El pasado 11 de septiembre, la primera sala del Supremo Tribunal Federal (STF), máxima instancia judicial de Brasil, condenó, por primera vez, a un expresidente de la República, así como a otros siete integrantes del «núcleo crucial de la trama golpista» por intento de golpe de Estado. El expresidente Jair Bolsonaro fue condenado a veintisiete años y tres meses de prisión por ese y otros cuatro delitos. El plan contemplaba asesinar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva, al vicepresidente Geraldo Alckmin y al juez Alexandre de Moraes.
Entre los otros siete integrantes, cinco son militares de alto rango, los primeros en ser juzgados por un tribunal civil en la historia de Brasil. Para algunos, por la cultura golpista arraigada en las Fuerzas Armadas brasileñas, la condena de los militares fue incluso más significativa que la del propio Bolsonaro: un ajuste de cuentas con su pasado autoritario. Se trata de una decisión que rompe con el legado de impunidad que ha marcado la historia de Brasil. Uno de los militares condenados, el general Augusto Heleno Ribeiro Pereira, fue particularmente simbólica porque perteneció a la «línea dura» de la dictadura que empezó en 1964 y se extendió hasta 1985. Ningún militar ha sido condenado por los crímenes ocurridos en ese periodo.
En el STF solo hubo un voto divergente, el del juez Luiz Fux, quien decidió absolver a Bolsonaro contradiciendo sus ya conocidas posturas punitivistas. Él mismo había juzgado y condenado a más de cuatrocientas personas por los ataques del 8 de enero de 2023, cuando miles de bolsonaristas asaltaron la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia. Lo contradictorio es que Fux citó varias veces al jurista italiano Luigi Ferrajoli para justificar su voto. Sin embargo, en una entrevista, el mismo Ferrajoli reconoció que el hecho de que un intento de golpe de Estado no solo haya fracasado, sino que haya sido objeto de un proceso judicial, es una señal de la solidez del Estado de Derecho brasileño. El de Fux fue un voto negacionista que algunos no dudaron en calificar como una «entrevista de trabajo», pues un viraje de tal envergadura solo puede significar que Fux buscará una candidatura o algún cargo importante en un eventual gobierno de derecha.
El tribunal tampoco reculó ante la soberbia imperial del presidente de Estados Unidos Donald Trump, quien, para ejercer presión, impuso aranceles del 50 % a los productos brasileños y revocó las visas de los magistrados del STF y de sus familiares. Según Trump, Bolsonaro está siendo víctima de una «cacería de brujas política».
Esta clara intromisión produjo el efecto contrario: una defensa amplia y cohesionada de la soberanía brasileña, lo que le permitió al presidente Lula contratacar. Ya en julio, en su primera entrevista a The New York Times en trece años, Lula había dicho que Trump estaba violando la soberanía de Brasil. Y en una reciente entrevista a la BBC afirmó que estaba dispuesto a dialogar con Trump, pero que «lo que no se puede negociar es la cuestión de la soberanía nacional. Nuestra democracia y nuestra soberanía no están en la mesa de negociación. Es nuestra, es del pueblo brasileño. Y aquí mandamos nosotros».
La condena a Bolsonaro fue también una forma de hacer justicia por todas las personas que murieron en la pandemia debido a la negligencia de su gobierno. Hasta cuatrocientos mil vidas podrían haberse salvado si el gobierno hubiera tomado medidas efectivas como el uso del tapabocas o hubiera acelerado la compra de las vacunas. En cambio, Bolsonaro decidió pasear en una moto acuática cuando el número de muertes por coronavirus superaba las diez mil víctimas y el Congreso y el STF decretaban tres días de duelo nacional. Cómo olvidar cuando, cuestionado por el récord de muertes por coronavirus, dijo que no sabía, que él no era sepulturero.
En los próximos días veremos las consecuencias políticas de la condena. Los líderes políticos de la derecha, que pretenden heredar el capital político de Bolsonaro, como el actual gobernador del estado de São Paulo, Tarcísio Gomes de Freitas, buscarán movilizar a las bases bolsonaristas con la consigna de la amnistía. En la noche del miércoles 17, en una votación relámpago, la Cámara de Diputados aprobó una solicitud de urgencia para pasar un proyecto de ley que amplía la protección de los parlamentarios frente a eventuales investigaciones y procesos criminales. El domingo pasado, miles de personas inundaron las calles de las principales ciudades del país para rechazar la amnistía para los golpistas y la PEC da blindagem (Propuesta de Enmienda Constitucional del blindaje) aprobada por la Cámara.
En este sentido, el bolsonarismo está lejos de ser una fuerza política derrotada. Paradójicamente, al tiempo que esta condena es un enorme avance histórico que busca acabar con la tradición de golpistas amnistiados en Brasil, también le da un respiro a la extrema derecha porque sirve de excusa para convertir a Bolsonaro en mártir. La extrema derecha colombiana busca lo mismo frente a la condena al expresidente Álvaro Uribe. Cada fuerza política busca reconfigurarse, y es precisamente en momentos como estos que el riesgo de retroceso es mayor.
El 11 de septiembre, fue conmovedor ver a los brasileños sentir orgullo de su origen latinoamericano al recordar que la condena se produjo exactamente 52 años después del golpe de Estado que derrocó el gobierno popular de Salvador Allende en Chile. Es como si en medio de la política de tierra arrasada se hubiera asomado un resquicio de esperanza. El 11 de septiembre de 2025 pasó a la historia: ese día el pueblo brasileño nos legó una inmensa lección de justicia y dignidad.
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