«Yo quería darte pan para tu hambre, pero tú querías oro. Sin embargo, tu hambre es grande como tu alma que empequeñeciste a la altura del otro».
—Revelación de un mundo, Clarice Lispector
«Si de algo siento el gusto, es solo de piedras y tierra. ¡Dinn! ¡dinn! ¡dinn! ¡dinn! Yo pruebo el aire, la roca, las tierras, el hierro».
—Fiestas del hambre, Arthur Rimbaud
«¿De qué va a vivir? ¡Se va a morir de hambre!», se le advierte a la juventud que va a dedicarse a alguna de las artes. La inquietud revela una paradoja fundamental: vivir como artista es amenaza de morir como persona en la vida civil. La compulsión artística no se compadece del hambre física y la necesidad diaria de alimento.
Søren Kierkegaard ilumina esta contradicción: «Cuando un hombre tiene la boca tan llena de comida que no puede comer, y está a punto de morir de hambre como consecuencia, ¿darle de comer consiste en meterle más comida en la boca o consiste en quitarle algo para que pueda comenzar a comer?».
Franz Kafka comprendió este dilema y lo exploró una y otra vez en su vida y escritura. En mayo de 1922, durante su convalecencia en un sanatorio en Spindlermühle, tras sufrir una hemorragia, escribió «Ein Hungerkünstler» (Un artista del hambre). Este relato, ni cuento breve ni novela —pues Kafka dejó inconclusas tres novelas, como si escribir relatos fuera también una forma de adelgazamiento—, fue publicado en octubre de ese mismo año, cuando la tuberculosis ya dificultaba su capacidad para beber e ingerir alimentos. Fue una de las pocas obras que Kafka vio publicadas en vida, a pesar de su conocida orden testamentaria de destruir su obra inédita.
El relato narra la vida de un artista profesional, un ayunador, cuya existencia depende del público que lo observa. Sin la presencia de espectadores, sin la construcción social del arte y la economía de la atención propia de una sociedad del espectáculo, su arte parece reducirse a una patología, un capricho propio, doloroso y sin sentido.
Kafka experimentó un vaciamiento de su propia vida en favor de la escritura. Así lo confesó en su diario en 1912: «Cuando en mi organismo se hizo evidente que la escritura era la dirección más fructífera de mi ser, todo se orientó hacia ella y quedaron vacías todas las facultades que se dirigían en primer lugar a los placeres del sexo, la comida, la bebida, la reflexión filosófica y la música». La renuncia del artista del hambre a la alimentación puede leerse en paralelo a la renuncia de Kafka a otras dimensiones vitales en favor de su obra.
Uno es lo que come. Sin embargo, el artista del hambre no encuentra ningún objeto para su deseo; su hambre es infinita, no por voluntad sino por inapetencia: no hay algo digno de ser comido.
Más allá (o más acá) de la insatisfacción, el ayuno en la historia de Kafka resuena con antiguas tradiciones religiosas y científicas. Los cuarenta días de duración del espectáculo evocan los ayunos de Cristo y Moisés, quienes sacrificaban su carne para recibir la palabra divina, o aluden al periodo preventivo de aislamiento que prescriben las observancias sanitarias.
El mismo artista del hambre de Kafka afirma que podría ayunar indefinidamente, como si aspirara a ser más santo que los santos, más humano que los humanos. Sin embargo, una y otra vez, su arte se ve reducido al de un número de circo que ejecuta una hazaña extrema para el entretenimiento de una multitud. Pero la multitud no comprende, no parece preparada para un arte que va más allá del pasatiempo, entonces reniega del artista, se vuelve indiferente. Esta negación termina convirtiéndose en autonegación, y el artista, carente de sentido propio, se pierde en una existencia que solo se valida mediante la mirada ajena.
