Miguel
Yo, Miguel, llegué aquí hace millones de años. Entonces no había sino una o dos calles, y unas pocas casas bajas miserables agrupadas en torno a un barrizal donde orinaban las mulas, que llamaban pomposamente Plaza Mayor. Había que verlos, afanosamente buscaban el embozo de la capa para sortear el frío y los interrogatorios. A dónde vaís, de dónde venís, qué os trae hasta acá, qué habéis perdido. Hasta que las calles se fueron tejiendo como una telaraña, calles estrechas para proteger del viento del páramo. La primera conquista fue la piedra, antes del adobe, la cal, las vigas, las tejas de barro. Yo, afuera, clérigo mendicante, viví la frontera de las paredes, el silencio de la boca de lobo. Por eso estuve en la construcción del atrio y de los campanarios, que albergaron las primeras beatas de madrugada y vieron salir a los curas con sus responsos, administrados bajo el fétido olor de sus sotanas. La ciudad me dejó por puertas, por eso fui el primer ciudadano, su habitante. Adentro, los hijodalgos y las damas vivían su propia vida de labriegos, convencidos del poder de las encomiendas. Pero mientras yo vivía la fascinación de la ciudad (ciudad llamaban a ese rancherío con iglesias), ellos soportaban el olor del repollo sobre su mesa, el agrio olor de las cabalgaduras en el patio. Adentro no había ciudad, detrás de las ventanas acumulaban soles y lunas y rosarios. Lo mismo que en las grandes haciendas, sólo que ellos se apeñuscaban unos sobre otros para protegerse, para dejar de sentirse exiliados, desprotegidos del rey y de la corte, ellos que apenas habrían pisado las losas de la cocina y las caballerizas, que habían huido América adentro para encontrar un espacio bajo el sol. La inmensa selva, los ríos que devoraban, las montañas inaccesibles, los deslumbraron con su ferocidad inusitada, de manera que necesitaron agruparse para volver a ser Sevilla, a ser Granada, Toledo, Madrid, ser Cartagena. Mientras yo dormía bajo los aleros y mendigaba un mendrugo cualquiera, mientras hacía oficios propios de una ciudad que ellos ignoraban, mientras anunciaba a los cuatro vientos el bando que debía leerse o la visita de un oidor cualquiera, ellos lograron cercar un pedazo de selva con sus cuatro paredes, lograron abrir sus arcas para guardar un pedazo de sol hecho moneda de oro, aprisionaron lo que estaba más allá del lindero de la ciudad y le dieron forma de silla, de mesa, de cuna, de féretro, lo hicieron olor en la cocina, lo cercaron y lo cuadricularon, lo volvieron doméstico. La ciudad fue el reino de lo doméstico y yo su único habitante. Cualquier día amanecí muerto, asesinado. Fui el primero en la larga lista de lances que no lo fueron, el primero en una lista de miserables sucesos callejeros. Ese día la ciudad comenzó a ser ciudad. Porque, ¿cómo se puede serlo sin el miedo que ronda detrás de las esquinas, sin una vida profunda fuera de las paredes? Yo, Miguel, fui el primer habitante. Don Gonzalo está en deuda conmigo. Yo convertí su aldea en una urbe, sus chozas miserables en bóvedas inmensas de cal y canto.
