a tener tío para rato. Hay veces, créemelo, que esta vaina de morirse asusta». Pero la enfermedad se acentuó, las drogas salvajes que se le aplicaron como último remedio no consiguieron hacerlo reaccionar. El 12 de octubre, Cepeda acabó de vivir porque, en el fondo, no le importaba nada la inmortalidad. A pesar de todo, creo que se la ganaron algunos de sus cuentos, una novela, varias columnas y un par de reportajes.
En una época de especialización, Cepeda fue en cierto modo una expresión desbordada del hombre renacentista. Prácticamente todos los campos del arte le fueron familiares y extendió su fiebre de actividad a la vida de negocios. Fue periodista, poeta, cuentista, novelista, compositor de pocas canciones, publicista, guionista, director de cine, incluso actor de un corto de su propio cuño, administrador de inversiones, patrocinador musical, fanático del deporte, experto en ventas, admirador de las artes plásticas y cocinero.
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