Cuando el público deja de prestar atención, el artista del hambre se vuelve irrelevante y sufre un ayuno que se extiende hasta su muerte en el olvido. Al final del cuento, la jaula —el dispositivo que el artista del hambre habitaba— resulta ser más valiosa que el artista y que el arte mismo, así que el empresario del circo pide que encuentren al exánime ayunador en el fondo de la jaula y que lo reemplacen por un animal exótico, una pantera llena de vida, a la que, como nos recuerda Kafka, «nada le hacía falta».
La obra de Kafka muestra cómo la historia de la civilización podría entenderse como la historia de la introversión del sacrificio: el sacrificio ha sido desacralizado, despojado de su función social. El arte, como forma del rito, ya no une a la comunidad ni genera un significado trascendente; se convierte en una demostración solitaria y absurda, profesión y profesionalización, objeto, mercancía, mero ornamento.
Kafka expresó que «las metáforas son una de las cosas que [le] hacen desesperar de la literatura», sugiriendo que el significado en su obra no es un código oculto por descifrar, sino la exposición de una realidad donde el sentido se ha erosionado.
Una antología de «Artistas del hambre» construye un nutrido testimonio, monumento, significado para el arte a partir de sus ruinas más efímeras, los cuerpos, las metáforas de un arte del desespero que tal vez nos sirva de alimento para nuestra hambruna cotidiana.
Adán y Eva
La primera hambruna fue de sabiduría, no de pan. En el paraíso, la única prohibición se convirtió en urgencia. Eva dispuso, Adán consintió y, al morder el fruto, vieron su desnudez. El edén los expulsó. Desde entonces, el hambre es herencia: de alimento, de sentido, de un jardín perdido.
Jesucristo (c. 4 a. C. – 30 d. C., Judea)
Su ministerio empezó con hambre. Ayunó cuarenta días y rechazó pan y reinos. Habló de un alimento invisible y multiplicó panes, pero él mismo practicó la abstención. En la cruz, la sed lo consumió, pero le dieron vinagre. Murió vacío de todo, menos de su hambre infinita. Al tercer día, regresó, saciado de eternidad.
Buda (c. 563 – 483 a. C., India)
Antes de la iluminación, Siddhartha se consagró a la privación. Ayunó hasta ser una sombra. Entonces comprendió: el rechazo también es apego. Aceptó arroz, se sentó bajo la higuera y esperó. Tentado por Mara, lo desdeñó todo. Al amanecer, vio la verdad: ni exceso ni hambre liberan, solo el camino medio. Desde entonces, habló con la serenidad de quien ya no ambiciona.
San Simeón Estilita (c. 390 – 459, Siria)
Arquitecto de su propia renuncia. Comenzó sobre un pilar de tres metros que ascendió a quince. Desde allí predicó como un oráculo olvidado. Sus ayunos lo llevaban al desvanecimiento, sus llagas eran su heráldica. A su muerte, una basílica lo honró, pero todo ha sido destruido en pocos meses bajo la deriva genocida del ejército que gobierna a Israel.
Santa Catalina de Siena (1347 – 1380, Italia)
Rapada como un soldado, Catalina hizo del ayuno su vocación. Se alimentó solo de la eucaristía y en Aviñón doblegó a los pontífices. Murió extenuada pero inmaculada; su cadáver burló la putrefacción: hasta gusanos y bacterias ayunaron.
Ann Moore (1761 – 1813, Inglaterra)
Hizo del ayuno un negocio. Aseguraba vivir del aire y cobraba por ser observada. Los científicos la vigilaron y el fraude quedó al descubierto: su hija le pasaba comida en un beso. Expuesta, su fortuna colapsó. Murió en la miseria, recordando que el hambre, sin lo divino, es solo carencia.
Giovanni Succi (c. 1850 – 1918, Italia)
Gladiador del ayuno, se exhibía en jaulas transparentes con gravedad sacerdotal y misales extraídos del continente africano. Vendía su abstinencia como un rito. En Barcelona descubrieron su artificio: caldo clandestino. Desenmascarado, el público lo abandonó. Murió en la indigencia, traicionado por su propio espectáculo. Se rumorea que Kafka lo vio en vida y tomó apuntes para su cuento «Un artista del hambre».