Bogotá, 1560
Francisca
Yo, Francisca, le tengo terror al hambre. Juan, mi marido, que anda por los setenta, vive en Guasca enredado en papeles. Si no hubiera sido por mí, él me hubiera dejado para vestir santos. Pero yo le dí qué pensar y qué sufrir, y le hice una buena faena en varias plazas. Nos quedamos sin hijos. Ahora pienso que la culpa tuvo que ser mía, porque yo mucho los deseé con otros hombres y con ninguno pude concebirlos. Estoy vieja, quizá demasiado vieja, de manera que ya sólo me queda el consuelo de la iglesia. Mi vida se ha vuelto una rutina: ir a misa, recorrer las calles, con llovizna o con sol o aguacero, ir de puesto en puesto, de tenderete en tenderete. Los comerciantes me conocen bien, pero —lo palpo en el ambiente— no me tienen ninguna simpatía. Más tarde, cuando he hablado con otras viejas como yo, enfundadas en sus pañolones y sus jipas, me voy a mi cuartucho con lo poco que haya recogido, una fruta pasada, un trozo de pan viejo, un pescado seco que nadie quiso comprar por desgarbado. De Juan no espero nada. De manera que, mientras preparo la comida pienso en otra cosa, pienso que algún día próximo no podré salir, que las otras viejas vendrán tal vez a presenciar mi muerte, a disputarse mis pocas pertenencias: este armario, esta cobija, este jergón demasiado sucio. Tal vez me ayuden a bien morir, quizás alguna me alcance un poco de agua. Yo me muero como se muere todo afuera, como se muere la encomienda, se muere el virrey en su silla de manos, se mueren las mulas cargadas con su oro y las iglesias que se descascaran, se mueren estas viejas y estos canónigos, se mueren las hermosas como yo me morí no sé qué día, y los jóvenes hidalgos y los ancianos miserables, se muere el deán y el sacristán y el parroquiano, se mueren los ebrios que recorren las calles asidos de las paredes y los espadachines, los gruesos curas con su mirada de codicia y las lánguidas monjas con sus deseos inconfesables. Agoniza el gobierno con sus leguleyos. Miles de leguleyos, de picapleitos, empeñados en sacar adelante sus memoriales, miles de funcionarios, de ordenanzas, de porteros, de bedeles, de agolpados como moscas sobre las oficinas, ofreciendo sus servicios por un duro, por una comida. Nadie los puede resistir con sus ínfulas de grandeza y sus fondillos rotos. Venias y reverencias, sombreros que bajan hasta el suelo, besamanos y genuflexiones, todo mentiras, mienten el arzobispo con su Corte, mienten los párrocos, mienten las sobrinas. Es difícil morir esta mentira. Me dicen que Juan escribe estas cosas, que se gasta las pocas monedas que le dejan sus pleitos en comprar pergamino. Mejor haría en venir a mirar estos crepúsculos, a sentirlos en todo su esplendor a la hora del ángelus. Todo esto desaparece y yo lo veo, se va con el Judío Errante, este sitio olvidado de Dios se esfuma en el horizonte, mañana nadie volverá a sentir sed, a nadie mareará el olor de las esquinas, de los vómitos, el olor de los cirios en las iglesias, el humo de los incendios que siguen a la peste. Mientras tanto, a todos nos devora este frío que viene de la montaña, que baja de las torres y las altas campanas, que entra por los postigos, que se cuela en el alma. Este frío que es desolación, que es tristeza, que es Juan o soledad. O hambre.
Bogotá, 1640
Ana
Yo, Ana, me aburro enormemente. A veces pasa por aquí un teniente que va rumbo a Popayán o a Quito, y entonces el tamborito vuelve a sonar con ritmo. Pero el resto de las noches parecen un velorio. Ester, la más vieja, cuenta cómo han cambiado las cosas. Antes, dice ella, la calle comenzaba a alegrarse a las seis de la tarde y las fiestas duraban hasta la madrugada. Cuando habla de Rodrigo —don Rodrigo, le dice— se le ilumina la mirada. Era un hombre cabal. La noche en que lo mataron había bebido dos garrafas de vino, de buen vino de Rioja, y había cantado a voz en cuello y bailado antes de irse con dos mujeres a la cama. Pero después las cosas comenzaron a cambiar y la calle no volvió a ser la de antes. Los hombres hablan de negocios y de filosofía mientras nosotras nos desesperamos por que alguien nos haga bien el amor. Juan, por ejemplo, que se acuesta conmigo porque su mujer se llama Ana, sólo habla del comercio y de los almacenes, y tiene la idea fija del progreso. Progreso por aquí, progreso por allá, progreso más allá, progreso porque sí. Progreso. Cuando salimos a la misa de seis de los domingos, paso por las mismas calles chuecas de toda la vida, salto los mismos barrizales, y no veo el progreso. Tal vez hay almacenes y casas altas y fachadas de piedra y hombres que se visten con buen paño que es necesario ver por la mañana porque en las noches nadie se percata de esas fruslerías ante las urgencias de verdad, que son las urgencias del amor. Después entramos a la iglesia y comenzamos a sentirnos como leprosas, mientras las