Siegfried Hertz (principios de 1900, Alemania)
No ayunaba, comerciaba con su secreto: «polvos anti-hambre», que distribuía en ferias y circos. En 1910, en Dresde, descubrieron los conductos que le suministraban chocolate caliente. La multitud, furiosa, destruyó su presentación. Desterrado, terminó en los Balcanes como un oscuro mercader de remedios.
Henry S. Tanner (1831 – 1918, Estados Unidos)
Ni farsante ni místico, sino un médico que hizo del ayuno ciencia. En 1880, ante espectadores escépticos, resistió cuarenta días sin comida, solo con agua. No pereció; emergió con una teoría: el hambre es método, no fin. Alcanzó los ochenta y siete años convencido de su clave para la longevidad.
Stefano Merlatti (siglo XIX, Italia)
Rival de Succi, pero más teatral. En 1889, ayunó cincuenta días a los pies de la torre Eiffel con la dignidad de un dandi moribundo. París lo idolatró fugazmente. En 1895, su rastro se perdió. Dicen que vagaba por Marsella, exangüe, como una sombra de su propia hazaña.
Clare de Serval (principios de 1900, Alemania)
«La artista del hambre». En Berlín, ayunaba en vitrinas como un lienzo de Holbein. Recitaba versos, tocaba el violín, escribía diarios que la prensa difundía. En Múnich, su cordura cedió: rompió el cristal con las manos ensangrentadas. Internada, se desvaneció en la amnesia colectiva.
Negación
Bartleby y la negación absoluta (Siglo XIX, Nueva York)
Bartleby llegó a una oficina en Wall Street y allí se consumió. Al principio, trabajó como el mejor; luego, se negó. «Preferiría no hacerlo», dijo, y su destino quedó sellado. No laboró, no salió, no comió. Permaneció en la oficina tras ser despedido, como si la realidad fuera prescindible. En prisión, eligió la inanición con la misma serenidad con que rechazó copiar documentos y rechazó a la mujer de un carcelero. Un día lo hallaron inerte en el patio, consumido por la voluntad de desaparecer, como un signo muerto escrito ante una gran pared.
Tehching Hsieh, el anacoreta del tiempo (n. 1950, Taiwán)
Algunos se encierran como castigo; Hsieh lo hizo como creación. Durante un año (1978-1979), vivió en una celda sin leer, escribir ni hablar. Luego convirtió el tiempo en prisión: cada hora marcó en un reloj de control. Erró un año sin techo, permaneció atado a una mujer sin tocarla y, en 1986, anunció que haría arte sin mostrarlo ni mencionarlo por trece años. Cumplió con la precisión de un vidente. Al emerger, solo dijo: «He sobrevivido».
Hira Ratan Manek (1937 – 2022, India)
Asceta del sol, afirmaba nutrirse de fotones con ocasionales tés y suero de mantequilla. En Ahmedabad ayunó doscientos once días; en Calicut, más de cuatrocientos. Mencionaba, sin pruebas, un trabajo de rigor en conjunto con la nasa. Fundó una escuela de «sanación solar» y propagó su evangelio lumínico. Sus discípulos siguen contemplando el sol; él cerró los ojos en 2022.
Savonarola Namakwa (1892 – 1978, Japón/Indonesia)
Tras el terremoto de Kantō, declaró alimentarse del aire mediante vibraciones acústicas. En la ocupación japonesa, lo encerraron setenta días en una jaula de bambú; cantaba para nutrirse. Fundó una comunidad en Sulawesi y fue estudiado por antropólogos que no hallaron fraude. Murió en meditación en una caverna volcánica, dejando un enigma irresuelto.
Jamila Al-Zubeir (1933 – 2005, Sudán/Egipto)
Ayunó con la discreción de los santos. En una celda junto a la mezquita de Al-Hussein, vivió décadas bebiendo solo agua de Zamzam. Los médicos se asombraron; los teólogos la veneraron. Ignoró ambas reacciones y escribió sobre el ayuno como ascensión espiritual. Murió en Ramadán, como si hubiera elegido su partida.
Simba Khoza (1945 – 2010, Sudáfrica)
En Robben Island, bebía agua como un monje y rechazaba el pan como un lastre. «El cuerpo es un hábito», murmuraba ante sus pálidos guardianes. Liberado, fundó en Soweto una hermandad de ayunantes. Caminaba entre ellos, cada vez más delgado, cada vez más etéreo. Murió en 2010, o quizá antes: algunos creen que ya no necesitaba comer.
Charles Crumb (1942 – 1992) y Maxon Crumb (n. 1945, Estados Unidos)
Ambos recorrieron caminos distintos hacia la misma obsesión: la renuncia. Charles se retiró del mundo antes de haber entrado en él, encerrado en la casa familiar, consumido por la lectura y el aislamiento, hasta que su rechazo a la vida se convirtió en una inanición silenciosa, un acto de desaparición progresiva. Maxon, en cambio, convirtió el hambre en disciplina mística: errante, practicante del ayuno extremo sobre una cama de puntillas y la abstinencia radical, hizo del sacrificio su forma de existir. Mientras su hermano Robert, el famoso artista, manifiesta un síndrome del impostor y dibuja la sordidez del mundo exterior, ellos exploraron la autonegación como arte. Robert Crumb ilustró una versión abreviada y bien lograda de «Un artista del hambre» en la biografía Kafka para principiantes.
Teófilo Vargas Soto (1918 – 2002, Bolivia)
Curandero aymara del altiplano, alcanzó fama en los setenta cuando antropólogos franceses documentaron su resistencia con mínimo alimento a más de cuatro mil metros de altitud. Ayunaba cuarenta días en Tiwanaku, bebiendo solo agua de deshielo y mascando coca. Decía comunicarse con los «achachilas» y conocer «la respiración del cóndor». La Universidad Mayor de San Andrés estudió su capacidad para resistir el frío extremo. Rechazaba ser llamado «artista del hambre», viéndose como un puente entre lo material y lo espiritual. Su técnica de «respiración cósmica» sigue vigente entre discípulos del Lago Titicaca.
María de los Ángeles Verón (1876 – 1940, México)
«La Santa Ayunadora de Zacatecas» ganó notoriedad tras sobrevivir cuarenta días en estado cataléptico durante la Revolución mexicana. Desde entonces, aseguró alimentarse solo de la comunión diaria. Durante veintiséis años vivió junto a la catedral de Zacatecas, donde peregrinos buscaban milagros. Médicos confirmaron su ayuno extremo. Su celda sirvió de refugio en la Guerra Cristera. Falleció en Semana Santa de 1940, tras predecir su muerte un año antes.
Francisco «Paco» Valderrama (1963 – presente, Venezuela)
Ejecutivo petrolero, sobrevivió a un cáncer terminal y le dio un giro a su vida: abandonó su carrera y adoptó el ayuno extremo. Desde 2012, realiza ayunos de ciento veinte días dos veces al año, solo con agua mineral y suplementos. Su caso ha sido estudiado por el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC), documentando su adaptación metabólica. Con más de trescientos mil suscriptores en YouTube, difunde su experiencia con monitoreo en tiempo real. En 2021, publicó Ayuno extremo: mi viaje de sanación, referencia en Latinoamérica sobre el tema y esperanza de un mejor futuro para Venezuela.
Padre Clemente Rojas (1908 – 1992, Santander)
Transformó la cuaresma en desafío: sesenta y cinco días sin más sustento que agua y hostia. La Universidad Nacional lo estudió sin hallar explicación. Durante la Violencia, su parroquia fue territorio intocable: nadie osaba irrumpir en el dominio del hombre que no comía. Su diario, resguardado en archivos franciscanos, revela su propósito: no penitencia, sino anulación.