mujeres de los maridos que hemos gozado toda la semana nos hacen remilgos de decencia y escándalos de señoras bien que nos miran por encima del hombro a las pobres putas. En la iglesia somos nosotras las que sabemos todos los secretos, sabemos los secretos que saben los curas y los secretos de los curas, y las pobrezas y languideces que se esconden debajo de los calzones de seda de los caballeros y de las bragas de hilo de sus damas. Para nosotras la ciudad no tiene secretos, sabemos de los cargamentos que llegan, sabemos quién construye, quién tiene un hijo, quién se muere, sabemos quién se enriquece y por qué se enriquece, sabemos hasta dónde llegan los límites de la ciudad y los paseos que se organizan a Funza, a Fontibón, a Teusaquillo. Mientras esperamos, en medio de la embriaguez y la tristeza, que éste o aquel nos usen para pasar la noche, para soportar el peso de la mañana, mientras deseamos que llegue el que ha de llegar, mientras oímos el sonido de las campanas en los campanarios y el runrún de responsos y rosarios, mientras asistimos por la ventana a las procesiones y a los saraos, mientras sabemos lo que sucede en la casa de la señora virreina y en la del marqués de San Jorge, mientras presenciamos el paso de las cabalgaduras y de los soldados, su larga lenta marcha interminable, nosotras vivimos la ciudad, nos morimos con ella, agonizamos de tristeza y de melancolía, de organización y de comercio. Porque el mejor comercio es nuestro comercio. El comercio de los dedos que se entrelazan, que penetran, de los profundos besos que no terminan. Hasta que llega la vejez que es el abandono que es la miseria que es la tristeza de lo que no pudo ser, la muerte que esperamos cada día.
Bogotá, 1780
Abelardo
Yo, Abelardo, estoy fatigado de palabras. He dedicado años enteros a la descripción de la belleza, sin saber a ciencia cierta qué describir ni cómo hacerlo. Porque hay seres que vivimos en las habitaciones, con su color y olor y con su sexo, y otros que estamos, estaremos, para siempre en el umbral, donde nada es exacto. Desde el principio fui una equivocación hecha sólo de alma. De manera que cualquier día me lancé al abismo de las calles, me hundí en las cloacas y en las alcantarillas, para vivir lo que hace la vida de los hombres con sus tragedias y sus apetitos. Abandonar la penumbra de las habitaciones y su fragancia de pétalos y de cortezas, para sumergirse en el hacinamiento de las tabernas, de los agrios olores, fue encontrar la otra estancia de mi único laberinto, el mismo ser de tierra y de deseos, extraviado en el fondo de su solitario corazón. El dédalo de las calles fue apenas el eco urbano de mis nervaduras y misterios, hasta el punto de haber reconocido cada uno de los edificios, cada esquina y farol, de haber oído muchas veces la voz del sereno, el chirrido de los tranvías arrastrados por las mansas mulas estériles sobre los rieles. Supe que mucho antes, en el principio de los tiempos, había conocido el silencio de las fachadas, impenetrable bajo el lenguaje de la piedra, o las mínimas risas del rococó del Segundo Imperio. Para mí no fueron extraños ni el pavimento ni los coches, que encontré similares a los adjetivos tantas y tantas veces repetidos en el misterio de los libros. Seguí el vericueto de mis propias arterias para llegar a la periferia y encontré allí los mismos interrogantes, el mismo asombro ante la paradoja de la vida. Eran gentes venidas de otra parte, de las montañas y las hondonadas, desplazadas por la pobreza y el verano. Cada una de sus preguntas fue otro sustantivo, cada gesto el verbo ser hundido como un puñal en el vacío. Y adentro el pronombre obsesivo, yo próspero negociante en mi berlina, yo dama de alcurnia con mi perrito y mi sombrilla, yo familia de los satisfechos, yo banquero con portada de cobre en mi negocio y trastienda de oro, yo propietario de cervecerías, yo filipichín de morisquetas, yo solterona, hija de general de cualquier guerra, yo poeta romántico enfermo de nostalgias y de tisanas, pronombre sin tiempo para otros, para tú en el cementerio de los próceres, tú, muchacha, con tu ramito de violetas, tú, viejo sentado en el paseo, tú que estrenas retrato después de la retreta, o él que escribe telegramas y ella que los recibe, o nosotros que no somos nosotros o lo somos sólo con vosotros, nunca ellos. Así es esta ciudad que no te escribo, hecha de avenidas y de paseos, de gramática y de geometría. Arriba un cielo limpio que mira indiferente a estos seres que lanzan hacia afuera su proyecto de vida, que prolongan las calles y los ferrocarriles, que viven en las quintas francesas con jardines moriscos, o que colocan ventanas del Mississippi en las más puras fachadas españolas.Y poco más. El teatro con su edificio de balcones y las innumerables torres que marcan el transcurso del tiempo, mi tiempo, nuestro tiempo.
Bogotá, 1910
Antonio
Yo, Antonio, estoy aquí y tengo miedo. La cámara me recoge cuando abro la puerta y comienzo a bajar hacia las calles. Prodigios de las paredes amarradas al aire, tejados que hacen piruetas, ventanas para mirar adentro, escaleras que suben para entrar al infierno. Soy uno más, vengo de cualquier parte, me afano de tal manera que repito esta calle, esta casa, este árbol, este edificio, repito ser Antonio como María como Luis como Alejandro, millones más en este laberinto de esquinas, de paredes que trepan cuarenta pisos, de pregoneros que anuncian la ciudad con su necesidad de lotería, de papeles, de ruidos sordos como bocinas y ruidos secos como disparos con destinatario, y ruidos rasantes de aviones que parten a otra parte. Nada me dan, no entrego nada. Soy árido, crezco en el desierto, soy desierto. Tengo sed, que es otra forma de decir que tengo hambre, que no hay agua, no hay trabajo, hay desarraigo. Es difícil la vida. Por eso cada día asisto a la ceremonia de la muerte, que se ha despojado de misterio y se realiza así, sencillamente, limpiamente, a la vista de todos. Seis de la tarde. El viento despeina los papeles, arrastra oficinistas por la calle. Cada cual a su oficio, a su destino. Comienza entonces el desfile de los desarraigados. Llegan con un hijo, un dolor, una mirada. Silenciosamente caminan como ratas, se pierden por las esquinas, por las alcantarillas, duermen bajo los puentes, palpan la noche, el frío de las estatuas y de los monumentos,las calles que no terminan, los desperdicios del que devoran los perros y las comisarías. Mucho más tarde llega la hora de recoger las hojas de lechuga entre los barrizales. Después vuelve el instante del espejo, la misma cara, el mismo gesto, igual sonrisa, idéntica tristeza. Y el resto un atafago de buses y automóviles, de transeúntes, de gritos y atropellos, de seres estacionarios, de palomas, un ciego, un ladrón, un asesino, gentes que suben en ascensores, bajan por la ventana, parejas que se aman en los moteles y en los hospedajes, harapos y campanarios, darse la mano y clavarse el puñal con cortesía, filete de carne humana al mediodía, ensalada de lágrimas, altavoces y pregoneros, adolescentes que quieren ser toreros, vitrinas con su reflejo de perfiles, en los parques travestis y asesinos que tal vez fueron niños en los parques. Cines y estadios. Afuera, la ciudad queda estrecha, se atropella. Y adentro, todo estrecho, tanto atropellado. Es difícil estar, permanecer callado, es difícil pensar, ser sólo y quieto, explosión de palabras, de aparatos de radio, explosión de parlantes, periódicos que titulan como un alarido, gentes que parlotean en buses y teatros, cafés como adjetivo. No se silba jamás, no se canta, se grita, se sacude, se empuja, se toma por las solapas. Perros y gatos, gatos y ratones. Yo, Antonio, permanezco sentado. Observo. Esta mosca está quieta, entonces se desplaza. Crea un espacio. Pienso sobre eso: yo, mosca que me desplazo. Me doy asco mientras trepo por las paredes, defeco sobre los vidrios, mientras succiono desperdicios, los devoro. Me doy asco, les doy asco. Esa es nuestra distancia.
Bogotá, 1989.
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