Lucía Guzmán de Villamizar (1921 – 2003, Boyacá)
Tras un derrumbe, la Virgen de Chiquinquirá le resistió el escepticismo y la ciencia no halló respuesta. La Iglesia guardó silencio, pero los peregrinos la veneraban. Falleció a los ochenta y dos años; su sepulcro aún recibe visitas y queda al lado de un local de Hamburguesas El Corral.
Roberto Garcés «el fakir colombiano» (1892 – 1967, Valle del Cauca)
Viajó a India y regresó con un nuevo nombre. Encerrado en féretros de cristal, ayunaba un mes con agua y limón. Los médicos certificaron su resistencia, pero nunca determinaron si era disciplina o fraude. Murió en Cali, dejando una escuela de ciencias ocultas.
Álvaro Herazo y la jaula de imágenes (Siglo XX)
En 1980, vivió cuarenta y ocho horas en una jaula en el VI Salón Atenas. Solo tenía un libro, cigarrillos y manzanas. Óscar Monsalve lo fotografiaba sin cesar hasta cubrir las paredes con su imagen. Al salir, escribió: «Lo menos difícil es la soledad».
María Teresa Hincapié (1956 – 2008)
Convirtió la repetición en arte. En Una cosa es una cosa (1990), dispuso su casa en un espiral cuadrado concéntrico y, otra vez, barrió sin cesar los espacios vacíos del arte moderno. Su resistencia física fue un acto de fe: caminar durante días, ordenar piedras, habitar la lentitud. Murió joven, pero su obra persiste, como un gesto interminable.
Fernando Pertuz (n. 1968)
Viajó de Bogotá a Cali en ayuno y mutismo. Al llegar, defecó, untó un pan Comapan con sus heces y lo llevó a la boca, sin gestos ni epifanías. Luego se marchó. Algunos vieron una revelación, otros una herejía. La indigestión del arte persiste.
Wilson Díaz (n. 1963, Colombia)
En el año 2000 convirtió su cuerpo en un «vientre alquilado» para el tráfico simbólico de la coca. Invitado a una Bienal Internacional de Arte, ingirió semillas de la planta prohibida y abordó un avión rumbo a una isla del Caribe. Durante el vuelo, rechazó la comida que le ofreció una azafata. Como una mula del narcotráfico, llevó la carga en su organismo hasta cruzar la frontera. Una vez allí, en un acto de contrabando botánico, excretó las semillas en un agujero y las cubrió con tierra.
José Ruiz y la cuarentena de la actualidad (Siglo XXI)
Durante la pandemia, se encerró en Espacio El Dorado con una prensa tipográfica y una sola obsesión: la palabra hoy. Cada día, imprimía un cartel rojo con la fecha. Afuera, la ciudad inmóvil; adentro, la repetición infinita. Algunos dicen que nunca salió.
Pedro Manrique Figueroa y la donación de sí mismo
Se presentó en el Museo Nacional y anunció: «Vengo a donar mi obra». «¿Dónde está?», le preguntaron. «Mi obra soy yo», respondió. Dicen que regresó díasdespués como visitante y terminó museificándose. Un rumor persistió: una momia reciente carecía de procedencia. Cuando interrogaron a una funcionaria, solo respondió: «No sé nada sobre eso».
Martín Caparrós (1957, Argentina)
Escribió sobre el hambre con precisión forense. Recorrió el mundo documentando escasez para El hambre (2014), diseccionando la paradoja de un planeta que produce suficiente alimento pero permite la inanición. Hoy, otra forma de hambre lo acecha: una enfermedad degenerativa consume su cuerpo, pero no su voz, escribe con la urgencia de quien conoce la inminencia.
El escritor anónimo de Kristiania (Según Hambre, novela de Knut Hansum, siglo XIX, Noruega)
Se alimentaba de palabras y orgullo. Vendía artículos por monedas que despilfarraba en gestos absurdos. Probó papel, virutas de madera, huesos de leche. Reía solo, insultaba, deliraba de inanición. Soñaba con frases perfectas y las olvidaba en la fiebre del hambre. Hasta que desapareció. Tal vez huyó. Tal vez se disolvió en su propia narración.
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